Héroes y villanos: no nos olvidemos
Se cumplieron 5 años desde el fallido golpe de Estado al presidente Piñera. Cuando estamos ad portas de una elección, […]
Fundación para el Progreso (FPP) - Octubre 2019En este artículo, Rafael Rincón-Urdaneta Z., director de Estrategia y Asuntos Globales de FPP, expone cinco de los fenómenos característicos del terrorismo, en particular del islámico. Alternando con vivencias y casos reales, explica por qué los terroristas son capaces de producir efectos tan duraderos y desproporcionados. ¿Cómo es que tan pocos pueden impactar tanto a tan bajo costo? Este análisis se divide en cuatro partes: Solo 19; Tan pocos y tan poderosos; Entendiendo el poder del terrorismo; Nota final.
Eran casi las 9:03 de la mañana[1] cuando el vuelo 175 de United Airlines embistió la Torre Sur del World Trade Center (WTC) de Nueva York. Marwan al-Shehhi, un emiratí de 23 años que había obtenido una licencia de piloto meses antes, lideraba el grupo de secuestradores a cargo del segundo avión que impactó las Torres Gemelas, el que todo el mundo vio en directo. A las 8:46, Mohammed Atta, el cabecilla egipcio de la operación, ya había estrellado el vuelo 11 de American Airlines contra la Torre Norte, exactamente de la misma manera: convirtiendo en misil la aeronave comercial, con todos sus tripulantes y pasajeros a bordo.
Varios de mis compañeros y yo, incluido el oficial de seguridad a cargo, nos encontrábamos agolpados frente al televisor, en la oficina de emergencias del campo petrolero donde trabajaba. La imagen, que luego repetirían mil veces, era tan terrible y dolorosa como confusa, pues no había referencia en nuestras memorias de nada que nos permitiera entender con claridad lo que estaba ocurriendo. Era como ver una película taquillera de acción cuya escena más tremenda estuviese siendo filmada sin efectos especiales.
Las malas noticias siguieron: el vuelo 77 de American Airlines también alcanzó su objetivo, el Pentágono, mientras el número 93 de United Airlines cayó en un campo abierto cerca de Shanksville, Pensilvania, luego de que pasajeros y tripulantes enfrentaran al comando terrorista. Los hoy héroes póstumos frustraron la colisión contra el Capitolio de los Estados Unidos, en Washington D.C.
Impactados y con las manos en la cabeza, ese 11 de septiembre de hace 18 años, presenciamos en vivo el ataque terrorista más global, icónico y horriblemente espectacular de la historia. Y así, apenas 19 hombres jóvenes que creyeron emprender su viaje al Paraíso matando infieles al grito de Allahu akbar![2], marcaron un hito en la historia difícil de igualar, uno de esos que te permite recordar fotográficamente dónde estabas, con quién estabas y qué hacías ese día.
El día anterior había contactado a Mouloud, mi nuevo profesor de árabe. Fue el casual inicio de una, hasta hoy, fascinante inmersión en el estudio de la lengua y del islam. Pero era muy difícil que la inquietud intelectual y cultural no condujeran, vistos los acontecimientos, a ahondar en el terrorismo, en el islámico en particular, y en la mentalidad de los terroristas. Y tratándose de la fe de más o menos un 24% de la humanidad, había que entender por qué en nombre de ella, siendo la mayoría de sus creyentes gentes pacíficas, se han cometido las barbaridades más retorcidas.
Algunas preguntas inevitables en esta travesía, y tan importantes como las motivaciones y el uso político de la religión, tienen que ver con el impacto que pueden producir los terroristas con recursos relativamente pequeños. Por ejemplo, aún sabiendo de sus apoyos operativos y financieros, aún sabiendo de Osama bin Laden, el hijo de un acaudalado hombre de negocios, ¿cómo consiguen 19 hombres imprimir en nuestras memorias, de forma indeleble, su proeza criminal? ¿Cómo logran un efecto tan duradero, tan cruelmente memorable? Cualesquiera sean sus causas, y considerando lo diminutos que son si se les compara con estados y grandes ejércitos, ¿cómo pueden los terroristas desafiar gobiernos, amedrentarnos a millones e incluso cambiar nuestras formas de vida?
