El espíritu del 5 de octubre
El 5 de octubre de 1988 significó el triunfo de la democracia, incluso mucho antes de que se dieran a […]
Fundación para el Progreso (FPP) - Julio 2019Las calles vacías, tal como las describía Wells, perdían todo significado porque en ellas se hacía imposible cualquier interacción subjetiva de valoraciones entre sujetos distintos. Por tanto, también las luminarias y señaléticas o los teatros, perdían su razón de ser. Al no existir interconexión con seres humanos en los cuales producir satisfacción, perdían su carácter de bienes y se volvían inservibles[1] 4. Se convirtieron simplemente en cosas. Lo mismo pasó con las tiendas, que vacías, ya no ofrecían ningún deleite al escritor inglés, ni siquiera el placer de verlas atestadas de gente.
En otras palabras, la desolación de las calles, muertas en todo sentido, reflejaba la desaparición, casi absoluta, no solo de objetos materiales sino del orden que propicia la interconexión global que permite la existencia de bienes[2], en base a una red simbólica de conexiones de valoración y satisfacción. Esa estructura espontánea y dinámica de acuerdos voluntarios de intercambio que común-mente se denomina, con desdén, como mercados. La base esencial que permite la satisfacción de diversas necesidades a partir de la cooperación social voluntaria y pacífica. Lo que se había perdido ahí, en el fondo, no eran solo negocios con productos, vendedores y compradores, sino el soporte de la sociedad misma.
Paradójicamente, muchos no ven en los mercados una fuente de cooperación sino de las peores miserias y apetitos humanos. Algunos, inclusive, parecieran creer que un mundo sin lógicas de mercado sería un lugar más adecuado para la cooperación social y la generación de bienes. En parte, eso se explica debido a que, tal como decía (Hayek A., 1979, p. 204): «en un tiempo en que la gran mayoría de las gentes trabajan en organizaciones y tienen escasas oportunidades de captar los aspectos morales del mercado, su intuitivo anhelo de una moral más humana, personal y más en consonancia con sus instintos heredados puede acabar con la Sociedad Abierta».
Pero además, tal desdén hacia los mercados se explica por la enorme predominancia del supuesto, claramente hobbesiano[3], que considera que sin la existencia de los estados, ninguna forma de cooperación social voluntaria sería posible y el hombre sería lobo del hombre[4]. Bajo este mismo imaginario se presume que los mercados y los libres intercambios no son fuentes de cooperación ni bienestar social sino de egoísmo y rapacidad constante, siendo la raíz de diversos problemas sociales y efectos negativos sobre las personas —producto del egoísmo humano centrado en las ganancias— expresados en fallos y externalidades[5].
Sin embargo, si consideramos lo planteado por Menger (2014) en cuanto a que los bienes no son solo los que generan satisfacción inmediata sino también aquellos que permiten hacerlo de manera indirecta, entonces las relaciones que conlleven acciones y omisiones útiles, también deben ser consideradas como bienes. Por tanto, el mercado, entendido como una estructura espontánea y dinámica de intercambios que permite la generación de diversos bienes[6] y por tanto satisfacciones, puede ser denominado como el bien económico fundamental[7]. En ese sentido, como plantea (Ostrom, 2011, p. 43): «Un mercado competitivo —el arquetipo de las instituciones privadas— es en sí mismo un bien público. Una vez que se genera un mercado competitivo los individuos pueden entrar y salir libremente, ya sea que contribuyan o no con el costo de generarlo y mantenerlo. Ningún mercado puede existir por mucho tiempo sin instituciones subyacentes que lo mantengan».
La afirmación de Ostrom podría considerarse errada, puesto que se asocia la idea de bienes públicos con las luminarias en las calles, semáforos, carreteras, caminos y faros marítimos[8] o los servicios de policía y defensa[9]. Sin embargo, incluso si tomamos en cuenta lo que plantean Samuelson y Nordhaus (2010) al definir los llamados bienes públicos como aquellos que todos pueden disfrutar, siendo imposible impedírselo a alguien[10], el mercado es un bien que podríamos considerar como público. Sobre todo, si consideramos lo planteado por Menger (2014) en cuanto a que la valoración que damos a los diversos bienes no es inherente a los mismos, sino que es subjetiva. Por tanto, la noción de disfrute utilizada por Samuelson y Nordhaus se torna indeterminada. Muchas cosas podrían ser consideradas como un bien público, tal como plantea Holcombe (1998)[11], en tanto generan regocijo, de forma diversa, entre las personas[12]. En ese sentido, las valoraciones subjetivas de los individuos impiden una distinción precisa entre bienes privados y públicos[13]. Así, tomando en cuenta lo planteado por Ostrom, los mercados deberían ser vistos como bienes públicos o comunes primordiales[14] para cualquier sociedad, pues son la base de la cooperación social. Sin mercados, por ejemplo, el acceso a alimentos por parte de la población sería deficitario pues la coordinación por parte de los estados, para producirlos y distribuirlos, generaría terribles distorsiones[15].
Lo que este ensayo busca mostrar es que el sistema de mercado, con su entramado de acuerdos en base a intercambios voluntarios en torno a valoraciones subjetivas, es el principal bien público de una sociedad. Por tanto, defiende que la cooperación social surge de la empresarialidad humana ligada al interés propio, desde el cual se desarrollan los mercados, y se intenta refutar la tesis que considera que sin estados no habría cooperación social voluntaria. Este planteamiento se puede considerar similar al esbozado por de Jasay (1989)[16], quien critica la supuesta incompatibilidad entre la satisfacción del interés propio con la búsqueda de beneficios compartidos, que es utilizada frecuentemente para justificar la acción estatal, al presumir que los seres humanos nos encontramos en un dilema del prisionero permanente, potencialmente destructivo, que solo es evitado y mediado por el Estado.
Cada fin de semana, mientras uno camina por una feria libre donde distintas personas venden productos diversos, es habitual que los comerciantes regalen frutas a los transeúntes, sobre todo a los niños pequeños que transitan junto a sus padres. Esto, que pudiera considerarse como un rutinario y simple truco comercial para incitar a la compra, en realidad constituye uno de los fundamentos esenciales de la cooperación social. Lo que intenta establecer el vendedor, mediante ese acto “generoso”[17], va más allá del mero canje de frutas por dinero. Detrás de aquello está la conformación de un nexo de potencial confiabilidad con un cliente. Es decir, hay un propósito que podríamos considerar moral, puesto que no está mediado ni por la fuerza ni el fraude, sino por la libre concurrencia entre personas que, inclusive, no se conocen.
"el intercambio económico no es una estructura rígida de suma cero como habitualmente se plantea"
Lo interesante es que dicho mecanismo de potencial cooperación mutua no está decretado por la legalidad ni por el gobierno sino que es estimulado por el incentivo personal a intercambiar, que responde al impulso de mejorar nuestra situación presente descubriendo nuevas formas de ganancia, lo que Kirzner (1998) definía como empresarialidad[18]. En ese sentido, el proceso de intercambio económico no es unidireccional sino que multidireccional. Tanto oferentes como demandantes se mueven por la búsqueda de mejoras a su condición presente. Por tanto, el intercambio económico no es una estructura rígida de suma cero como habitualmente se plantea[19], sino que implica un proceso dinámico de ganancias mutuas entre los concurrentes a un acuerdo. Esto, que parece ser tan rutinario, es el fundamento de la estructura cooperativa desde la cual se desarrollan las sociedades y también los diversos mercados, que permite que personas que no se conocen ni comparten nexos, puedan interactuar pacíficamente.
