El delirio institucional del feminismo de género
Estas semanas han dado un golpe directo al feminismo de género, no solo porque los últimos sucesos han dejado al descubierto […]
Publicado en El Líbero, 05.07.2016He tenido la grata oportunidad de ser nuevamente ponente en el Estoril Political Forum, que año tras año reúne en este balneario portugués cercano a Lisboa a un selecto grupo de cientistas y actores políticos a fin de analizar algunos de los grandes temas del panorama global. Entre los invitados de este año se contó con Timothy Garton Ash, profesor de Oxford y prolífico autor que presentó su último libro, Free Speech: Ten Principles for a Connected World; Marc Plattner, coeditor del Journal of Democracy; y José Durão Barroso, ex presidente de la Comisión Europea. La rúbrica del encuentro de este año, “La democracia y sus enemigos”, refleja bien la creciente preocupación existente acerca de la situación actual y el futuro de la democracia. El título del primer panel, “El resurgimiento autoritario”, dio el tono de lo que serían tres días de intensas discusiones en los que, lamentablemente, se pudo constatar que, como afirmó Garton Ash, hemos entrado en “una época anti liberal”, dominada por el renacimiento del nacionalismo, con fuertes tendencias aislacionistas, proteccionistas e incluso xenófobas.
Para entender el contexto y actualidad del tema del encuentro me permito retomar aquí algunos análisis que recientemente expuse en el número 140 de la revista Estudios Públicos. Comienzo con un breve recuento de la evolución de la democracia durante las últimas cuatro décadas, mostrando cómo se pasa de un claro optimismo a una visión cada vez más marcada tanto por los problemas internos de las democracias existentes como por el fortalecimiento y creciente agresividad de los regímenes autoritarios.
Hay que recordar, ante todo, que hace no mucho tiempo el futuro de la democracia parecía muy prometedor en vista de sus grandes avances. A comienzos de la década de 1970 no más de 45 Estados cumplían las condiciones mínimas de un régimen democrático, es decir, basado en elecciones multipartidistas periódicas, libres y competitivas. A su vez, en 1975 apenas una cuarta parte de los 158 países analizados por el prestigioso centro de estudios Freedom House eran calificados como “libres”, o sea, con un nivel significativo de libertades civiles y políticas. El año 2006, el panorama había cambiado radicalmente: 123 regímenes eran calificados por Freedom House como “democracias electorales”, lo que representaba casi dos tercios de los Estados considerados, y los países libres habían pasado de 40 a 90. El optimismo democrático parecía, por lo tanto, estar bien fundado en los hechos.
Sin embargo, las cosas cambiaron considerablemente a partir de entonces. Por una parte, se ha podido constatar un estancamiento e incluso cierto retroceso en el avance de la democracia. Es lo que el coeditor del Journal of Democracy Larry Diamond llamó, ya en 2009, “recesión democrática”, concepto que ha sintetizado una percepción mucho más pesimista acerca de las perspectivas de la democracia. En línea con esta perspectiva preocupante, el informe anual de Freedom House para 2015 sobre el estado de la libertad y la democracia en el mundo constató lo siguiente:
“Por noveno año consecutivo, Libertad en el mundo, el informe anual de Freedom House sobre las condiciones de los derechos políticos y las libertades civiles a nivel global, muestra un deterioro en términos generales. A decir verdad, la aceptación de la democracia como la forma mundialmente dominante de gobierno está bajo una amenaza mayor que en cualquier otro momento durante los últimos 25 años.”
Según este informe, durante 2014 las libertades civiles y políticas sufrieron retrocesos en 61 países, mientras que los que registraron progresos sólo llegaron a 33, convirtiéndose de esa manera en el peor de los nueve años de “recesión democrática”. Al respecto, el informe comenta: “Incluso después de un período tan largo de presión sobre la democracia, los acontecimientos de 2014 fueron excepcionalmente duros”. El informe de 2016 ha vuelto a confirmar esta tendencia y el reciente estudio Freedom of the Press 2016, también realizado por Freedom House, constata que “en 2015 la libertad global de prensa descendió a su nivel más bajo en 12 años, en la medida en que fuerzas políticas, criminales y terroristas tratan, en su amplia lucha por conquistar el poder, de cooptar o silenciar los medios de comunicación”.
Por otra parte, se ha lanzado un importante desafío conceptual a la democracia occidental o liberal, basada tanto en elecciones pluripartidistas como en amplias libertades civiles que limitan el poder político, de parte de líderes y académicos de importantes países autoritarios como China, Rusia, Irán, Arabia Saudí, Egipto y Turquía, extendiéndose incluso a varios países de la Unión Europea tal como quedó reflejado en las palabras expresadas ya en julio de 2014 por el primer ministro húngaro, Viktor Orban:
“Debemos afirmar que la democracia no es necesariamente liberal […]. Más aún, se puede y debe decir que, probablemente, las sociedades fundadas sobre el principio de la forma liberal de organizar un Estado no serán capaces de mantener su competitividad global en los próximos años.”