Moisés Naím, en su libro El fin del poder, dice que «los terroristas, insurgentes, piratas, guerrilleros y delincuentes no son nada nuevo. Pero, para adaptar una conocida frase de Churchill, en el terreno del conflicto humano, nunca tan pocos tuvieron la posibilidad de hacer tanto daño a tantos a un precio tan bajo».
Pensemos por un momento en esto: Las vidas humanas perdidas en los atentados del 11 de septiembre (11-S) no se pueden avaluar, así que eso sale del «cálculo». Es un daño sencillamente irreparable y de inconmensurable profundidad para los familiares de las víctimas y para la sociedad. Sin embargo, los daños materiales sí se pueden estimar. Un reciente artículo de CNN en Español titulado 18 años después de los ataques terroristas del 11 de septiembre: algunos datos que debes saber[3] entrega algunas cifras. Se calcula que planificar y ejecutar los ataques costó solo unos 500 mil dólares. En contraste, estas son solo algunas muestras del impacto económico:
En el mismo artículo se especifica que apenas el 30 de mayo de 2002 se terminó oficialmente la limpieza en la Zona Cero, que requirió 3,1 millones de horas de trabajo para retirar 1,8 millones de toneladas de escombros. El costo total ascendió a los 750 millones de dólares.
Debemos añadir, por ejemplo, que la Transportation Security Administration (TSA), que tan estrictamente nos controla en los EU.UU. a todos los pasajeros, fue creada el 19 de noviembre de 2001 en respuesta a la tragedia del 11-S y a las debilidades de seguridad que salieron a flote con el ataque terrorista. La lista es larga y tampoco computa el efecto del miedo permanente en la sociedad, el daño a las comunidades musulmanas —a personas que jamás se han involucrado o se involucrarían en violencia— y el cambio de muchos hábitos y prácticas cotidianas, hoy condicionadas por el temor.
Retomando las preguntas sobre el efecto imperecedero y el impacto desproporcionado del terrorismo, veamos cinco factores y características propias de la naturaleza de éste. Lo haremos en su variante islámica porque es una de las expresiones terroristas más conocidas, de alcance global y de mayor sofisticación política y operativa. Las presentaremos bajo los títulos a) Teatro de la muerte; b) Tecnología, comunicación estratégica y experiencias para el terror; c) No están locos; d) Islamismo y dawa y e) Amamos la muerte.
Fue un calurorísimo día de verano ibérico de 2018. Me embarqué en un tren rumbo a Toledo desde Madrid, saliendo de la capitalina estación de Atocha. Para amenizar el camino y mi estadía en la antigua ciudad, llevaba en mis manos un libro que había recibido el día anterior como regalo en el Real Instituto Elcano, uno de los más prestigiosos e influyentes think tanks de habla hispana. ¡Matadlos!, se titula, y lo escribió uno de los mayores expertos internacionales en terrorismo, Fernando Reinares. El libro, ilustrado en su tapa con las imágenes del salvaje ataque del 11 de marzo de 2004 en Madrid —precisamente el de Atocha— desvela quién estuvo detrás y por qué se golpeó en España. Se ven allí las fotografías de los trenes de cercanías destruidos, recordatorio documental de las casi 200 personas muertas y los más de 1800 heridos que dejó el mayor atentado de la historia del país.
Noté que mi vecino de asiento miraba el libro con extrañeza, de reojo, cuando llegó a mi móvil un mensaje de un amigo árabe oriundo de Jordania. Primero uno escrito y seguidamente otro de voz, ambos en árabe. Quería saludar y saber cómo iba mi viaje. Luego de responderle me percaté de que el estado de mi vecino ya no era de curiosidad o desconcierto, sino, cuando menos, de evidente incomodidad. Estaba nervioso. Y ahí entendí: salida de Atocha, libro ¡Matadlos! y mensajes en árabe vía móvil. Suficiente. Demasiado. No quiero imaginar lo que, en segundos, pasó por la cabeza del desconocido pasajero, que debía tener aún grabadas las escenas de la televisión, las voces de la radio y el horror por la proximidad del atentado que 14 años antes tuvo lugar en el mismo escenario. Para tranquilizarle y fingiendo absoluta normalidad —o quizás para evitar yo un interrogatorio como en las películas—, le saludé y me presenté con mi nombre completo. Le dije que venía de Chile, país poco sospechoso en estas circunstancias, y hablamos un poco en el camino. Al llegar nos despedimos cordialmente en la estación de destino, donde el hombre llegó, por supuesto, sano y salvo.