Para entender la importancia radical de esta estructura de cooperación voluntaria que se conforma en torno a los mercados, imaginemos un mundo sin intercambios de ninguna clase, donde nadie estaría dispuesto a cooperar con otros, tal como Thomas Hobbes lo imaginaba en su célebre Leviatán[20]. En un escenario de ese tipo, no habría acuerdos cooperativos de ninguna clase, por tanto, cada cual debería centrarse en satisfacer, de manera aislada y de la mejor forma posible, sus diversas necesidades.
Claramente, ese sería un mundo sin muchos bienes para disfrutar y menos aún para intercambiar. Todos los esfuerzos estarían avocados a obtener algunos alimentos y resguardarse de la rapiña constante de los otros. Es decir, estaríamos condenados a la subsistencia más básica y brutal. El máximo goce, quizás, sería la rápida satisfacción del hambre en medio de una horda hambrienta, que lucha entre sí por un pequeño y sucio trozo de comida. En el mejor de los casos, estaríamos condenados a estar junto a la tribu familiar (si es que existiera un acuerdo mínimo de coexistencia pacífica entre sus miembros) compartiendo algunos escasos alimentos. Viviríamos tal como lo hacen los primitivos de la película The Croods[21].
Algunos podrían pensar que eso no sería tan así, debido a la idealización que la literatura y el cine[22] han hecho con respecto a la posibilidad de sobrevivir frente al entorno salvaje, sin ayuda de otros, solo recurriendo a los recursos (¿abundantes?) que la naturaleza nos proveería. Sin embargo, lo plausible es que lograr subsistir frente al ambiente inhóspito, sin la cooperación de nuestros semejantes, sería bastante difícil para cualquiera. Aquello implicaría altos costos en energía, tiempo y dedicación que, finalmente, reducirían todos nuestros esfuerzos a la más elemental de las subsistencias.
En un pasaje de Leviatán, Thomas Hobbes, aludiendo a su hipotético estado de naturaleza planteaba lo siguiente: «En una condición así, no hay lugar para el trabajo, ya que el fruto del mismo se presenta como incierto; y, consecuentemente, no hay cultivo de la tierra, no hay navegación, y no hay uso de productos que podrían importarse por mar; no hay construcción de viviendas, ni de instrumentos para mover y transportar objetos que requieren la ayuda de una fuerza grande; no hay conocimiento en toda la faz de la tierra, no hay cómputo del tiempo, no hay artes, no hay letras, no hay sociedad» (Hobbes, 1997, p. 107).
Si analizamos lo planteado por Hobbes, lo gran ausente en su descripción no es la coerción del estado sino que los libres intercambios económicos entre las personas, estimulados por la empresarialidad humana.
Obviamente, intercambio económico y estado no son lo mismo ni tampoco existe una relación causal directa entre ambos, en ningún sentido. En la historia humana, muchos gobiernos o formas de dominio han ido contra las dinámicas del intercambio libre, promoviendo la hostilidad, el fraude, el saqueo, la conquista y la piratería. Esto ha significado el triste predominio de medios violentos de interacción social, en desmedro del desarrollo de formas pacíficas de interacción basada en la libre concurrencia[23].
En ese sentido, la guerra es quizás el escenario donde es más factible visualizar la disminución de la cooperación social a niveles casi nulos, junto con el debilitamiento de las dinámicas que sustentan el libre intercambio entre las personas. Los conflictos bélicos destruyen una serie de certezas —tanto formales a nivel institucional como informales a nivel simbólico— elevando los costos de la interacción y cooperación humana, haciéndola insostenible en el tiempo en muchos casos. No es extraño que en tales escenarios, las necesarias certezas jurídicas[24], pero sobre todo las certezas morales, que disminuyen los costos de interactuar con otros, se pierdan o diluyan entre los sujetos, aun cuando los estados siguen existiendo y ejerciendo su dominio, como sucede con los llamados estados fallidos[25].
Como fácilmente se podrá imaginar, la ausencia absoluta de cooperación social impediría a los seres humanos desarrollar bienes esenciales como por ejemplo, el lenguaje, con el cual constituir un supuesto contrato o consenso social. Por tanto, al igual que The Croods, sin cooperación espontánea los seres humanos se habrían visto imposibilitados de acceder a más información de la que tenían los personajes en la oscuridad de una caverna[26]. No habrían podido compartir información ni valor alguno entre sí. Por tanto, los seres humanos se habrían visto impedidos de buscar mejoras en su entorno inmediato, debido a una carencia esencial y primaria: su nula capacidad para compartir información que permita usar los recursos disponibles de manera creativa. No serían capaces de comunicar valoraciones de ninguna clase, ni siquiera de estimar su propia existencia a lo largo del tiempo — pues no tendrían noción alguna de su finitud— y por tanto no buscarían nada trascendente[27]. Por tanto, no podrían ser, por lo que no podría transformar el mundo. Mejor dicho, el mundo no existiría de ningún modo para los seres humanos pues nada tendría valor, pues nada tendría sentido. Solo habría aislamiento máximo y temor absoluto al entorno: sería un estado de naturaleza totalmente sórdido.
Sin cooperación social voluntaria jamás habríamos abandonado el estado de naturaleza que suponía Hobbes. Sin la interacción intersubjetiva de valoraciones y el desarrollo de procesos dinámicos de ganancias mutuas —surgidos en torno al intercambio económico—, ninguna clase de bienes podría haber sido posible, ni siquiera el lenguaje o la paz. Menos aún los bienes que actualmente gozan miles de personas en el mundo, muchas veces sin considerar los procesos de reciprocidad que permiten la existencia de los mismos[28]. Como bien decía (Hume, 1984, p. 710): «Cuando una persona cualquiera trabaja por separado y sólo para sí misma, su fuerza es demasiado débil para realizar una obra considerable; si emplea su trabajo en suplir todas sus diferentes necesidades no alcanzará nunca perfección en ninguna tarea particular».
Pero ¿cómo surge la cooperación social espontánea? ¿Qué impulsa a los seres humanos a cooperar sin depender de un aparato coercitivo?
Si podemos imaginar un mundo pre estatal, es probable que la provisión mutua de bienes haya dependido del creciente acoplamiento entre los aportes y beneficios individuales esperados, junto con la contribución y ganancia agregada del grupo. En la pequeña estructura familiar o tribal, todos los miembros (capaces) debían ayudar a obtener una presa para satisfacer su hambre. Cazar o recolectar en grupo era más provechoso que hacerlo de manera individual, no porque las cantidades a repartir —las ganancias— fueran mayores, sino porque la probabilidad de provecho se hacía más frecuente.
Como plantea Benson (1996), los primeros seres humanos fueron aprendiendo que la mutua asociación aumentaba la posibilidad de obtener ciertos bienes como comida y cobijo. El instintivo impulso individual en favor de la subsistencia, empujó a los sujetos a la concurrencia con los otros, propiciando con ello el surgimiento espontáneo de reglas que elevaban los costos de no contribuir con las tareas comunes[29]. Los procesos reiterados de intercambio cooperativo se van a traducir en modos cada vez más complejos de interacción intersubjetiva y ganancias mutuas, que favorecerán la división del trabajo[30] y el surgimiento de formas menos violentas de exigir el cumplimiento de acuerdos, lo que finalmente dará paso a la organización espontánea que llamamos sociedad[31].