A su vez, para sólo dar otro ejemplo, el director del Centro para la Investigación del Modelo de Desarrollo Chino de la Universidad de Fudan, Zhang Weiwei, ha contrapuesto el modelo democrático occidental al meritocrático de China basado, a su juicio, en la selección de los mejores y no en una elección popular que puede entregarle el poder a cualquier demagogo. Su libro The China Wave: Rise of a Civilizational State ha sido todo un éxito de ventas en China y su conclusión es que “el sistema democrático occidental podría sólo ser un fenómeno transitorio en la larga historia de la humanidad”.
Los factores que fundamentan el panorama sombrío sobre el futuro de la democracia pueden ser resumidos de la siguiente manera:
Uno de los hechos más llamativos de lo que Samuel Huntington denominó “tercera ola de democratización” —desarrollada aproximadamente entre los años 1974 y 2005— fue la rápida transición hacia regímenes electoralmente competitivos en una gran cantidad de países relativamente poco desarrollados y que tenían escasas tradiciones democráticas o no las tenían en absoluto. Ello fue recibido con gran entusiasmo como prueba de una transición generalizada hacia un tipo de democracia que, se suponía, se iría asemejando de manera progresiva a las democracias liberales de los países occidentales. Sin embargo, este “paradigma de la transición”, como se lo llamó, mostró ser bastante ilusorio al esconder una evolución hacia diversos tipos de “regímenes híbridos”, “autoritarismos competitivos” y dictaduras de nuevo tipo que, si bien mantenían una fachada electoral, poco o nada tenían que ver con la democracia liberal.
De esta manera se venían a confirmar los temores premonitoriamente expresados por Fareed Zakaria en 1997 acerca del uso de mecanismos electorales relativamente competitivos en sociedades donde no se garantizaban el Estado de derecho, la separación de poderes o los derechos civiles y políticos básicos de la población. La existencia de estos regímenes electorales relativamente competitivos que no garantizan las libertades básicas resulta bien expresada en la discrepancia existente entre el número de “democracias electorales” y el de “sociedades libres”, de acuerdo con la terminología y mediciones de Freedom House: en 2015, un total de 125 países fueron incluidos en la categoría de democracias electorales, mientras que sólo 86 fueron considerados como países libres.
Este tipo de constataciones, junto con el colapso liso y llano de algunas de las nuevas democracias, han replanteado un tema ya clásico: cuáles son las condiciones o requisitos que posibilitan la existencia y perduración de una democracia. En su célebre Un prefacio a la teoría democrática (1956) Robert Dahl afirmaba que “en ausencia de ciertos prerrequisitos sociales ningún tipo de mecanismos constitucionales puede producir una república que no sea tiránica”. La investigación de estos prerrequisitos ha apuntado a tres aspectos diferentes que se complementan mutuamente: las condiciones socioeconómicas, las condiciones culturales y las institucionales que hacen posible la consolidación de la democracia.
Ya en 1959 Seymour Lipset presentó sus investigaciones pioneras sobre la correlación entre los factores socioeconómicos y el carácter y solidez de la democracia, para dotar así de una base empírica a lo que, a su juicio, había sido una percepción básica del pensamiento político occidental desde Aristóteles en adelante, a saber, que “mientras más próspero es un país, mayores son sus posibilidades de sostener una democracia”. Posteriormente han sido muchos los que han trabajado en esa misma dirección, confirmando una y otra vez la fuerte correlación existente entre el nivel de prosperidad y modernización social alcanzado por un país y la sostenibilidad de su democracia.
Al mismo tiempo, la perspectiva que relaciona la sostenibilidad democrática con el grado de desarrollo y bienestar previamente alcanzados permite hacer otro tipo de predicciones que, lamentablemente, han resultado ser mucho más acertadas. Por ejemplo, la realizada por Zakaria en su libro El futuro de la libertad: “Por cierto que algunos países pobres se han transformado en democracias. Pero cuando países de bajos niveles de desarrollo se transforman en democracias, su democracia habitualmente muere”. Fukuyama, basándose en una serie de estudios sobre el tema, presenta en 2014 una conclusión similar en su libro más reciente: “Los países pueden transitar de gobiernos autoritarios a democráticos a cualquier nivel de desarrollo, pero es mucho más probable que sigan siendo democracias si han sobrepasado cierto nivel de ingreso per cápita”.