Este pequeño episodio, que puede parecer de comedia absurda, no es gracioso. Y bien podría pasar varias veces al día o a la semana entre los viajeros, sobre todo si el vecino en el tren es un «moro», forma a veces despectiva para referirse a los árabes o a los inmigrantes del norte de África —que no son realmente árabes—, de presencia muy extendida en España.
"Un rasgo característico del terrorismo —no solo del islámico— es la teatralidad y la maestría de sus perpetradores en el arte de controlar y manipular las mentes de miles o de millones."
Imaginen que Omar —llamémoslo como uno de los protagonistas de la serie española La víctima número 8— se levanta para ir al baño o abandona por un rato su mochila. Alerta… nervios de punta. Si el sospechoso no aparece en un par de minutos, notificación a los responsables de seguridad y quizás evacuación y tal. Pues ese temor, ese efecto perturbador que produce una determinada combinación de circunstancias que apelan a las peores memorias y referencias, es lo que busca y logra el terrorismo. Y para eso se requiere un diseño dramático de la violencia que magnifique el impacto.
Un rasgo característico del terrorismo —no solo del islámico— es la teatralidad y la maestría de sus perpetradores en el arte de controlar y manipular las mentes de miles o de millones. Y también de sacudir estructuras e instituciones políticas con el impacto psicológico en la población, los medios y el gobierno.
Es verdad que antes vimos números impresionantes —bastante excepcionales, por cierto— cuando nos referimos al 11-S, pero, en frío y en general, sin ánimo de minimizar su trágica marca cada vez que golpea, el terrorismo produce relativamente pocos daños materiales y un limitado número de víctimas, al menos en comparación con guerras, con la acción de la delincuencia y el crimen organizado o con las maldades de las tiranías. Incluso con enfermedades y accidentes de tránsito.
Entre las abundantes y buenas definiciones de terrorismo, la de Cindy Combs es útil aquí porque habla de la síntesis de guerra y teatro, una dramatización de la violencia perpetrada contra víctimas inocentes y escenificada ante una audiencia con la esperanza de producir miedo. Los terroristas —explica Harari en 21 lecciones para el siglo XXI—, no piensan como generales sino como productores de teatro. El miedo es la historia principal y la desproporcionada relación entre la fuerza real de los actores y el pavor que inspiran es brutal.
Además del hollywoodense ataque al WTC, con un número excepcionalmente alto de víctimas, y del 11-M de España, entre muchos otros, recordemos a Jihadi John, aquel hombre vestido de negro que apareció degollando en 2014 al periodista estadounidense James Wright Foley, secuestrado dos años antes y cuidadosamente puesto de rodillas con un overol color naranja. La escena está cargada de símbolos, partiendo por el mismo verdugo: ¿No es perturbador ver a un asesino emblemático del Estado Islámico (Daesh) hablando con nítido acento británico, como diciendo «estamos entre ustedes, malditos infieles»?
Como escenificación teatral del mal, nadie olvidará ninguno de estos capítulos del terrorismo.
La aparición de la imprenta, de la televisión, de la radio y de todo lo creado hasta la era de internet y las redes sociales han permitido a más y más personas obtener, compartir y difundir información y conocimiento. Y eso ha sido muy beneficioso para el progreso de la humanidad y para la libertad. Pero «los malos también juegan». Nunca han contado los terroristas con tantas herramientas tecnológicas, tan comunes, tan interconectadas y a tan bajo costo, para realizar el trabajo de inteligencia, para las operaciones y para sus montajes teatrales. Y nunca han podido comunicarse mejor, de manera instantánea y a escala global, para difundir sus mensajes y mostrar sus atrocidades.