El desarrollo de procesos de intercambio con mayores complejidades no es deliberado. Por el contrario, se produce de manera paulatina y espontánea en función del desarrollo de la empresarialidad humana. En ese sentido, la noción de posesión individual surge de manera paralela con respecto a la provisión de beneficios mutuos entre los sujetos. Ambas dimensiones se desarrollan como parte de un mismo proceso hacia la cooperación social, basada en un proceso dinámico de ganancias mutuas crecientes.
"la cooperación social voluntaria —fundada en la empresarialidad y el libre intercambio— permite el surgimiento paulatino de la división del trabajo, la estabilidad de la posesión y el posterior desarrollo de la noción de derecho de propiedad."
Podríamos plantear que en una primera fase, durante el paso desde el nomadismo al sedentarismo y el posterior surgimiento de la agricultura, los primeros asentados tuvieron que invertir grandes energías en formas de resguardar sus posesiones, construyendo cercas o armando al grupo familiar. En ese contexto, no había inversión en tareas productivas de otra índole, por tanto, la economía seguía siendo de subsistencia. Sin embargo, a medida que los costos de cooperar con otros se tornaban más bajos que los costos de la violencia y defensa[32], se produjo una creciente estabilidad en la posesión que favoreció la extensión de los intercambios. En ese sentido, según De Jasay (1989), los nexos de confianza fuera del marco tribal, fueron esenciales para el surgimiento de las redes de intercambio primarias con otras tribus. Así, a medida que las interacciones reiteradas con otros grupos inhibían la violencia, daban paso a nuevas formas de cooperación[33] que permitieron reenfocar recursos en actividades productivas, sin tener que gastarlos en violencia, pues surgen otras fuentes de credibilidad, como plantea Benson (1996). En ese sentido, la cooperación social voluntaria —fundada en la empresarialidad y el libre intercambio— permite el surgimiento paulatino de la división del trabajo, la estabilidad de la posesión y el posterior desarrollo de la noción de derecho de propiedad.
Como intuitivamente planteaba Benjamin Constant (1989) citado por Ramos (2007, p. 29): «La propiedad no es en absoluto anterior a la sociedad, pues sin la asociación que le proporciona la garantía no sería más que el derecho del primer ocupante, el derecho de la fuerza, en otras palabras; es decir, un derecho que no lo es»[34]. En esto coincide David Hume[35] al reflexionar con respecto al surgimiento de las primeras normas de justicia y de la propiedad.
En otras palabras, es el dinamismo del intercambio económico lo que favorece la evolución e innovación institucional constante, dando paso al surgimiento de reglas generales e impersonales de interacción pacífica, cada vez más complejas, que permiten superar la condición de mera subsistencia primaria. Entonces, se ha dado un salto institucional donde el acuerdo voluntario y luego el contrato, se extienden como mecanismos sociales esenciales, que permiten fundar nuevas formas de relación que reemplazan a otras más arcaicas, como las basadas en la violencia.
Si aceptáramos la idea de un contrato social, este no sería uno impuesto sino que uno fundado en una red compleja de acuerdos libres, basados en el intercambio y el mutuo consentimiento. Es decir, el verdadero contrato social solo es aquel que surge de una infinidad de convenios voluntarios. A diferencia de lo planteado por Buchanan, deberíamos decir que es la existencia o predominio de una estructura de acuerdos voluntarios lo que permite el resguardo de derechos posterior mediante leyes escritas. En ese sentido, el llamado bien público de capital —del que habla Buchanan[36]— es la multiplicidad de acuerdos económicos en sí. Es la complejidad de ese entramado de acuerdos económicos voluntarios lo que constituye a la sociedad. Como decía (Ferguson, 2010, p. 49): «Los últimos esfuerzos de la invención humana no son más que la continuación de ciertos procesos utilizados en las primeras edades del mundo y en el estado más rudo de la humanidad».
Al priorizarse la conducta cooperativa con respecto a otros, se generan pautas de reciprocidad que producen externalidades positivas para los miembros de las primeras comunidades, por lo que, como propone Benson (1996), dichas reglas de solidaridad tienen todas las características de un bien público. Como «el objetivo de cada uno de nosotros es maximizar la propia satisfacción; y cada uno de nosotros reconocemos que la propia satisfacción puede maximizarse mejor cooperando con otros y contando con la cooperación de ellos» (Hazlitt, 2012, p. 35), los individuos se ven impelidos a respetar reglas que favorecen la cooperación social, tales como el cumplir acuerdos, decir la verdad, auxiliar a los vecinos frente a agresores, etc. El acatamiento individual de tales reglas, en favor de los fines propios, favorece el incremento de las ganancias grupales, pues exigen actuar de manera prudencial, cumpliendo los acuerdos[37]. Así lo plantea (De Jasay, 1989, p. 130) al decir que: «la fiabilidad de estas promesas es un bien público»[38]. Así, la honestidad, el valor de la palabra y la reciprocidad se conforman como los primeros fundamentos esenciales de la cooperación social y como bienes comunes trascendentales para el desarrollo de la vida social pacífica[39].
Por tanto, las lógicas del intercambio se constituyen como bienes esenciales, sin los cuales sería imposible la cooperación social y el progreso humano.
Más de alguno podría preguntar ¿qué rol cumple el interés personal en todo este proceso de desarrollo de reglas comunes mutuamente beneficiosas? Pues bien, ese es el motor que impulsa a la cooperación social en base a acuerdos, no de manera deliberada sino claramente involuntaria. Por lo general, para explicar esto se alude al interés —no benevolente— del panadero, del carnicero y del cervecero, mencionado en la tan manoseada frase de Adam Smith en La Riqueza de las Naciones. Sin embargo, se olvida que antes de esa frase, el filósofo moral dice algo más importante: «Todo trato es: dame esto que deseo y obtendrás esto otro que deseas tú; y de esta manera conseguimos mutuamente la mayor parte de los bienes que necesitamos». Es decir, que el fundamento de los intercambios es un criterio de justicia retributiva[40] entre sujetos que promueven su interés personal de manera mutua y pacífica. Sin ese fundamento que permite los acuerdos, contratos e intercambios, no podríamos satisfacer muchas de nuestras necesidades, ni las más imperiosas ni las más superfluas. No habría arte, ni cultura, ni ideas, ni nada[41].
Es la empresarialidad, el afán por mejorar nuestra condición presente descubriendo nuevas ganancias, lo que nos lleva a buscar acuerdos con los otros, a ofrecer nuestros talentos, nuestro esfuerzo y nuestra creatividad. En ese sentido, los seres humanos maximizamos interés porque maximizamos acuerdos con los otros. El interés propio, por tanto, no debe ser considerado como sinónimo de latrocinio. Interés propio y egoísmo no son lo mismo en ese sentido, como plantea De Jasay (1989).
