Universidades, sueldos y prestigio
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Publicado en El Libero, 07.09.2015Chile está atravesando un momento crucial de su historia. Gracias a una economía de mercado dinámica y abierta, logró tres décadas de gran crecimiento durante las que el país progresó de manera extraordinaria. Hoy se está agotando este ciclo, en el que las exportaciones basadas en nuestros recursos naturales tuvieron un papel preponderante. No cabe duda de que ese tipo de exportaciones seguirá teniendo gran importancia en el futuro, pero ello no bastará para consolidar nuestra marcha al desarrollo ya que el desarrollo no se puede alcanzar con un capital humano subdesarrollado en relación a los estándares de los países que lideran el progreso. Esto le pasó a Chile en la época del auge salitrero y de ello debemos aprender ya que, como sabiamente dijo George Santayana, “aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”.
Para poner en evidencia la importancia clave de este hecho y su relación con la igualdad de oportunidades he sintetizado en este texto mi visión sobre una parte crucial de la historia económica de mis dos patrias, Chile y Suecia, convencido de que, si sabemos contemplarlo, el espejo de la historia puede decirnos mucho sobre nuestro presente y futuro.
Este trabajo compara el desarrollo económico de Suecia con el de Chile durante las décadas que precedieron a la Primera Guerra Mundial con la esperanza de que ello nos ayude a comprender mejor nuestros desafíos actuales. El desarrollo de nuestro país ha estado lastrado por desigualdades ancestrales que han limitado la participación plena de muchos chilenos en su progreso. Se trata de una forma de exclusión altamente perjudicial no solo para los individuos directamente afectados sino para el país en su conjunto. Esto es lo que se hace patente al estudiar el desarrollo de Chile durante la época de la bonanza salitrera contrastándolo con el de Suecia.
Las naciones que más éxito han tenido en emprender la senda del desarrollo sustentable son aquellas que han sabido incorporar a la gran mayoría de su población al proceso de crecimiento, brindándole oportunidades de realizar su potencial productivo y, por ello, maximizar su aporte al desarrollo nacional. Este fue el caso de los Estados Unidos, en especial con posterioridad a la Guerra de Secesión y la apertura de la frontera agrícola para los inmigrantes-colonos. Lo mismo ocurrió con Suecia, que durante las décadas finales del siglo XIX se transformó de una periferia exportadora de materias primas en una pequeña gran potencia industrial. En contraposición, naciones como Argentina y Chile, que gozaron de una gran bonanza económica durante esas décadas, terminaron en la senda del “desarrollo frustrado”, como diría Aníbal Pinto en un libro clásico.
La diferencia entre éxito y fracaso relativo no tuvo que ver –como postulaban Raúl Prebisch, la Cepal y la Escuela de la Dependencia de orientación marxista– con la existencia de un orden capitalista internacional de carácter imperialista que beneficiase a algunas naciones en detrimento de otras. En los casos mencionados se trata de países soberanos que se incorporaron dinámicamente a la economía mundial y dispusieron de amplios recursos económicos que eran, sin lugar a dudas, más que suficientes para lanzarse en el camino del desarrollo. El que algunos países lo hiciesen y otros no dependió, básicamente, de sus instituciones y las estructuras sociales que ellas generan. Es decir, de la existencia de lo que Daron Acemoglu y James Robinson llamaron, en su célebre libro Por qué fracasan los países (2012), instituciones inclusivas e instituciones extractivas. Las primeras son, según estos autores, aquellas que “posibilitan y fomentan la participación de la gran mayoría de las personas en actividades económicas que aprovechan mejor su talento y sus habilidades y permiten que cada individuo pueda elegir lo que desea”. Las segundas, son aquellas que lo impiden, excluyendo a la gran mayoría de una participación más plena en el proceso de desarrollo.
Para ser más exhaustivos, se puede decir que el éxito de una economía de mercado dependerá tanto de la amplitud de la participación social en la misma como de su integración en la economía global. Ambos elementos pueden, en cierta medida, sustituirse, pero el grado de participación social tiene, casi sin excepción, un papel decisivo para que la integración a la economía internacional tenga un impacto dinámico que se haga sustentable en el largo plazo.