Remitámonos a lo que hace poco, en marzo de 2019, hizo Brenton Tarrant, un australiano de 28 años que mató a más de cincuenta personas —añadamos los heridos— en Christchurch, Nueva Zelanda. Tarrant, una especie de supremacista blanco que odiaba a muerte a los musulmanes, atacó las mezquitas de Al Noor y Linwood portando una cámara en la cabeza que le permitió hacer un streaming de la masacre y de sus momentos previos. Los 17 minutos de producción audiovisual, simple y de bajísimo costo, recogen el momento en el que él llega a la mezquita de Al Noor y abre fuego indiscriminadamente contra los presentes en el lugar.
Si es tan impactante lo se puede hacer con tan pocos dispositivos y herramientas, imaginemos lo que se logra con un uso más metódico y especializado. Y además con un gran conocimiento de las comunicaciones, de las estrategias y de las audiencias. El Estado Islámico (Daesh)[4] es probablemente la expresión más avanzada de la sofisticación tecnológica y comunicacional, cuyo poder para hacer propaganda, captar, reclutar y amedrentarnos a todos masivamente ha quedado más que demostrado.
Javier Lesaca, uno de los expertos más dedicados a esta cuestión, es el autor del libro Armas de seducción masiva (2017). En él cuenta cómo Daesh ha sido un game changer en el campo del terrorismo y cómo funciona su maquinaria multimedia y transmedia, que es absolutamente profesional: videos muy bien filmados, documentales, radio, agencias de noticias, productoras audiovisuales y musicales, revistas online y/u offline (Dabiq en inglés, Dar al Islam en francés, Istok en ruso, Al Nabá en árabe, Konstantiniyye en turco, por ejemplo), community managers, aplicaciones, trabajados hashtags en Twitter, infografías perfectamente diseñadas, memes, reclutamiento de combatientes vía internet, etcétera. Todo para conquistar las mentes y los corazones de las personas, y particularmente de los millennials, algo que además requiere de un conocimiento excepcional de la política, la psicología, la sociedad global y la actualidad.
Si esto parece poco, la tecnología y la comunicación convergen además con vivencias únicas, experiencias tan increíbles como macabras que hacen sentir a los participantes del proyecto terrorista de Daesh como protagonistas de su propia película. Lesaca relata el caso de Amin, un niño de 12 años apodado «el Checheno».
Amin se encuentra con seis compañeros coetáneos frente a un edifico gubernamental de Al Raqa, Siria. Van a jugar, pero no cualquier juego. Están en plan de caza y sus futuras presas se encuentran en la instalación, escondidas. Amin y sus amigos cazadores han estado entrenando por días. Tienen cámaras GoPro sujetas al pecho para captar con realismo cada segundo del ejercicio. Luego lo subirán a redes sociales para compartir las sensaciones e imágenes con sus pares de todo el mundo. Como si fueran nuestros mejores momentos en Instagram o Facebook, en la playa, de vacaciones o haciendo deporte, Amin mostrará cómo caza y asesina rehenes, personas de carne y hueso.
Vuelan la puerta, desenfundan sus pistolas y buscan como depredadores a las víctimas esposadas. En el edificio también hay cámaras estáticas, que con las GoPro recrean algo así como Call of Duty. Amin logra herir a uno de los prisioneros, primero en el muslo derecho. El hombre se arrastra en medio de gritos de dolor. Letras digitales en la pantalla, como en los videojuegos, informan que se trata de un «soldado enemigo». Con las manos atadas a la espalda y herido, el hombre, un sirio desconocido, está condenado. Recibe otro disparo en el muslo izquierdo y la mira de la pistola se mueve ahora hacia su cabeza. Amin lo mata[5].
El resto de los niños sigue la cacería hasta terminar con los seis «soldados enemigos», mientras las distintas cámaras van inmortalizando en planos diferentes los sucesos.
Lo que hemos contado aquí es solo una pequeña muestra, pero seguramente suficiente para apreciar cómo estos «malos que también juegan» pueden, con poco, desafiar y descolocar a quienes les combaten. Y a todos nosotros.