Aquel que actúa de manera rapaz está yendo contra su propio interés en el mediano plazo, al elevar los costos de interactuar cooperativamente con otros en el futuro[42]. Por el contrario, hacer prevalecer el interés propio implica relacionarse y transar con otros, considerando los efectos de nuestras acciones en el largo plazo. Esto, de hecho, es lo que prima en la mayoría de las lógicas de intercambio económico en el mercado. Por lo general, las personas que ofrecen sus servicios o productos no se comportan como egoístas extremos que avasallan al resto, sino que impulsan su interés propio generando satisfacción y bienestar en sus clientes, con el fin de mantener nexos de futura confianza con ellos.
De hecho, sin tal consideración, ningún negocio sería viable en el tiempo si su dueño pretendiera agredir, timar, estafar o defraudar a cada comprador. Por otro lado, las personas también promueven su interés personal actuando de forma prudencial, cuando son clientes, porque nos gusta ser bien recibidos en los restaurantes, en los cines y en las tiendas. En ambos casos, si cualquiera —empresario o cliente— transgrede las normas básicas del intercambio de manera reiterada, su reputación fraudulenta, irrespetuosa o prepotente será conocida por otros que, probablemente, lo excluirán de futuros procesos de acuerdo. En ese sentido, el valor de la reputación se desarrolla en función de la satisfacción de los otros, en favor de nuestro interés propio. Buscamos ser agradables, o ser bien considerados por otros, con el objetivo de obtener la cooperación de terceros, para así satisfacer nuestros diversos y subjetivos fines.
Algunos ejemplos que se constituyen como conductas individuales —impulsadas por el propio interés— que además generan externalidades positivas para el resto, pueden ser la prudencia en la conducción o el respetar la fila en un banco y en la entrada a un concierto. Podríamos pensar en sentido contrario, suponiendo que nadie fuera prudente al conducir o que todos entrarán a un teatro en manada, rompiendo la fila al mismo tiempo. Claramente, ahí no habría ni responsabilidad individual ni externalidades positivas para nadie, sino que una absoluta tragedia. No habría cooperación social sino que una estampida de animales. Por tanto, tampoco habría libertad individual en sentido estricto. Somos prudentes producto de nuestro interés propio porque tendemos a ser responsables de nosotros mismos. Tal como planteaba David Hume, parece ser evidente que la pasión o las pasiones se satisfacen mejor al ser auto restringidas[43] puesto que al preservar la sociedad «nos es posible realizar progresos mucho mayores en la adquisición de bienes que reduciéndonos a la condición de soledad y abandono individuales, consecuencias de la violencia y el libertinaje general» (Hume, 1984, p. 718).
Tal como dijimos, las reglas de conducta individual que favorecen el interés personal se conforman como pautas de solidaridad común o bienes públicos, pues su ejercicio genera beneficios mutuos a quienes se hacen participes de tales reglas, incluso de manera indirecta. De hecho, nos hacen libres en tanto sujetos responsables que podemos exigir reciprocidad de parte de los otros. Por eso es errado creer que la solidaridad puede ser promovida por ley[44], pues ésta es expresión de la cooperación social surgida del interés propio y la libre concurrencia. De hecho, cuando los gobernantes han intentado suscitarla mediante coerción, solo han terminado por distorsionarla[45].
Los seres humanos hemos ido aprendiendo que «la adopción de reglas de confianza y su cumplimiento producen beneficios diferenciales a cualquier grupo, sea cual fuere la conducta de otras personas en la comunidad o en la población» (Benson, 1996, p. 9). Así, se desarrollan y evolucionan los mecanismos de cooperación social voluntaria que han favorecido el interés propio mediante la coexistencia pacífica con otros y que dan origen al intercambio económico.
La estructura de acuerdos que se conforma a partir de los intercambios económicos reiterados, constituye una red de confianza potencial entre desconocidos, que no está establecida por decretos o leyes, sino que se instaura mediante procesos dinámicos y constantes de mercado. Esto no implica que al momento de hacer transacciones o acuerdos con otros, tengamos absoluta confianza en las personas con las que interactuamos, pero sí esperamos y confiamos en que éstas están cumpliendo con su parte del acuerdo. Por ejemplo, al momento de asistir a un restaurante o comprar un libro, asumimos que tanto el cocinero como el librero, nos están dando un plato hecho efectivamente con los ingredientes indicados o un libro con todas sus hojas. Nadie compraría ningún bien si partiera desconfiando de aquel que le ofrece un producto. A la vez, nadie estaría dispuesto a vender alguna cosa si pensara que, todos los compradores, van a entregarle billetes falsos.
Así, la base de los mercados es la confianza potencial entre sujetos que jamás se han visto. Y eso constituye un bien esencial de la vida civilizada. Cobra sentido entonces, la idea de un mercado moral, tal como lo plantea la llamada Teoría Moral del mercado (Castro, 2012) y como también lo esboza Benson (1996) al decir que la moralidad es un concepto económico esencial. Para entender esto, es importante considerar que los primeros intercambios entre sujetos no tuvieron relación con bienes materiales sino con valoraciones subjetivas en torno a sentimientos, apreciaciones y comportamientos mutuos[46].
De hecho, las formas de moral ligadas al mercado, que permiten disminuir los costos de la interacción humana más primaria, son uno de los primeros grandes bienes de una sociedad. En ese sentido, nuestras conductas más civilizadas han ido de la mano del desarrollo de nuevos modos de cooperación económica[47]. Tal como plantea Hayek (1985) nuestros principios morales tienen como primera función mantenernos vivos, tienen relación con fines materia-listas y no con cuestiones ideales ni con órdenes objetivos a los cuales los seres humanos accedemos, supuestamente, mediante la razón. Para Hume (1984), que sin duda inspira gran parte de las reflexiones de Hayek, las primeras normas de justicia y cooperación surgen del interés propio y la mezquindad de la naturaleza, en cuanto a satisfacer nuestras necesidades humanas.
Han sido las lógicas del intercambio, que se van tornando cada vez más complejas, las que han propiciado el avance de instituciones sociales que favorecen el reemplazo paulatino de la violencia en favor de la concordia entre las personas. Tal como dice Benson (1996), los intercambios reiterados favorecen el surgimiento de formas no violentas de sancionar el incumplimiento de acuerdos, como el ostracismo aplicado a mentirosos o timadores. Pero además, permiten cimentar normas consuetudinarias en torno a los libres intercambios fundados en el respeto mutuo. Por tanto, en ningún caso es el surgimiento del estado lo que permite la estabilidad de la vida social y la paz.
A partir de esto, deberíamos refutar la concepción hobbesiana dominante y plantear que las bases de la cooperación social no sur-gen del monopolio de la fuerza sino del mercado[48]. En otras palabras, son producto del proceso mediante el cual «podemos inducir al forastero a acogernos y servirnos, el “juego de catalaxia”» (von Hayek, 1989, p. 185).
Esto nos lleva a concluir que sin el incentivo del interés propio hacia la cooperación con otros, la especie humana jamás habría adquirido tal condición, sino que sería una especie animal más, sin conciencia creativa ni empresarialidad, centrada en satisfacer sus necesidades heterónomas más básicas de manera precaria, al igual que cualquier otra especie animal. Por tanto, la cooperación surgida de la empresarialidad nos permite derrotar la desolación humana frente al mundo, derrotando una de las mayores incertidumbres humanas: la escasez de confianza.