Por su parte, las condiciones morales, culturales e institucionales de la democracia han sido, al menos desde Montesquieu en adelante, destacadas reiteradamente. Para Alexis de Tocqueville, la democracia estadounidense se debía “infinitamente más” a las costumbres —“el estado moral e intelectual de un pueblo”— que a las leyes: “Estoy convencido de que […] las mejores leyes no pueden mantener una constitución a despecho de las costumbres”. Ése era, según Tocqueville, el mensaje esencial de su célebre obra sobre la democracia en América.
Esta perspectiva fue relanzada en la década de 1960 por Gabriel Almond y Sidney Verba, poniendo el acento en la existencia de lo que ellos llamaron “cultura cívica”. En los años 90, Robert Putam publicó su célebre estudio sobre la democracia en Italia, que ha dado origen a una ingente cantidad de investigaciones y debates. Para Putnam, el elemento central que le da vigor a la democracia es el “capital social” que fluye de las relaciones asociativas propias de la sociedad civil, que crean pautas de confianza, colaboración y reciprocidad generalizadas, conformando esa “virtud cívica” sin la cual la democracia languidece.
Existe un amplio debate sobre estas cuestiones y, no menos, sobre las causas de la existencia de esa cultura cívica o virtud considerada como esencial para el florecimiento de la democracia. En este contexto es especialmente interesante el análisis de Fareed Zakaria a propósito del surgimiento histórico de la democracia liberal. A su juicio, avalado por una contundente evidencia histórica, la parte liberal de la democracia —que él llama “liberalismo constitucional”— surge independientemente y con mucha anterioridad a la democracia, siendo su existencia y su legado de instituciones formales e informales el elemento que le da a la democracia su carácter liberal: limitación y división del poder, principio de legalidad y, sobre todo, fuertes derechos civiles. Sin la existencia de estos frenos al poder político, la democracia tiende a desarrollarse hacia formas autoritarias o iliberales de ejercicio del poder. Por ello, Zakaria concluye: “El liberalismo constitucional ha conducido a la democracia, pero la democracia no parece conducir al liberalismo constitucional”.
La razón de ello es clave para entender la pendiente autoritaria y antiliberal por la que se han deslizado muchas de las nuevas democracias: la democracia tiende, por su propia dinámica interna, a la acumulación ilimitada del poder en manos de la mayoría o sus representantes, y esta acumulación del poder encierra un peligro, latente o actualizado, para las libertades individuales si no encuentra una resistencia cultural e institucional que contenga el radio de intervención de la democracia —es decir, de la esfera política— en las otras esferas o ámbitos de la vida social. Así lo resume Zakaria: “La tensión entre el liberalismo constitucional y la democracia gira en torno a la extensión de la autoridad gubernamental. El liberalismo constitucional trata de la limitación del poder, la democracia de su acumulación y uso”.
Una democracia que no se autolimita y donde el principio mayoritario rige sin cortapisas corre el riesgo evidente de transformarse en ese enemigo de la libertad que tanto temían los padres de la constitución estadounidense y que Tocqueville popularizó con el concepto de “tiranía de la mayoría”. La actualidad de este riesgo es hoy manifiesta, tal como se expresa en las asambleas constituyentes o en los procesos electorales convocados por líderes carismáticos o movimientos autoritarios a fin de eliminar cualquier barrera a su poder omnímodo. El caso de Hugo Chávez en Venezuela ha sido paradigmático a este respecto, y revela una tendencia a usar la democracia contra la libertad de una forma que Europa ya conoció de la manera más trágica en el periodo de entreguerras y que hoy se difunde con particular fuerza en América Latina y el mundo islámico.
En este contexto mi intervención en el foro de Estoril trató de la fragilidad de la democracia latinoamericana. Partiendo, eso sí, de la constatación de que últimamente hemos vivido una época excepcional en la historia latinoamericana: nunca la democracia había predominado en tantos países ni por un tiempo tan largo como durante estos últimos 35 años. En 1975 apenas cuatro de las 20 naciones latinoamericanas podían catalogarse como democracias: Colombia, Venezuela, Costa Rica y República Dominicana. Hoy, por el contrario, lo hace la gran mayoría de ellas, con Cuba como notable excepción y países como Venezuela y Haití que se debaten entre la tiranía y la anarquía. Los golpes de Estado se han convertido en fenómenos inusuales, lo que no deja de ser sorprendente en una región que desde su independencia experimentó más de 360 golpes exitosos y un sinfín de intentonas fracasadas.
