Héroes y villanos: no nos olvidemos
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Fundación para el Progreso, mayo 2020Dice la máxima que “querer es poder”, pero lamentablemente, para quienes se dedican a estudiar la realidad como es y no como debiera ser (como los economistas), esta sentencia no se aplica en el mundo real de la economía con escasez y su intersección con las leyes. De hecho, muchas veces ocurre la situación contraria y el trabajo del economista cumple una función negativa, es decir, debe poner limites en las utopías y enseñar que muchas veces querer no implica necesariamente poder y que, por tanto, perseguir ideales normativos y éticos puede terminar generando consecuencias no deseadas mucho peores que el tan ansiado ideal. El caso de Cencosud y sus repercusiones en la Ley de Protección del Empleo es paradigmático de las consecuencias no deseadas del idealismo y voluntarismo en la política y es una clara muestra de lo que sucede cuando se desestiman los reales incentivos de los agentes y los costos asociados.
Nuevamente en Chile, la “medicina política” podrá terminar siendo un mal mayor que la enfermedad original.
Cencosud tomó la decisión, a través de sus accionistas, de repartir utilidades a los mismos por un monto superior al “mínimo legal” del 30%. Al mismo tiempo, una de sus filiales —que no repartió utilidades— había anunciado que se acogería a la Ley de Protección del Empleo. Lo anterior causó una reacción de malestar en el gobierno, un rasgamiento de vestiduras en el Congreso y en varios opinólogos de fin de semana. Ante esto, el gobierno propuso una normativa legal que busca limitar el ejercicio del derecho de propiedad sobre las utilidades, restringiéndolo a un 30%, con el objetivo de evitar posibles conflictos morales y éticos como los de Cencosud. No obstante, la Cámara de Diputados —mostrando un nivel de voluntarismo rampante— modificó dicha iniciativa prohibiendo los pagos de utilidades en forma absoluta.
Este último ejercicio de voluntarismo legislativo es una evidencia adicional que muestra cuánto el país se ha alejado del debate serio y racional y hasta qué punto se ha empobrecido y simplificado las discusión pública y legislativa. Este caso nos recuerda que llevamos casi una década —al menos desde la reforma educacional— mostrando niveles insospechados de simplismo y voluntarismo en el debate público más elemental, en donde se intentan promover leyes y políticas públicas que anteponen la voluntad y las buenas intenciones por sobre la razón y la evidencia. No es de extrañar entonces que después nos encontremos en el mediano plazo con que hay que reformar la reforma educacional, reformar la reforma tributaria y reformar las reformas medioambientales, poniendo así un sinfín de parches legislativos para poder enmendar todas aquellas políticas públicas que se establecieron bajo el mantra de “querer es poder”, o, como se le conoce hoy en ciertos sectores, “con todo sino pa’ que”.
Esta forma infantil de legislar, que antepone la voluntad y el buenismo moralizante por sobre la evidencia y la razón, no es nueva en Chile, sino más bien pareciera ser es una práctica que se ha enraizado en nuestra forma de hacer política. Esto ha empobrecido aun más el debate público, quitándole profundidad e impacto positivo. Durante años, las discusiones nacionales cruciales se han basado sólo en seguir las buenas intenciones de las marchas y en visiones románticas de cómo quisiéramos que fuese la realidad, en vez de poner atención a lo elemental: 1) que elegir en busca de un ideal siempre significa perder algo y, por ende, éste posee costos de oportunidad que merecen ser sincerados y 2) que todas las personas y las empresas responden a los incentivos exhibidos en las leyes y, por tanto, éstas pueden crear consecuencias no deseadas.
A examinar de los argumentos morales y estéticos que han sido expuestos para condenar las practicas del supermercadista —argumentos válidos en sí mismos—, nos damos cuenta de que éstos no son buenos insumos racionales y fácticos a la hora de legislar; ya que el problema de legislar con la moral, la estética y la voluntad es que la razón se nubla y se comienzan a desconocer los costos y los efectos reales que tendrían dichas leyes. Legislar con una visión normativa e idealista acerca de cómo el mundo debiera ser, a cualquier costo, puede sonar bien en Plaza Italia, pero es una receta para el desastre en la política pública —si no, preguntemos a los norteamericanos cuáles fueron las consecuencias no deseadas y los costos pagados por sus cruzadas moralizantes contra el alcohol en los años 20’ y contra las drogas en los años 70’.
Debemos reconocer que una normativa que establece restricciones y altos costos relativos (renunciar a las utilidades) para poder acceder al programa de protección del empleo sólo conseguirá que un número menor de empresas se acoja al mismo. En otras palabras, aumentará el costo relativo de dicho programa, haciendo que sea significativamente menos atractivo (más costoso) para las empresas y, al mismo tiempo, hará más atractivas (menos costosas) opciones tales como los despidos. El simplismo legislativo, del cual somos otra vez presa, propone entonces fuertes restricciones que desincentivan acceder al programa de protección, haciendo más atractivas otras opciones como desvincular trabajadores. El ministro de Hacienda ha reconocido que eliminar totalmente el pago de dividendos puede traer consecuencias no deseadas, ya que, al cambiar el costo de las opciones, ahora las empresas podrían ver como más prudente el camino de los despidos en lugar de la suspensión de contratos.
Al no reconocer los incentivos y las consecuencias no deseadas, más que una ley de protección del empleo, la última versión se transformó en una ley que desincentiva la protección del mismo en la mayoría de las sociedades anónimas y probablemente terminará siendo incluso una ley que quizás hasta promueva el desempleo. Es así como el voluntarismo en la política nacional termina afectando a todas las sociedades anónimas, a los inversionistas y —más problemático aún— a los trabajadores que necesitan proteger sus empleos hoy más que nunca.
Nuevamente en Chile, la “medicina política” podrá terminar siendo un mal mayor que la enfermedad original, creando consecuencias no deseadas y costos sociales que pagarán, como siempre, los más necesitados. Si queremos enmendar el rumbo de la política y recuperar la brújula del desarrollo, debemos dejar de simplificar y empobrecer el debate público con discursos moralizantes y voluntaristas, rescatando en su lugar la evidencia de lo que funciona y poniendo especial énfasis en los costos reales asociados a visiones románticas de la realidad. Pareciera que el economista Thomas Sowell tenía razón cuando declaró que “la primera lección de la economía es la escasez. Nunca hay suficientes cantidades de nada para poder satisfacer completamente todas las necesidades. La primera lección de política es ignorar la primera lección de economía”.
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Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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