A diferencia de los otros animales, los seres humanos podemos tomar y comer los frutos, pero además podemos imaginarlos de cualquier otra forma, dándole un uso distinto, incluso uno nunca antes pensado. Además, podemos transmitir aquello a nuestros congéneres a través del lenguaje[49], que es un mecanismo de cooperación social clave, pues si no podemos intercambiar valoraciones subjetivas con otros[50], «el lenguaje no sería de ninguna utilidad para su único poseedor» (Hayek F., 1985, p. 1). En ese sentido, al igual que el intercambio económico, los mecanismos de lenguaje se han perfeccionado, de manera paulatina, a medida que nuestras formas de interpretar las señales del entorno se hacían más sofisticadas a través de la experiencia mutua. Los lenguajes y también los mercados, son sistemas dinámicos que evolucionan de manera compartida[51]. Esto permite a la especie humana desarrollar modelos mentales que evolucionan, aprovechando así de mejor forma los efectos de la cooperación[52].
Debido a su carácter evolutivo y espontáneo, tanto el lenguaje como el intercambio económico escapan a las pretensiones predictivas de la mente humana[53], pues no son creados deliberadamente. Esto hace que «the “market” is not simply viewed as an arena of inte-racting economic forces, but as a social-institutional arrangement with specific institutional characteristics» (Vanberg, 2003, p. 11). Sin embargo, tal como plantea Buchanan (2000), el libre intercambio es tan rutinario y está tan internalizado el proceso de mercado, que se pasan por alto los fundamentos en los cuales éste se sustenta y que son base de la cooperación social.
"el mercado no es un sistema mecánico de oferta y demanda como habitualmente se presume, sino que es un entramado dinámico de valoraciones intersubjetivas que favorecen el desarrollo de bienes simbólicos esenciales"
En ese sentido, el mercado no es un sistema mecánico de oferta y demanda como habitualmente se presume, sino que es un entramado dinámico de valoraciones intersubjetivas que favorecen el desarrollo de bienes simbólicos esenciales, que además trasciende los procesos productivos e institucionales contingentes. En torno a ese soporte se constituyen estructuras de confianza potencial que fundan lo que, según David Hume[54], son las tres leyes esenciales de la naturaleza, que anteceden a la existencia de cualquier gobierno. En este sentido, tal como plantea Benson (1996), la riqueza se expande a medida que la confianza aumenta y los derechos de pro-piedad son respetados, dando paso a nuevas y más provechosas formas de interacción. Esto permite incorporarse al proceso de mercado a nuevos sujetos, que refuerzan las reglas básicas del intercambio, aportando su creatividad a una red de flujos de información en permanente dinamismo[55], la cual está disponible para que los más suspicaces —del presente y el futuro— descubran o desarrollen nuevas oportunidades de ganancia, produciendo nuevos valores y bienes, que contribuyen al mayor bienestar general.
A medida que la división del trabajo se hace más extensa y las destrezas se tornan más complejas y sofisticadas, es posible no solo generar nuevo valor sino satisfacer necesidades distintas de manera más particular, producto de la extensión paulatina de la empresarialidad. Todo este proceso permite la generación de nuevos recursos materiales y simbólicos para invertir en nuevas valoraciones subjetivas más complejas y en principio exclusivas, que en el mediano plazo terminan siendo de acceso general[56]. Los mercados dinámicos y extensos, al incentivar el despliegue creativo de la empresarialidad y las redes de valoración, favorecen el desarrollo de bienes de alta complejidad.
Esto también lo evidencia De Jouvenel (2010), al momento de criticar la incoherencia de los promotores del igualitarismo que, en su afán por acabar con las dinámicas del mercado en favor de la redistribución radical de recursos, quedan frente al dilema de tener que sacrificar las artes o la literatura. No es raro que los actuales promotores de la distribución de riquezas también enfrenten tal disyuntiva, sin notar la profunda incoherencia que muestran en sus críticas al lujo, los bienes ociosos y el entretenimiento, mientras a la vez promueven la subvención de cineastas, escritores, pintores, actores, artistas, museos, teatros y la cultura en general[57], a costa de tributos aplicados a los ciudadanos.
"ahí donde los mercados se desarrollan de mejor forma, las personas pueden destinar parte de sus recursos a bienes más sublimes como las artes, el ocio y la cultura."
En relación a lo anterior, lo que muchos críticos del mercado no consideran es que la extensión de la empresarialidad genera algo mucho más valioso que los bienes para intercambiar entre particulares: genera potencial información a descubrir, disponible para que cualquiera la pueda utilizar de manera distinta y de forma creativa[58]. Pero más importante aún, desarrolla nuevos recursos para la interacción intersubjetiva de valoraciones. Porque ahí donde los mercados se desarrollan de mejor forma, las personas pueden destinar parte de sus recursos a bienes más sublimes como las artes, el ocio y la cultura.
El desarrollo de la filantropía es otro ejemplo claro de este proceso de mayor complejidad de las dinámicas de cooperación social, surgidas a partir del desarrollo de mercados más complejos. Las redes contractuales intersubjetivas, que son el fundamento de la estructura de intercambios en los mercados, se tornan más complejas a medida que los seres humanos tienen más instancias de interacción con otros desconocidos, en función de sus valoraciones comunes, más allá de sus nexos más filiales. Esto favorece lógicas de innovación institucional en torno a la cooperación voluntaria, por el simple hecho de que las personas disponen de más recursos para ayudar a otras personas. Al no estar enfocados en la simple subsistencia, los individuos desarrollan aspectos morales y éticos más profundos en su relación con otros. Esto también explica que, a medida que los mercados son más desarrollados, la diversidad humana encuentra más espacios para expresarse de manera libre, mediante innovaciones institucionales no planificadas. En ese sentido, tal como plantea (Buchanan J., 2000, p. 15): «Exchange of rights takes place because persons are different».
A medida que los mercados se tornan más dinámicos, abiertos y extensos, permiten el surgimiento de un orden de acceso abierto como el que plantea North (1994), que favorece el despliegue de diversas subjetividades personales, interconectándolas de forma pacífica mediante nuevos modos de intercambio y valoración. La sociedad de acuerdos básicos, a partir de la cual los intercambios se comienzan a extender, permite un proceso de innovación institucional permanente, que se liga con el factor creativo de la empresarialidad y que hace que los mercados se adapten y extiendan mediante nuevos escenarios de interacción.
Esto explica, en parte, el proceso de transformación de las sociedades humanas, desde estructuras tribales cerradas, pasando por sociedades de dominio basadas en el estatus, hasta llegar a sociedades contractuales complejas. No obstante, aquello no ha eliminado la tensión constante entre las reglas consensuales, mediante las cuales los individuos hacen acuerdos de libre intercambio, versus las formas de dominación que recurren al poder coercitivo para contravenir la coordinación contractual espontánea de los sujetos en el mercado[59].
El consenso contractual espontáneo mediante el cual se produce el despliegue de intercambios, en función de entramados de ganancias mutuas libremente acordadas, se puede ver mermado, e incluso destruido, debido a las distorsiones provocadas por el poder coercitivo del gobierno. El intervencionismo gubernamental puede terminar por romper la coordinación contractual informal desde la cual se funda la cooperación social, expresada de manera fehaciente a través de los mercados.