No están «locos»
Allahu akbar! Allahu akbar! En acto reflejo miré a mi alrededor, en modo de alerta y un poco nervioso, buscando el origen de las jubilosas exclamaciones. Nunca se sabe... Allahu akbar! es lo último que suelen gritar, a todo pulmón, los terroristas islámicos segundos antes de hacerse saltar en pedazos o abrir fuego contra una multitud. Y antes de ir al jannah, al Paraíso.
Fue en Nueva York, el 13 de noviembre de 2015, hace unos cuatro años. Caminaba por la calle cuando, al pasar cerca de un carro de comida rápida árabe, me percaté del alboroto. Un par de clientes celebraba una noticia que salía del pequeño altavoz de un teléfono móvil. El hombre a cargo del negocio, también árabe, quizás sirio, los miraba de reojo, con incomodidad. Al menos uno de los comensales era egipcio, por el acento y la variante coloquial del árabe que usaba al hablar. Discretamente me detuve para escuchar mejor y saber el motivo de la algarabía... un ataque contra los kufaar —los infieles. Muchas víctimas ¡¿En Nueva York?!, pensé. No, muy lejos, al otro lado del Atlántico. En Francia.
Ese día, poco antes de la escena que describo, una serie de ataques coordinados había golpeado con sanguinaria furia varios puntos de París y Saint-Denis, unos suburbios al norte de la capital francesa. Primero, tres suicidas se hicieron estallar afuera del Stade de France, durante un partido de fútbol entre Alemania y Francia al que, por cierto, asistió el entonces presidente François Hollande. Luego hubo tiroteos en cafés y restaurantes, donde otros suicidas con explosivos también hicieron lo suyo. Para terminar, hombres armados irrumpieron en un concierto de Eagles of Death Metal, en la sala Bataclan, matando a tiros y tomando rehenes. Los terroristas, al final, fueron liquidados o se detonaron cuando entró la policía. Más de 130 muertos y de 400 heridos en total, entre franceses —la mayoría— y de otros orígenes.
Cualquiera de nosotros, al calor de la rabia y la indignación, y acaso deseando el más tortuoso e implacable castigo para los infames criminales, se preguntaría cómo es posible detener a estos «locos» o «fanáticos enfermos».
Lo primero necesario es comprender que el terrorismo no es juego de «locos» ni cosa de «enfermos», al menos no en el sentido que comúnmente damos a los términos.
James J. F. Forest[6], en su libro The Terrorism Lectures, tratando de componer una definición con los elementos comunes en varios estudios y autores, explica que el terrorismo es una combinación de estrategias y tácticas violentas en la que las víctimas (ciudadanos comunes, entre otros) constituyen un sub-elemento de un objetivo más amplio (el gobierno, por ejemplo). Estas estrategias y tácticas son usadas por individuos o grupos que buscan lograr ciertos propósitos, normalmente de naturaleza política, social, criminal, económica y/o religiosa. Los terroristas asumen que este método es la forma más efectiva de obtener el poder que necesitan para conseguir sus fines.[7]
Aunque sencilla, es una definición adecuada para destacar que el terrorismo tiene una racionalidad y que los terroristas, en consecuencia, no son exactamente candidatos a poblar los manicomios, sino personas que, en general y normalmente en pleno control de sus sentidos, ven en el terrorismo un método válido de lucha. Para ellos, de hecho, es el único posible y «legítimo».
Salgamos por un momento del terrorismo islámico. En la producción 22 July, dirigida por Paul Greengrass y disponible en Netflix[8], se ve cómo Anders Danielsen Lie, el actor que personifica a Anders Behring Breivik, pide a su abogado cambiar la estrategia de defensa y sostener que él no está loco. Quiere dejar claro que sabía muy bien lo que hacía y que tenía razones para, primero, provocar una explosión con un coche bomba en el entorno de la oficina del primer ministro Jens Stoltenberg y luego atacar a tiros un campamento de jóvenes en la isla de Utøya.
