El vuelo de Ícaro y la tragedia del marxismo
La historia de Marx y el marxismo es la historia de una tragedia sin paralelos: en vez de la prometida emancipación total del ser humano, surgió el totalitarismo. En El joven Karl Marx y la utopía comunista, estudio la mutación del gran sistema filosófico de Hegel, en el que se formó el joven Marx, en aquella filosofía de la revolución que pronto remecería al mundo moderno en sus cimientos. Se trata de una transformación que convierte un sistema conservador y antiutópico en una ideología radicalmente revolucionaria y utópica.
El propósito de mi libro más reciente, El joven Karl Marx y la utopía comunista (Debate, 2019), es comprender la génesis y el atractivo de las ideas de quien se convertiría en el pensador revolucionario más influyente de los tiempos modernos. Ya en su juventud, cuando apenas contaba con poco más de 25 años, Marx construyó un poderoso sistema de pensamiento —una verdadera religión atea— que hizo confluir las antiguas expectativas mesiánicas de la tradición occidental con los grandes problemas y ansiedades de la nueva sociedad industrial, capitalista y moderna que despuntaba en su época. Su voz fue la de un profeta y su deslumbrante promesa acerca de la necesaria instauración de un reino celestial en la Tierra fue irresistible para muchos. Tanto sus grandes éxitos como sus abrumadores fracasos han marcado de manera indeleble el mundo contemporáneo. La historia de Marx y el marxismo es la historia de una tragedia sin paralelos: en vez de la prometida emancipación total del ser humano, surgió el totalitarismo.
El libro estudia, paso a paso, la mutación del gran sistema filosófico de Hegel, en el que se formó el joven Marx, en aquella filosofía de la revolución que pronto remecería al mundo moderno en sus cimientos. Se trata de una transformación que convierte un sistema conservador y antiutópico en una ideología radicalmente revolucionaria y utópica. Pero a pesar de esta diferencia fundamental, existe un sustrato común de importancia decisiva, un tipo de preguntas y una búsqueda que unen intelectualmente al destacado profesor de Berlín con el gran revolucionario de la modernidad. Se trata, en el fondo, de una forma de ver la historia de la humanidad como una larga marcha hacia la plenitud absoluta, hacia la perfección y la reconciliación final del hombre consigo mismo y con su especie.
Esta visión responde al más sentido y universal de los sueños del ser humano: el deseo de superar la contingencia de la vida terrenal, la pequeñez y las limitaciones de nuestras vidas, los sufrimientos y carencias de una existencia que parece darse solo para enfrentarnos al vacío o al misterio de la muerte. Este deseo del hombre de trascenderse o superarse a sí mismo —ya sea renaciendo como otro ser, distinto y superior a lo que siempre ha sido, o haciéndose uno con el universo o el Creador— lo ha acompañado como si fuese la larga sombra de su corta existencia. Es allí, en ese núcleo de aspiraciones, deseos y preguntas metafísicas, que el marxismo se instaura con sus promesas de una renovación radical del mundo existente y el nacimiento del hombre nuevo.
Nada novedoso bajo el sol, podríamos entonces decir. Pero no es así. La modernidad replantea las premisas mismas de nuestra eterna búsqueda existencial de “otra vida” y “otro mundo”. El “más allá” tiende a convertirse en un “más acá”, en un aquí y un ahora deslumbrantes, y el hombre se engrandece en la medida en que el más allá se empequeñece, hasta llegar a creer que puede recrear su naturaleza y construir un mundo de absoluta perfección y armonía. Es la hybris del hombre moderno, su autoendiosamiento, su salto al vació de la utopía. Así se inicia aquel viaje en el que el hombre moderno, tal como Ícaro en el relato mitológico, intenta alcanzar el sol pero termina en el fondo del frío mar del totalitarismo con algo más que sus alas chamuscadas. En su delirio dejó de escuchar aquel memento mori (“recuerda que vas a morir”) que en la vieja Roma advertía a los guerreros victoriosos que, a pesar de sus conquistas y laureles, seguían siendo mortales, es decir, humanos.
El dilema de la modernidad será lograr un balance entre la liberación de aquellas ataduras que se volvieron cada vez más obsoletas e inaceptables y la amenazante soberbia de creer en una existencia sin límites y pensar al ser humano como si fuese un Dios con figura humana.
Estamos en presencia de una transformación decisiva de la creencia religiosa —que limita al hombre en su autoestima y ambición terrenal afirmando que el reino celestial de la perfección “no es de este mundo”— en una verdadera religión de las ideas, una religión atea que abre un horizonte ilimitado a lo que el hombre cree poder lograr sobre la Tierra. Se trata indudablemente de una liberación respecto del pasado, pero de una liberación que invita a la soberbia. El dilema de la modernidad será lograr un balance entre la liberación de aquellas ataduras que se volvieron cada vez más obsoletas e inaceptables y la amenazante soberbia de creer en una existencia sin límites y pensar al ser humano como si fuese un Dios con figura humana. Por ello, el consejo más vital para el hombre moderno, aquel del que depende su supervivencia, es el que el ingenioso Dédalo (según las Metamorfosis de Ovidio) le dio, sin éxito, a su hijo Ícaro: “Recuerda que no debes volar demasiado bajo ni demasiado alto. Si vuelas demasiado bajo, la espuma del mar mojará las alas y las volverá demasiado pesadas. Si vuelas demasiado alto, el calor del sol derretirá la cera y tus alas se despedazarán. Entre lo uno y lo otro vuela.”
Hegel quiso mantener el vuelo del hombre moderno por un camino intermedio entre el sometimiento esclavizante a la tradición y la desmesura del racionalismo, atándolo con fuertes cadenas a su historia y a su ser. Ese es el sentido fundamental de su idea de que el fin de la aventura dialéctica —“el fin de la Historia”— ya se había alcanzado y que, por ello, en lo esencial, nada había que cambiar, sino solo reorganizar, darle una forma más racional a la razón ya manifestada en la historia. Hegel había sacado una lección fundamental de la experiencia reciente de la Revolución Francesa: la virtud se transforma en maldad cuando se arropa con las vestimentas de la razón sin límites y la “libertad absoluta” no es más que la antesala del terror. Con ello, Hegel estaba, sin saberlo, anunciando la suerte de aquel sistema de pensamiento que, brotando del suyo y tratando de responder a sus mismas preguntas, olvidaría todo límite, llevándonos no solo al terror ocasional de un Robespierre, sino a algo mucho peor, a un sistema completo basado en el terror y en la eliminación del individuo como tal: el totalitarismo.
La reconciliación hegeliana tenía la forma de una sociedad total orgánica y diferenciada, donde el individuo se hacía parte del colectivo y sometía su libertad al mismo, pero sin dejar de ser una parte diferente de las otras y miembro de una sociedad civil heterogénea. Marx cortará el nudo gordiano de Hegel con un golpe de su espada mesiánica. Para Marx, la solución de Hegel es una idealización de un estado de cosas inaceptable. Desde su punto de vista, usando una frase clásica, la gran montaña hegeliana había parido un mísero ratón. Su respuesta fue la radicalización de la búsqueda hegeliana del fin de la Historia, orientándola hacia un futuro aún por realizar y en el cual toda diferencia entre individuo y especie sería, de hecho, abolida. Surge así la idea de una sociedad total o totalitaria, y con la misma se abren las puertas para un vuelo hacia el sol de la utopía de cuyos resultados estamos hoy ya plenamente informados.
* Texto basado en el prólogo y las palabras finales del libro El joven Karl Marx y la utopía comunista (Debate 2019)
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