A su vez, esta participación social depende de dos aspectos, uno formal y otro que podríamos llamar material. El aspecto formal está dado por los grados de libertad de que gozan los individuos así como por la igualdad ante la ley y la ausencia de discriminaciones. El segundo aspecto está determinado por el acceso a recursos y capacidades –entitlements and capabilities, usando el lenguaje del premio Nobel Amartya Sen– necesarios para esa participación. Estos dos aspectos son los que nos dan el contenido pleno del concepto clave de igualdad de oportunidades y es de esa igualdad de la que, a fin de cuentas, dependerán la calidad del capital humano y la intensidad del progreso económico.
Ahora bien, en sociedades preindustriales de corte agrario –como Suecia y Chile a mediados del siglo XIX– el éxito del proceso de desarrollo va a depender, en gran medida, de la estructura del sector agrario. Será la estructura de ese sector el que determinará los recursos y las oportunidades de la gran mayoría de la población, estableciendo así la amplitud de la participación social tanto en el desarrollo económico como, no menos, en la distribución de sus frutos. En otras palabras, de ello dependerá el carácter más o menos inclusivo del proceso de desarrollo.
A primera vista puede parecer descabellado comparar Chile con Suecia. Esto se debe, en gran medida, a que miramos a ambos países a partir de lo que han llegado a ser y no de lo que fueron. Así, Suecia se nos presenta con sinónimo de altísimos niveles de desarrollo y riqueza, muy lejos de lo alcanzado por Chile. Sin embargo, hacia mediados del siglo XIX las diferencias no eran tan evidentes.
Se trataba de dos países periféricos, relativamente poco poblados y muy poco urbanizados. En ambos casos, la tierra arable era limitada pero fuera de ello disponían de abundantes recursos naturales y se vinculaban con el mercado mundial mediante exportaciones de productos primarios poco elaborados. Ambos países, además, se integraron con gran dinamismo a la expansión de la economía internacional de la época, viendo crecer sus exportaciones de manera muy significativa. Pero no solo eso, tal como lo muestran las series estadísticas de Angus Maddison, ambos tenían por entonces un PIB per cápita (medido en igualdad de poder adquisitivo) relativamente comparable y Chile llegaría incluso a superar a Suecia a partir de la conquista de las provincias salitreras. Ello quiere decir que la tasa chilena de crecimiento, en términos de su PIB per cápita, superó en ese período a la de Suecia; y la diferencia a favor de Chile es aún mayor si solo miramos el volumen absoluto del PIB. Entre 1850 y 1910 el PIB chileno se multiplicó 7,6 veces, mientras que el de Suecia lo hizo 4,3 veces. Esto nos da una idea del extraordinario aumento de riqueza que Chile experimentó durante estas décadas.
Estos datos pueden resultar sorprendentes ya que se trata del período en que Suecia dio un salto espectacular en su desarrollo que la transformó en uno de los países más avanzados del planeta. Ello le permitió redefinir sus relaciones económicas con el mundo, pasando de la exportación de productos poco elaborados a su creciente transformación industrial antes de ser exportados y también a la producción y exportación de bienes de capital de alta sofisticación. Se pasó así, por ejemplo, de la exportación de madera en bruto a la trabajada, así como a la celulosa y el papel; del mineral de hierro a los aceros especiales y a una gran variedad de productos de la industria metalmecánica, incluyendo maquinaria y otros bienes de capital; de la avena, vía la importación de granos y el desarrollo de la actividad pecuaria, a la industria láctea, transformándose además en pionera en la producción de maquinaria para la misma.
En Chile, por su parte, nada parecido ocurrió. No es que no se hayan producido transformaciones que tienen cierta similitud con las de Suecia, como la urbanización o incluso el surgimiento, desde la Guerra del Pacífico o tal vez antes, de un sector manufacturero que se ampliaría constantemente hasta llegar, ya a comienzos del siglo XX, a superar largamente el peso de la minería en el PIB del país. Pero estas transformaciones no redundaron en la creación de un aparato productivo capaz de profundizar su desarrollo hacia productos elaborados de alto valor agregado y capacidad competitiva internacional. La industria chilena, tal como la argentina en ese entonces, se volcó, al amparo de los altos costos de transporte, hacia el mercado interno cautivo y pronto se hizo dependiente tanto del proteccionismo y las prebendas estatales como de las divisas generadas por las exportaciones primarias.