En un enfrentamiento bélico[60], quizás la situación más extrema de ruptura de tal consenso cooperativo, se produce una disminución de los niveles de cooperación social, no porque desaparezca el estado y su estructura burocrática, legal e institucional, sino porque se descomponen las redes intersubjetivas de intercambio, en las cuales se desenvuelven las personas satisfaciendo diariamente sus diversas necesidades. Por eso, cuando los gobiernos intervienen las economías, no solo generan incertidumbre jurídica sino que distorsionan las estructuras simbólicas con las cuales los sujetos evalúan sus valoraciones subjetivas al intercambiar con otros, inhibiendo la cooperación social voluntaria. Paradojalmente, a medida que los gobiernos comienzan a intervenir más en cada ámbito de la vida social, con el fin de propiciar tal cooperación, inevitablemente comienzan a recurrir a mayores instrumentos de coerción[61].
Generalmente, uno de los primeros sistemas afectados por tales intervenciones es el sistema de precios relativo a bienes materiales. Sin embargo, existen otros niveles de ordenamiento espontáneo de valoraciones, como los niveles de confianza potencial para el intercambio, que también se ven afectados y que, tal como hemos visto a lo largo de este ensayo, son esenciales para facilitar el proceso de intercambios pacíficos en los mercados.
Un ejemplo claro de cómo el intervencionismo distorsiona las dimensiones valorativas intersubjetivas a nivel de intercambios económicos, es el caso del mercado del trabajo. Por lo general, los acuerdos laborales se producen bajo las dinámicas del intercambio y mutua ganancia, donde alguien necesita un empleo y otro necesita un servicio determinado. En ese acuerdo, ambas partes ganan puesto que, por ejemplo en el caso del trabajo, es preferible tener un empleo y un ingreso, a no tener ninguna de esas cosas. Esto que parece obvio, no parece serlo para las autoridades y los promotores de la idea de la explotación y la plusvalía[62], que insisten en introducir elementos —como el ingreso mínimo— que terminan por distorsionar no solo el sistema de precios relacionados al mercado del trabajo, sino que además retuercen la confianza potencial entre las personas que hacen acuerdos laborales. Esto sucede entre otras cosas porque las autoridades se arrogan la capacidad de dirimir cuáles son las necesidades e intereses de cada individuo, incluso de mejor forma que ellos mismos[63].
Lo que no consideran los agoreros de la explotación del hombre por el hombre, es que su retórica y sus medidas contra el libre intercambio, no favorecen el apoyo mutuo ni la ética entre los sujetos, sino que tienden a disminuir tales elementos, afectando los niveles de cooperación social, la productividad empresarial, los niveles de inversión y por tanto, la calidad de los empleos e ingresos. Peor aún, generan mayores exclusiones y barreras de entrada para aquellos que requieren insertarse en el mercado del trabajo.
Otra muestra de los nefastos efectos del intervencionismo contra la cooperación social y la libre coordinación, son las reacciones gubernamentales —en diversas partes del mundo— frente al surgimiento y éxito de la plataforma UBER. La aplicación es ejemplo de empresarialidad en cuanto descubrimiento de nuevas ganancias previamente desconocidas[64] y también de desarrollo espontáneo de los modos de coordinación social. Pero además, es ejemplo fehaciente de un servicio de transporte público gestionado privadamente cuyos resultados son más eficientes. Paradojalmente, frente al surgimiento de nuevas formas de acuerdos alternativos como UBER, los estados intentan inhibir tal innovación mediante la aplicación sistemática de sanciones[65], en parte como respuesta a las demandas y exigencias de grupos de interés[66] que ven amenazado, por la libre coordinación del mercado, su “mercado” protegido[67] por regulaciones. Esto se ha traducido no solo en protestas o reclamos sino que en acciones criminales y mafiosas de parte de los taxistas sometidos a la regulación estatal.
La excesiva regulación, en favor de la intervención gubernamental en la economía, puede generar tal nivel de incertezas jurídicas que terminen por demoler el marco metacooperativo de los libres intercambios, haciendo engorrosa la producción de bienes o servicios. Peor aún si tal marco informal no está bien cimentando, puesto que eso alimenta la inflación legislativa y el exceso de regulación de los gobiernos. Esto sucede porque, frecuentemente, se olvida que el cumplimiento de acuerdos no se funda en las leyes o la amenaza de coerción, sino en el predominio de disposiciones morales desde las cuales se consideran valiosas tales observancias. Las instituciones formales, como la legislación, pueden no encontrar asidero alguno si el marco institucional informal, con el que los individuos actúan diariamente, no las refuerza. Eso explica que existan países llenos de leyes, decretos y regulaciones que, sin embargo, son letra muerta frente a prácticas sociales arraigadas que las contravienen a diario. Lo mismo ocurre si los gobiernos transgreden las leyes mediante prácticas aberrantes, sumiendo a las sociedades en la miseria o la violencia.
"son los marcos institucionales informales los que determinan los niveles de cooperación social en una sociedad."
En otras palabras, son los marcos institucionales informales los que determinan los niveles de cooperación social en una sociedad. Es cierto que las leyes conforman incentivos importantes en la interacción social, pero es marco metacooperativo del mercado el que permite el progreso social. Por eso, muchas veces y de forma paradojal, el fenómeno de descomposición de la cooperación social se puede producir aun cuando la organización estatal siga existiendo. El exceso de leyes no implica mayor cumplimiento de los acuerdos ni mayor certeza protegido que además genera un mercado informal de patentes transadas a precios aún más altos. El servicio de taxis autorizado mediante estas patentes estatales, es deficiente en muchos aspectos. El cliente debe esperar a que pase un taxi, los costos del viaje o la ruta del mismo nunca son claros, lo que se presta a cobros indebidos y mal servicio, que no pueden ser evaluados de ninguna forma. UBER en cambio, es una red de información, pues conecta al cliente con potenciales conductores, dándole la opción de elegir vehículos según tarifas. Pero además, le indica el recorrido y la tarifa del viaje previamente. Por último, el cliente tiene la opción de evaluar el servicio, lo que se traduce en un ranking de choferes que está disponible para otros usuarios.
En muchos casos podría significar un aumento en los costos de transacción, afectando el proceso de intercambio económico[68]. En ese sentido, lo que mantiene frenada la extensión del poder estatal es una buena estructura contractual fundada en libres intercambios, basada en derechos de propiedad bien definidos y respetados. Esa y no otra cosa sería el bien público de capital, si usamos la terminología del propio Buchanan. En otras palabras, sin ese sustento, es imposible una estructura jurídica formal que sea efectivamente respetuosa de los derechos individuales de los sujetos. Podemos agregar que el bien público de capital se funda, tal como plantea Salinas (2017), en la responsabilidad individual y la ética del trabajo, que no surgen por decretos legales ni órdenes gubernamentales, sino que son producto del predominio de una cultura contractual de libres intercambios. No es entonces la obediencia a la ley lo que sustenta el orden político[69], sino el cumplimiento de acuerdos basado en una ética de los contratos de mutua ganancia en los mercados. Eso explica lo importante que es evitar que el intervencionismo gubernamental, cualquiera sea su justificación, termine por destruir los fundamentos de la cooperación social expresada a través de los mercados y la empresarialidad.