Esta es una historia verídica y tuvo lugar en 2011, para conmoción de los noruegos y del mundo entero. Anders Behring Breivik no solo planificó minuciosamente su atentado, que cobró la vida de 77 personas, sino que además publicó en internet un manifiesto de más de 1500 páginas con la justificación ideológica de sus acciones. El documento, firmado por él mismo con el pseudónimo Andrew Berwick, se titula 2083: A European Declaration of Independence[9]. En él se refiere al marxismo cultural, la corrección política y el multiculturalismo como los enemigos de Europa, y los que habrían permitido la «islamización» del continente.
Si bien hubo un gran debate sobre el estado mental del responsable de la masacre, finalmente se le declaró suficientemente bien de la cabeza como para afrontar el juicio y su posterior condena. El punto aquí —este podría ser solo un ejemplo entre tantos— es que los terroristas racionalizan su comportamiento y suelen justificarlo con una interpretación del pasado y del presente, e incluso con una visión del futuro. Todo acompañado de ideas que les guían y motivan. Tratarlos como simples «locos» es un error garrafal.
Forest, el autor que hemos citado párrafos atrás, identifica en su libro cuatro tipos primarios de ideologías terroristas que representan a la mayoría de los grupos. Propone clasificarlos así: etnonacionalistas/separatistas, de izquierda, de derecha y religiosos. Los atentados del 13 de noviembre de 2015 en Francia, referidos en la parte anterior, entran en la última tipología. El de Breivik —y el de Tarrant, que también publicó un manifiesto en internet— sería una expresión terrorista de extrema derecha, de una que ha construido su discurso y su identidad como si se tratara de cruzados del siglo XXI enfrentando la islamización de las sociedades occidentales.
En el caso del terrorismo islámico es muy importante el islamismo o islam político. Como explica Ayaan Hirsi Ali en The Challenge of Dawa: Political Islam as Ideology and Movement and How to Counter It , el islam político no es solo una religión como muchos occidentales entienden el concepto de religión, como una fe, sino también una ideología política, un orden legal. Y, en muchos sentidos, es además una doctrina militar asociada a las campañas del Profeta Muhammad. El islam político no distingue entre religión y política, entre mezquita y estado[10]. Rechaza el estado moderno en favor del califato e implica un orden incompatible con la democracia liberal. Dejando aparte las corrientes y casos específicos, los terroristas islámicos, en general, están movidos ideológicamente y tienen en sus cabezas una sociedad deseada. Para Daesh es el califato.
Así, ¿quiénes eran o son Osama bin Laden, Ayman al-Zawahiri, Abu Musab al-Zarqawi y Abu Musab al-Suri? Terroristas, estrategas y líderes, pero también ideólogos y/o con una intensa formación ideológica. ¿Qué movió a Mohammed Atta, Ziad Jarrah, Hani Hanjour, Marwan al-Shehhi y a 15 hombres más a secuestrar cuatro aviones para irse al Paraíso como mártires el 11-S, matando a tantos inocentes? Fue no tanto —o no solo— la fe como si la ideología ¿Por qué Islam Yaken, un acomodado joven egipcio, cosmopolita y aficionado del Fitness —el «yihadista hipster»—, se unió a Daesh hasta morir en una operación suicida en Kobane, Siria? El ideal del califato.
Otro concepto relevante es el de dawa[11], que tiene una acepción en principio benigna, pues sería la acción de predicar el islam, de invitar a la gente a entenderlo, a profesar la fe, a hacer la oración. A vivir la vida islámica. De hecho, dawa significa literalmente «emisión de una citación» o «hacer una invitación». Sin embargo, el islam político comprende los métodos de los islamistas para ganar adherentes e involucrados en campañas para imponer la sharia en la sociedad. Para esto hay propaganda, fondos, escuelas, instituciones disfrazadas de iniciativas culturales o de beneficencia, etcétera.
Para comprender cómo lucen las consecuencias del islamismo y la dawa, veamos dos ejemplos que datan de los años 2013 y 2014, uno en East London, Reino Unido, y otro en Wuppertal, Alemania. Ambos tienen en común la pretensión de un grupo de radicales de establecer zonas de sharia, o ley islámica, incluso patrulladas. ¿Sus principales víctimas? No solo británicos o alemanes, sino también musulmanes locales, a quienes acosan y amedrentan. Los radicales caminan por las calles y pasan por ciertos lugares como pubs o discotecas. Sus blancos preferidos son personas ingiriendo alcohol, parejas tomadas de la mano o gente vestida de forma, a su juicio, inadecuada. También gays.
