Festival de la corrección política
El festival de Viña del Mar 2020 llega a su fin. Probablemente será recordado por la destrucción, incendios de vehículos y caos que se gestó en la ciudad jardín, pero también por el grado de corrección política que afectó a los artistas. No pasó desapercibido que el humor estuvo cargado en hacer una presentación que no saliese de los márgenes de reivindicar cuanta consigna y guiño a las marchas, con la primera línea incluida. Desde Stefan Kramer y el “Flaco” hasta el pusilánime Ernesto “Che copete” Belloni, quien fuera niño símbolo de decir lo políticamente correcto, aunque no creyese una palabra de ello en su fuero interno.
El temor a ser repudiado por lo que otros piensen, la “tiranía de la opinión” de la cual señaló John Stuart Mill hace buen tiempo atrás, que impide el desarrollo de las personalidades espontáneas y sofoca el desenvolvimiento, obligando a moldearse bajo los patrones definidos por “la mayoría”. Aquello se dio cita en el festival de Viña del Mar y es que no había posibilidad de contrariar, de lo contrario el unísono de las pifias harían su trabajo, poniendo en peligro el show.
En el festival de Viña del Mar no había posibilidad de contrariar, de lo contrario el unísono de las pifias harían su trabajo, poniendo en peligro el show.
Por eso todos tomaron partido a favor, porque la tiranía de la opinión al más puro estilo de Gramsci arguye en su clásico “odio a los indiferentes”, apuntando sus dardos al sostener “Creo que vivir significa tomar partido. No pueden existir quienes sean solamente hombres… la indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes”. De allí, entonces, que nadie pudiese guardar silencio ni dar un paso en falso.
Este fenómeno es nocivo para la sociedad en general y hoy se expresa a través de solo utilizar conceptos y denominaciones que la mayoría define previamente.
Con estrecho margen, ya nadie puede cuestionar “desigualdad”, “estallido social” o “hasta que la dignidad se haga costumbre”. A esto se refería Sir Roger Scruton en su libro “Locos, impostores y agitadores” al señalar “la neolengua reconfigura el paisaje político y establece distinciones desconocidas, creando la impresión de que, al igual que la descripción que hace un anatomista del cuerpo humano, revela elementos ocultos de los que cuelgan elementos superficiales. De este modo, la neolengua hace que las realidades por las cuales vivimos sean descartadas como ilusiones”.
Así las cosas, es el discurso público el que termina por ser contaminado, permeado y vigilado por policías del pensamiento, que a la vieja usanza que describía Orwell, buscan reprimir un uso del lenguaje distinto del permitido por algunos.
La sociedad en la que vivimos es compleja, plural, abierta y diversa. Ante ella no caben reduccionismos ni restricciones, como las ya mencionadas, a la libertad de expresión. Una sociedad cada día más distinta, a lo que debe aspirar es a aproximarse a la mayor libertad posible en sus expresiones y no a la censura político-social en el debate público. Cada ejercicio con el fin de aplastar la opinión dispar, acaba por hundir la belleza de lo variopinta que puede ser la disparidad de opiniones, reflexiones, puntos y contrapuntos. Los únicos perjudicados son quienes habitan una sociedad cada día más homogénea y singular, pero no por su propio ánimo, sino que por el séquito de intolerantes que esparce su verdad revelada sin contemplación alguna. Esos que controlaron “el festival de los festivales”.
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