Esto no concuerda con la visión tan difundida de un Chile plenamente liberal en lo económico durante la época salitrera, pero se basa en sólidas investigaciones como la presentada por Sergio Villalobos y Rafael Sagredo en El proteccionismo económico en Chile: Siglo XIX (1987). En este sentido, como lo expresó Felipe Larraín ya en 1982, “contrariamente a lo que sostienen algunos autores, (las) políticas posteriores a la Gran Depresión representan la agudización de un fenómeno ya existente”.
En suma, se puede decir que durante el auge salitrero Chile creció vigorosamente pero no se desarrolló de una manera que evitase su posterior retraso económico comparativo, lo que nos deja una importante lección que no deberíamos olvidar en el momento actual. Las consecuencias de este “crecimiento sin desarrollo” se harían plenamente patentes a partir de la Primera Guerra Mundial, generando un notable diferencial de crecimiento entre Chile y Suecia (así como respecto de otros países desarrollados). Entre 1910 y 1970 el PIB per cápita de Suecia se multiplicó 4,7 veces mientras que el de Chile apenas lo hacía 1,7 veces.
Es importante hacer notar que, como se ha visto, las causas estructurales de esta notable divergencia se crean ya antes del estallido de la Primera Guerra Mundial y no pueden por ello buscarse en el desempeño posterior, caracterizado, en el caso de Chile, por el colapso de la economía salitrera y la orientación cada vez más intervencionista y proteccionista que el Estado. Estos factores jugaron un papel claramente perjudicial y diferencian a ambos países ya que en Suecia el impacto adverso de las coyunturas internacionales fue mucho menor, su industria no se protegió detrás de barreras proteccionistas y su Estado creció respetando la libertad económica y sin asumir, como en el caso de Chile, un rol empresarial. Sin embargo, una explicación centrada en el período post 1913 pecaría de un serio defecto: pondría como causa de la vulnerabilidad chilena aquello que en realidad es un efecto de la misma. Los shocks externos tienen un impacto tan severo y la economía chilena tiende a cerrarse frente al exterior como consecuencia de su incapacidad de profundizar su desarrollo durante la fase de crecimiento acelerado que precede y prepara el terreno para nuestro largo período de frustración económica relativa y creciente conmoción social. En suma, lo que hay que explicar no son tanto los fracasos posteriores a 1913 sino los anteriores a esa fecha.
Ahora bien, ¿podría un enfoque institucional centrado en la igualdad de oportunidades darnos algunas luces sobre el éxito sueco y fracaso chileno? A mi juicio, ese es el caso. Trataré, aunque sea someramente, de mostrarlo comenzando con el desarrollo sueco para luego discutir el caso chileno.
La irrupción industrial de Suecia ha sido un tema clásico de la historiografía económica de ese país. Tradicionalmente se describió la industrialización sueca como un proceso inducido por la demanda exterior (británica) de materias primas y alimentos y, además, bastante acotado en el tiempo: iniciado hacia mediados del siglo XIX pero cuyo periodo crucial iba, a lo más, desde 1870 hasta 1914. Esta visión fue cuestionada en la década de 1980 a partir de nuevas investigaciones que, además, se plantearon explícitamente la pregunta de por qué Suecia no se había convertido en un país subdesarrollado como lo hicieron tantas otras naciones periféricas de la época que también eran exportadoras de productos primarios. La respuesta que se le dio a esa pregunta forma hoy el mainstream de la historiografía sueca y puede ser resumida como sigue.
La revolución industrial sueca de fines del siglo XIX fue precedida por una larga evolución que partió con las transformaciones de su economía agraria, iniciadas ya durante el siglo XVIII y profundizadas en la primera mitad del siglo XIX. Este proceso tuvo su eje en la comercialización creciente de la producción rural, lo que creó incentivos para su expansión y, no menos, para una profunda modernización de las formas de propiedad y el uso de la tierra. Paulatinamente, se fueron eliminando las formas colectivas de usufructo, consolidando la tenencia y el uso individual de la tierra en base a derechos de propiedad claramente definidos. En este sentido, el proceso sueco recuerda a las célebres enclosures inglesas, pero con una diferencia capital: en el caso de Suecia tuvieron un efecto sobre la distribución de la tierra que fue el inverso del británico. En Suecia, fueron los campesinos y no los terratenientes los que incrementaron radicalmente su propiedad de la tierra, pasando de disponer de un tercio de la tierra cultivable en 1700 a dos tercios en 1870.