¿Qué más comparten estos dos ejemplos? En ambos figuran de manera emblemática conversos occidentales. Uno es un joven británico que se hace llamar Jamaal Uddin, pero su nombre real es Jordan Horner, que incluso declaró sobre lo fácil que es convertir y reclutar extremistas en prisión, según consignó The Telegraph. El otro es Sven Lau, un joven alemán proveniente de una familia católica. Hoy está en prisión. Entre otras cosas, se involucró en el reclutamiento de islamistas para pelear en Siria, con un grupo cuyos vínculos llevan al Estado Islámico y a Al-Qaeda. Asimismo, envió dinero y equipos de visión nocturna a terroristas.
Esto es parte de la yihad.
Como último punto, es importante entender que buena parte del poder del terrorismo está en la decidida actitud de sus perpetradores, no solo para matar, sino también para matarse, lo que los hace aún más temibles.
Tomemos el relato verídico de Maajid Nawaz en Radical, cuando Said Nur, un joven yihadista de South London, amenazó a un grupo de estudiantes africanos en Newham College: «Amamos la muerte más de lo que ustedes aman la vida. Vengan todos, vengan y prueben el sabor de la muerte si se atreven».
Hemos escuchado sobre la promesa de ir al Paraíso, pero esto no es tan simple como las vírgenes que no duermen, no salen embarazadas, no menstrúan, no escupen, no se suenan la nariz ni se enferman. Hirsi Ali en su libro Heretic (Hereje), donde propone algo tan desafiante como una reforma al islam, plantea cinco puntos que considera claves:
El segundo punto responde a la cuestión de por qué una persona está tan dispuesta a entregar su vida en un acto de martirio. En el islam es muy poderoso el foco en la vida después de la muerte. La terrenal —dunya— es solo una prueba. Se puede ganar un estatus en el Paraíso con grandes acciones... o ir al infierno. Así, es después de la muerte cuando empieza la verdadera vida. El Corán, en su sura 57 (El Hierro), dice «¡Sabed que la vida de acá es un juego, distracción y ornato (…) En la otra vida habrá castigo severo y perdón y satisfacción de Dios, mientras que la vida de acá no es más que falaz disfrute» (57:20).
Esto permite interpretar mejor el comunicado de los propagandistas de Daesh respecto de los atentados del 13 de noviembre, donde se refiere a los atacantes como «un grupo divorciado de la vida en la Tierra [que] avanzó hacia el enemigo, buscando la muerte en el sendero de Alá, socorriendo a su religión, a su Profeta y a sus aliados y queriendo humillar a sus enemigos».
En las organizaciones terroristas hay personas dedicadas al financiamiento y recaudación, la logística, la inteligencia, la propaganda, etcétera. Pero quien va al martirio es afortunado al poder dar su vida con la más fuerte ilusión de entrar al Paraíso y enorgullecer a hasta a su familia. Como explica Ayaan Hirsi Ali, la psicología del suicida es compleja. Los clérigos musulmanes prefieren el término martirio porque el suicidio es para aquellos sin esperanzas. Los mártires viven vidas «exitosas», pero noblemente eligen sacrificarlas por un bien mucho mayor (Heretic, Loc 1546). Por eso un signo claro de este honor es que las madres de los mártires llegan a enorgullecerse enormemente de lo que han hecho sus hijos.
El poder del terrorismo —y en este caso del islámico— es sorprendente y una buena muestra de cómo, especialmente en estos tiempos, tan pocos pueden hacer tanto daño por un precio tan pequeño.
Entender el terrorismo como la dramatización de la violencia y como un teatro de horror ayuda a entender que gran parte de su éxito depende de cómo se pone en escena el espectáculo de muerte. Y que lo que sentimos es la consecuencia de vernos vulnerables, como posibles víctimas, aunque no seamos parte de un ejército o no nos consideremos involucrados en ningún conflicto.