Cuando los gobiernos invaden los procesos de libre intercambio de los mercados, las redes de acuerdo potencial de mutua ganancia entre las personas se ven mermadas paulatinamente. Aquellos individuos cuyas redes de acuerdo de mutua ganancia son menos complejas, son los primeros en sufrir los efectos, muchas veces inesperados, del intervencionismo gubernamental[70]. El debilitamiento de los intercambios económicos —producto de la distorsión del entramado de valoraciones intersubjetivas, ligadas al proceso dinámico de acuerdos de mutua ganancia— altera los precios y la certeza jurídica con respecto a la propiedad, lo que los golpea rápidamente en la forma de escasez. En cambio, aquellos grupos liga-dos a redes más complejas de producción y distribución, como por ejemplo lo son, los cuerpos de altos funcionarios del estado, siguen accediendo a una variedad de bienes y servicios que —producto del intervencionismo— se han vuelto exiguos para sectores menos interrelacionados.
Estos últimos son los primeros en sufrir el desmoronamiento del marco contractual del mercado, producto del intervencionismo y por tanto, son los primeros en soportar la desaparición progresiva de los bienes. En ese sentido, la escasez generalizada de bienes se produce por el debilitamiento de la base fundamental del proceso económico: el entramado de confianza potencial que permite y promueve los intercambios a partir de la empresarialidad. Por eso, la ausencia de mercados atomiza a los sujetos, los aísla mutuamente, tornándolos hacia lógicas de subsistencia, haciendo que los escaparates queden vacíos.
Como hemos visto, la cooperación social, expresada a través del intercambio, es previa a la existencia de gobiernos y estados. Impulsada mediante la evolución de la empresarialidad y los mercados, se conforma a partir de un entramado contractual, que no debe ser entendido como una estructura legislativa deliberada sino que como consentimiento social cuyo desarrollo es espontáneo. Cuando las personas, libremente concurren a procesos de intercambio en favor de sus intereses personales, primero actúan en base a ese consenso básico y luego recurren al proceso legal como soporte de sus acuerdos. Si ese fundamento simbólico desaparece, las instituciones formales tienden a perder legitimidad y eficacia, lo que impulsa a los gobernantes a extender la injerencia estatal sobre todos los ámbitos, incluido el intercambio económico.
El mercado es un arreglo cooperativo que no excluye a nadie. Cualquiera puede ingresar a las dinámicas del intercambio económico para mejorar su condición utilizando o potenciando su empresarialidad[71].
Nadie queda fuera de sus arreglos en sentido estricto, es decir, el mercado no genera exclusión. En general, las barreras de entrada a los mercados son establecidas por los gobiernos y la autoridad, a través de reglas o exigencias legales coercitivas, incoherentes e inclusive descabelladas, que impiden el surgimiento de nuevos oferentes o que elevan los costos para participar en la producción y adquisición de bienes[72].
Todos, de alguna manera u otra, contribuimos y gozamos las dinámicas del mercado, no de forma deliberada sino más bien involuntaria. Incluso aquellos que presumen estar excluidos de los mercados —rechazándolos—, lo retroalimentan de diversa forma, pues todos queremos bienes y deseamos acceder a estos. Para ello, todos ejercen su empresarialidad, de alguna manera u otra, diariamente.
Por otro lado, la incorporación de más personas a los mercados aumenta su dinamismo, sin necesariamente alterar su estructura general de bienestar. Es decir, todos pueden seguir haciendo usufructo del arreglo cooperativo que permiten los mercados, sin agotar las ganancias de la reciprocidad social.
Aun cuando se podría considerar a la competencia como un elemento que es contrario al criterio de no rivalidad aplicado al análisis del mercado como bien esencial, lo cierto es que la competencia permite la no exclusión de nuevos actores en los mercados, ampliando los ámbitos de oferta, extendiendo así el margen de no rivalidad, a medida que tales nuevos actores ingresan en las lógicas del mercado. Este es el círculo virtuoso que se genera cuando la empresarialidad puede desplegarse sin intervenciones, de los gobiernos o de causas violentas como una guerra, y que hace del mercado un juego cooperativo en expansión dinámica y no una rígida estructura de suma cero. Esto explica que mientras más desarrollados son los mercados, más permiten superar la mera subsistencia, al incluir a cada vez más sujetos en el entramado de acuerdos e intercambios, que a su vez aportan nuevas valoraciones subjetivas y por tanto ganancias. Es eso lo que permite que sujetos talentosos o creativos, actuando libremente como oferentes en el mercado, deleiten y beneficien a otros con sus creaciones, formas de expresión o nuevas formas de valoración.
La creatividad y la empresarialidad humana permiten ir abriendo nuevos espacios —simbólicos y materiales— frente a la incertidumbre de la nada, donde «tarde o temprano se descubrirán oportunidades de beneficios mutuos no explotadas previamente» (Kirzner I., 1997, p. 6). La inventiva, el conocimiento acumulado a través de miles de procesos de intercambio, son sin duda un bien público. Esta idea se puede asociar a lo que John Stuart Mill[73] consideraba en relación a la libertad de opinión: censurar una opinión, por minoritaria que sea, significa negar al mundo —presente y futuro— su posibilidad de acercarse a la verdad. Negar la libertad económica, la empresarialidad y la creatividad implícita de aquella, implica entonces inhibir la posibilidad de mundos no imagina-dos, de soluciones no imaginadas. Pensemos en los arreglos tecnológicos que hoy rodean nuestra vida diaria y los mundos no pensados, anteriormente, que hoy se conforman como parte de nuestros mundos, no como ficción[74] sino como realidad.
El mercado es un bien institucional esencial porque permite ir desarrollando bienes de mayor complejidad. El recurso agua, por ejemplo, como un recurso de uso común, va teniendo usos diversos y más complejos, que son beneficiosos, gracias a las innovaciones surgidas de la empresarialidad. Los mercados se conforman como un proceso abierto y dinámico de descubrimiento, que permite enfrentar la desolación del mundo de forma conjunta. Nos permite afrontar el que nada está dado para el ser humano.
Pero además, el mercado es un bien en tanto permite el flujo abierto de valoraciones subjetivas diversas y cambiantes, sin exclusión y sin rivalidad.
El proceso de cooperación social mediante procesos de intercambio libre, permite ampliar los espacios de intersubjetividad entre los sujetos, lo que estimula el desarrollo de reglas de reciprocidad de carácter general e impersonal. Esto permite el paso desde una sociedad de estatus a una de acuerdos o contratos. En otras palabras, es la extensión y evolución de los entramados contractuales en torno al mercado —que propicia el desarrollo de un marco institucional que permite el flujo de relaciones voluntarias y pacíficas— lo que permite limitar la acción de los gobernantes, en favor de mayores libertades. Es el mercado el que favorece la innovación institucional en diversas instancias y ámbitos de la vida social, impulsando mayor bienestar para cada vez más personas.
La noción del mercado como un bien público puede ser un argumento potente contra la intervención gubernamental, puesto que ahí donde se debilitan los sistemas de precios, donde se generan incertidumbres en el ejercicio de los derechos de propiedad y por tanto se debilitan o se suprimen las lógicas del libre intercambio a través de los mercados, no hay ninguna clase de bien, porque no hay satisfacción de necesidades.