Este proceso de modernización igualitaria de la estructura agraria tuvo importantes efectos sobre la distribución del ingreso, creando un mercado interno relativamente dinámico y una significativa capacidad de inversión –incluyendo aquellas en educación– de parte de los campesinos, que por entonces formaban el estamento mayoritario de la población del país. Esta “revolución agraria” creó el escenario sobre el cual repercutirán dinámicamente tanto el impacto de la demanda inglesa como la ingente labor de transformación institucional del país, que hacia mediados del siglo XIX eliminó todas las trabas a la libertad económica provenientes de la antigua sociedad estamental.
La evolución hacia un mayor empoderamiento del estamento campesino no sólo generó una importante capacidad de inversión y consumo. Uno de sus efectos más notables fue el limitar fuertemente las posibilidades de la elite tradicional sueca de vivir de la renta de la tierra y afincarse en una cultura rentista-aristocrática. Esto permite entender su orientación hacia nuevos campos de actividad en la administración pública, el ejército, la academia y las profesiones libres. De allí surgieron muchos de los geniales ingenieros, inventores, innovadores y emprendedores que serían una pieza clave del avance industrial de Suecia hacia finales del siglo XIX. La confluencia de esta elite industriosa con los hijos cada vez más educados de los campesinos propietarios creó, en un ambiente de gran libertad económica y civil, un círculo virtuoso de desarrollo industrial basado en un capital humano que, para su época, era de primer nivel.
Creo que esta corta síntesis de los factores que ayudan a explicar el éxito sueco habrá puesto de manifiesto los factores que, por contraste, pueden darnos luces sobre el fracaso comparativo chileno: la desigual distribución de la tierra y la presencia determinante del latifundio; la situación desfavorecida en lo económico y social del campesinado; un gran crecimiento demográfico –la población chilena se triplicó entre 1835 y 1907– que propició el surgimiento de una amplia clase itinerante de pobres (“peones”, “gañanes”, “jornaleros”, “vagabundos” o, simplemente, “rotos”) que no tenían cabida en el sector agrícola de la zona central y terminarían por “arrancharse” en los centros urbanos o emigrar hacia el norte minero; salarios reales que crecen lentamente debido a la abundante oferta de mano de obra barata; un mercado interno muy limitado; una disminución relativamente lenta de la pobreza; un capital humano muy poco competitivo en perspectiva internacional; y una elite terrateniente con vocación rentista y un sesgo cultural aristocratizante que dominó sin contrapeso el Estado chileno hasta 1920.
Cabe destacar que el Estado chileno –que por entonces disponía de los ingentes recursos provenientes de la tributación salitrera– llevó a cabo una serie de importantes inversiones en infraestructura y educación. Sin embargo, todo indica que ello mejoró solo marginalmente la situación y las oportunidades de los sectores más desfavorecidos, especialmente entre la población rural y, no menos, la creciente masa afincada en suburbios urbanos que fueron descritos por Vicuña Mackenna en 1872 como “una inmensa cloaca de infección y vicio, de crimen y de peste, un verdadero potrero de la muerte”. De hecho, aún en 1907 dos terceras partes de los niños en edad escolar ni siquiera asistían a la escuela primaria, lo que coincide con la proporción de pobres del Chile de entonces, y la mayoría de la población adulta era analfabeta.
Como señaló Rolf Lüders en su reseña del libro de Patricio Meller Un siglo de economía política chilena (1890-1990), el estudio del uso de los ingresos fiscales provenientes del salitre sugiere la existencia de “una importante presión para reducir la carga impositiva y beneficiar al sector productivo del país, en vez de aumentar el capital humano de los menos pudientes y hacer un esfuerzo por igualar las oportunidades (…) Especialmente en educación, el esfuerzo adicional fue modesto en comparación a lo que podría haber sido.”