Esta evolución ha provocado un cambio mayor en el escenario político latinoamericano que, junto con otros factores, puede terminar destruyendo las conquistas democráticas recientes. Los principales conflictos políticos se han desplazado de una lucha entre democracia y dictadura a una lucha dentro de la democracia, entre dos concepciones radicalmente distintas de la misma. Una, de raigambre liberal, basada en la libertad individual y la limitación del poder, y otra, de corte autoritario, basada en la subordinación del individuo a un poder político que tiende a crecer ilimitadamente.
Esta concepción autoritaria de la democracia tiene una larga historia en América Latina. Su arquetipo no es otro que el régimen implantado en Argentina por Juan Perón el año 1946. Este discípulo de Mussolini se transformó, a su vez, en la gran fuente de inspiración de quien lo superaría con creces en el arte de desquiciar una sociedad y conculcar su libertad valiéndose de sus victorias electorales: Hugo Chávez. Con él, y gracias a la inmensa riqueza petrolera de Venezuela, la concepción anti liberal de la democracia se transformó en un modelo que muchos otros tratarían de imitar en la región. Hoy, la idea de la democracia refundacional y plebiscitaria encuentra ecos incluso en países como Chile, que parecían inmunes a este tipo de ideas.
Al mismo tiempo, el golpismo tradicional o cambio refundacional mediante el uso de la fuerza ha sido reemplazado por una especie de “golpismo democrático” consistente en la creación de nuevas constituciones mediante asambleas constituyentes y plebiscitos que permiten concentrar el poder y arrasar a las minorías. Ello tampoco es nuevo en América Latina, donde, desde inicios del siglo XIX, se han dictado más de 250 cartas constitucionales.
Esta tendencia refundacional y autoritaria es uno de los aspectos que explica la fragilidad de las democracias latinoamericanas al que debemos sumarle la debilidad institucional que ha sido característica de la región. Tenemos por cierto excepciones, como Uruguay, Chile y Costa Rica, pero, en general, han sido la corrupción, las mafias y el poder personal de los caudillos lo que ha caracterizado nuestro desarrollo institucional. Se puede decir, generalizando, que el Estado latinoamericano nunca ha dejado de pertenecer a ese tipo de Estado que Max Weber denominó “Estado patrimonial” y que Octavio Paz, de manera mucho más sugestiva, llamó “ogro filantrópico”, definiéndolo como un régimen donde los gobernantes “consideran el Estado como su patrimonio personal”.
En suma, salvo excepciones, las instituciones latinoamericanas no han sido de carácter impersonal, profesional y probo, sino propiedad de caudillos y patrones que las han usado para su provecho y el de sus amigos y subordinados. Por ello es que nuestras democracias tienden, de manera natural, a acercarse a aquel tipo que Max Weber definió como Führerdemokratie o “democracia de caudillo”, especialmente bajo la forma de “democracia plebiscitaria de caudillo”, donde un líder carismático compra el favor y fervor popular distribuyendo pan y circo.
Si a este panorama le sumamos la tradicional colusión entre poder político y económico, el creciente desprestigio del conjunto de las élites dirigentes, la presencia devastadora del narcotráfico, las dificultades económicas relacionadas con la caída de los precios de muchas exportaciones y el incremento consecuente de la pobreza (que aumenta con 11 millones de personas entre 2013 y 2015 según el último informe de la Cepal), tenemos un conjunto de factores que hacen realmente preocupante el futuro de la democracia en nuestra región.
El encuentro de Estoril fue un recordatorio de nuestro deber constante de luchar por una democracia basada en la libertad, pero también de las dificultades que la acosan en esta época crecientemente antiliberal. Muchos participantes apuntaron, aludiendo al caso del Brexit y al auge del nacionalismo europeo así como al surgimiento de figuras como Donald Trump y Bernie Sanders, que es necesario considerar seriamente el impacto de la globalización en muchos sectores de la población que se sienten o realmente son sus perdedores. Es importante en este contexto no levantar un discurso utópico acerca de la globalización, como si no tuviera costos ni problemas, y lo mismo debe decirse sobre la libertad.
Para muchos, el cambio constante que es el fruto esencial de la libertad puede ser una amenaza difícil de soportar, así como lo es un mundo abierto con su enorme diversidad. La búsqueda de protección frente al cambio y sus incertidumbres es la fuerza motriz de los hechos preocupantes que se han producido últimamente. Pero debemos entender que esos hechos no son sino el síntoma de una inquietud profunda frente a las enormes transformaciones que estamos vivenciando y que las respuestas populistas o nacionalistas no son sino respuestas simples y destructivas ante preguntas complejas a las que pocos son hoy capaces de dar respuestas convincentes. Ese es, para los amigos de la libertad y la sociedad abierta, el gran desafío de nuestro tiempo.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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