Con respecto a la tecnología y las comunicaciones, los terroristas, unos más que otros, pueden llegar a ser verdaderos profesionales y eso nos lleva a preguntarnos si los estados están preparados para contrarrestar con eficacia a grupos que les están desafiando en el campo del acceso a la tecnología y de las narrativas[14].
La racionalidad del terrorismo es otro punto importante porque un fuerte del este es la estrategia y la conciencia plena de lo que se está haciendo. Es un factor que llama a no subestimar a los terroristas ni a tratarlos como «locos» o «enfermos», cualesquiera sean sus causas.
Que el terrorismo tenga un ingrediente ideológico de tanta potencia sugiere que combatirlo por medios militares es insuficiente. Una porción decisiva del desafío es hacer frente a la penetración ideológica y al adoctrinamiento como precursores de la yihad.
La idea del martirio como fuerza extra del terrorismo islámico reafirma el desafío ideológico en jóvenes, el primer objetivo de la propaganda y el reclutamiento.
El terrorismo seguirá marcándonos por largo tiempo, o al menos no es previsible que desaparezca mientras ciertos grupos, de naturalezas distintas, lo vean como un método para lograr sus fines. Las ideas descritas son también ámbitos desafiantes para la democracia, para los musulmanes de bien… y para todos los que estamos en la mira.
.
[1] Exactamente eran las 9:02:59 en la hora local
[2] Esta expresión de fe en el islam, el takbir (تكبير), que en árabe se escribe الله أكبر, traduce literalmente «¡Dios es más grande!». A veces aparece llevada al español como «¡Dios es grande!» o «¡Dios es el más grande!». En ocasiones se reemplaza «Dios» por «Allah» o «Alá».
[3] https://cnnespanol.cnn.com/2019/09/10/18-anos-despues-de-los-ataques-terroristas-del-11-de-septiembre-algunos-datos-que-debes-saber/
[4] En árabe الدولة الإسلامية, que se lee ad-Dawlah al-Islāmiyah. Daesh viene de الدولة الإسلامية في العراق والشام (ad-Dawlah al-Islāmiyah fī 'l-ʿIrāq wa-sh-Shām), donde se añade la referencia a Iraq y el Levante.
[5] p. 232 - 234
[6] James J. F. Forest es profesor en la School of Criminology and Justice Studies de la University of Massachusetts Lowell. También es profesor visitante de la Fletcher School of Law & Diplomacy en la Tufts University y Senior Fellow en la U.S. Joint Special Operations University.
[7] Forest, James(2015) The Terrorism Lectures, 2e: A Comprehensive Collection for Students of Terrorism, Counterterrorism, and National Security 2nd Edition, Kindle Edition
[8] Disponible en https://www.netflix.com/cl/title/80210932
[9] Se puede leer el manifiesto completo en este enlace: https://fas.org/programs/tap/_docs/2083_-_A_European_Declaration_of_Independence.pdf
[10] p. 10
[11] دعوة
[12] En español se puede encontrar el nombre del Profeta como «Mahoma» o «Mohamed».
[13] Hirsi Ali, Ayaan (2015) Heretic: Why Islam needs a reformation now.
[14] Para Javier Lesaca, la irrupción de internet y de las redes sociales, así como la democratización en el acceso a la tecnología de grabación, edición y difusión de material audiovisual, han provocado que en el siglo XXI estos modelos de configuración de la opinión pública y, por ende, de la propia cohesión de las democracias liberales quedaran obsoletos. En primer lugar, las instituciones públicas han perdido el monopolio que venían ostentando en la creación de mensajes hegemónicos y, en segundo lugar, los medios ya no juegan el papel de mediadores, puesto que nuevos agentes políticos pueden comunicarse y dialogar de manera directa con los ciudadanos sin la necesidad de tener que pasar por un mediador. Este nuevo panorama se ha convertido en una gran oportunidad para que grupos violentos y extremistas emprendan de manera sistemática guerras de comunicación para erosionar de manera deliberada la cohesión social de democracias liberales consolidadas.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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