En síntesis, a la inversa del caso de Suecia, el desarrollo chileno se caracterizó por rasgos fuertemente excluyentes. Las instituciones extractivas de que hablan Acemoglu y Robinson predominaron claramente sobre las inclusivas. El desarrollo de Chile estuvo, por ello, muy lejos de brindarle una igualdad básica de oportunidades a la mayoría de su pueblo y no pudo sino pagar con creces las consecuencias de ello.
Daré solamente algunos ejemplos estadísticos acerca del notable contraste entre el desarrollo inclusivo de Suecia y el excluyente de Chile. Entre los años 1850-54 y 1900-04 el salario real chileno creció un 34%, lo que está muy por debajo del aumento del PIB per cápita del país que en el mismo período alcanzó un 138% (según las cifras de Economía Chilena 1810-1995. Estadísticas Históricas). En Suecia, por el contrario, el aumento del salario real supera el incremento del PIB per cápita (estadística del Banco Central de Suecia y Angus Maddison coincidente con los célebres estudios comparativos de Kevin O’Rourke y Jeffrey Williamson). Esto indica, sin lugar a dudas, que en el caso de Chile los frutos del progreso fueron, en gran medida, acaparados por las clases más acomodadas de nuestra sociedad (lo que coincide con las estimaciones existentes acerca del fuerte incremento de la desigualdad en la distribución del ingreso durante el auge salitrero), mientras que en el caso de Suecia esos frutos se distribuyeron parejamente o, incluso, de una manera que favoreció mayormente a las clases trabajadoras y fortaleció así el igualitarismo ya tradicional en el país.
Por ello mismo, no es de extrañar que a comienzos del siglo XX la tasa chilena de analfabetismo se ubicase en torno al 60% mientras que en Suecia ya prácticamente toda la población adulta sabía leer y escribir. Tampoco es de extrañar que por entonces la tasa de mortalidad infantil fuese 3,5 veces más alta en Chile que en Suecia. La expectativa media de vida de un chileno al nacer era en 1907 de 30 años, mientras que en Suecia llegaba a 56 años. Y no hay que olvidar que estas enormes diferencias se dan entre dos países que, como ya se dijo, tenían un ingreso real per cápita similar, lo que no hace sino poner de relieve los dramáticos efectos comparativos de los altos niveles de desigualdad de oportunidades e ingresos imperantes en el Chile de entonces.
Esto es lo que nos pasó hace ya más de un siglo y nada dice que no pueda volver a pasarnos. Por cierto que el Chile de hoy está muy lejos del de entonces y las condiciones generales de vida han mejorado de manera notable. Pero aun siendo eso importante no es lo decisivo desde el punto de vista de alcanzar el desarrollo y hacerlo sustentable en el largo plazo. Para ello se requiere estar a la altura de los desafíos del tiempo presente, especialmente en términos del capital humano de que disponemos. Nuestra naturaleza nos ha seguido brindando oportunidades extraordinarias, especialmente en el contexto de una economía chilena abierta al mundo y una gran demanda internacional de nuestros productos. Ello nos ha enriquecido, pero riqueza y desarrollo son cosas muy diferentes, como lo deja en evidencia la historia del Chile salitrero.
Nuestra gran deficiencia entonces fue una distribución de los recursos y las posibilidades que no permitió potenciar masivamente nuestro capital humano. Por ello, no solo nos quedamos rezagados en términos de capacidad productiva sino que los conflictos sociales se hicieron endémicos y terminaron llevando el país a una polarización fratricida.
Hoy estamos contemplando el fin del así llamado “súper ciclo exportador de bienes primarios” y pronto nos veremos obligados a examinar críticamente el uso que hemos hecho de los recursos de los tiempos de bonanza. Ese balance, así como recordar lo que ya nos pasó hace un siglo, es vital para visualizar nuestros desafíos actuales. Para ello se requieren líderes con visión estratégica que sepan convocar el esfuerzo del país en torno a lo que realmente cuenta en términos de desarrollo: es hora de abrir el gran debate sobre la transformación de Chile en un país de oportunidades capaz de potenciar al máximo su capital humano y entrar a pie firme en la era del conocimiento y la innovación. Eso, y no reformas que entorpecen nuestra capacidad emprendedora o voladores de luces sobre nuevas constituciones, es lo que necesitamos para no quedarnos, una vez más, a la vera del camino del desarrollo.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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