Eso, aunque haya un estado y servicios estatizados, puesto que es probable que las autoridades tiendan a favorecer a ciertos oferentes o grupos de interés en base a criterios del todo arbitrarios, en desmedro de otros mejores oferentes, inhibiendo con ello los incentivos para ofrecer mejores servicios. En Venezuela, para dar un ejemplo fehaciente, el estado predomina en la actividad económica, pero eso no implica la existencia de bienes públicos, sino más bien su creciente desaparición[75]. Contrario a lo que se plantea muchas veces, es la destrucción del sistema económico, producto del intervencionismo o la violencia, lo que alimenta la pauperización de las sociedades y por tanto, la destrucción de bienes considerados como públicos. Si no hay empresas que provean de insumos para reponer las luminarias o los costos de reponerlas son excesivamente altos, entonces tales luminarias terminarán siendo simples postes y no habrá ninguna clase de bien público.
El ser humano entonces, con la ausencia de lógicas de mercado, retorna a su condición primaria, la carestía. El retorno a la subsistencia, producto de la supresión de los mercados, significa un retorno a la precariedad del aislamiento del ser humano, no solo material sino en cuanto a su capacidad de enfocarse en fines —ganancias[76]— aún no descubiertos. Esa es nuestra desolación primaria como especie, como la que sufren The Croods o la que lamentable H.G Wells al mirar los escaparates vacíos del comunismo en Petrogrado.
Nota final: Las reflexiones esbozadas en este ensayo deben ser vistas como tales y no como una respuesta omnicomprensiva al debate en torno al origen de la cooperación social. Es más bien una propuesta para nuevos enfoques globales en torno a los beneficios de los mercados en la vida social.
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[1] Tal como explica Menger (2014):«una cosa pierde su cualidad de bien, en primer lugar, cuando, en virtud de una modificación en el ámbito de las necesidades huma-nas, ya no existe una necesidad que aquella cosa pueda satisfacer».
[2] Véase (Menger, 2014).
[3] Véase (Rodríguez Braun, 1992).
[4] Homo homini lupus
[5] La distinción entre externalidades negativas y positivas se torna compleja si consideramos el criterio de valoración subjetiva. Como plantea Benegas Lynch (1998), hay que distinguir entre externalidades y daños a la propiedad.
[6] «Los mercados pueden producir bienes públicos, en teoría y en la realidad» (Holcombe, 1998).
[7] Esta idea se inspira en el planteamiento jurídico de Hans Kelsen, en tanto la constitución es la norma jurídica fundamental.
[8] Los faros eran ejemplo habitual de bienes públicos que solo podían ser genera-dos por los estados, sin embargo, Ronald Coase refutó tal idea, planteada por varios economistas, mostrando casos de faros creados por privados.
[9] Se presume que tales servicios no tienen costos para quienes los utilizan pues no habría cobro alguno para acceder a los mismos, pero en realidad, muchas veces, dichos costes se cobran de manera indirecta mediante impuestos.
[10] Los bienes públicos se definen en torno a dos criterios esenciales: no exclusión (la existencia de freeriders) y no competencia o no rivalidad.
[11] Esto explica que los bienes públicos también son denominados, a veces, como “bienes colectivos” o “bienes sociales” (Krause, 2017). Por otro lado, la tipificación entre bien público y bien colectivo (Demsetz, 1970) y la división entre bienes económicos y bienes libres, también muestran lo difícil que es acotar la noción de bien público.
[12] Véase (Benegas Lynch, 1998). En ese sentido, las externalidades —en relación a un mismo bien— pueden ser consideradas como positivas o negativas. Algunos ejemplos de esto pueden ser: el puente Cau Cau, ubicado en la región de Los Ríos en Chile, famoso por las fallas en su construcción que sin embargo, se ha convertido en un enorme atractivo turístico. Otro ejemplo similar podría ser la famosa Torre de Pisa o el mismo incendio que inspiro la canción Smoke on the Water de Deep Purple.
[13] (De Jasay, 1989, p. 1): «the dividing-line between public provision and private exchange does not run according to the textbook distinction between public and private goods». O como plantea (Hoppe, 1996, p. 3): «así como hay un sin número de bienes provistos por el estado que parecen ser en realidad privados, también existen muchos, producidos en forma privada, que podrían incluirse en la clase de los bienes públicos». Por otro lado (Demsetz, 1970, p. 303) dice que: «The problem of identifying and separating submarkets, given the ability to exclude nonpurchasers, is not any different or any more severe for public goods than it is for the production of private goods».
[14] Para más detalle véase (Aguado Franco, 2014). En el caso de los bienes públicos, la discusión tiene relación con la contribución individual para generar un bien, mientras que en el caso de los bienes comunes, la tragedia se liga con evitar la degradación del bien, producto del consumo colectivo. En el caso del mercado, parece ser un bien público, al que podemos contribuir y a la vez ser un bien común, al que podría-mos degradar en base a malas prácticas.
[15] «In a country where the sole employer is the state, this means death by slow starvation» (Trotsky, 1972, p. 283).
[16] «there is no public goods dilemma in Hobbes’s fatal sense —a sense adopted by subsequent thought in law, politics, and economics (impoverishing each)— for volun-tary contribution to shared benefits can be fully consistent with the successful pursuit of narrow self-interest» (De Jasay, 1989, p. 4).
[17] En realidad, para ser estrictos, es un acto de transferencia voluntaria que pode-mos considerar justo, puesto que no está mediado ni por la fuerza, ni la amenaza, ni el fraude. Incluso el cliente puede rechazar el ofrecimiento sin problema alguno.
[18] Idea derivada del Homo agens planteado por Ludwig von Mises. Véase (Kirzner I. M., 1998).
[19] Véase (Scruton, 2010). La falacia de la suma cero.
[20] (Hobbes, 1997).
[21] (Sanders, 2013). Película infantil que muestra el contraste entre la lógica tribal de la sociedad cerrada versus la innovación basada en la iniciativa individual.
[22] Véase (Thoreau, 1971) o la película Into the Wild (Penn, 2007).
[23] Autores como Oppenheimer (2014) y Rothbard (2004) plantean la distinción entre medios económicos y medios políticos, donde los primeros serían medios pacíficos y voluntarios versus los segundos, que serían medios compulsivamente coercitivos.
[24] Véase (Leoni, 2010).
[25] Muchos estados, aunque cuentan con cuerpos burocráticos, fuerzas militares y estructuras legales, carecen del entramado metacontractual necesario, fundado en lógicas de intercambio económico, que permitan hacer valer derechos y generar bienes diversos.
[26] Quizás se podría analizar la alegoría de Platón desde una perspectiva económica.
[27] (Scruton, 2010).
[28] Véase (Read) o también (Bastiat, 2004): «Para que un hombre pueda ponerse un traje al levantarse, fue necesario cercar y desmontar un terreno, roturarlo, cultivarlo y sembrarlo de ciertos vegetales; fue necesario que el terreno alimentara a algunos rebaños; que los rebaños dieran lana; que esta lana fuera hilada, tejida, teñida y convertida en paño, y que alguien cortara, cosiera y convirtiera el paño en un traje. Esta serie de operaciones conlleva otras muchas, pues supone el empleo de arados, corrales, fábricas, hulla, máquinas, coches, etc.»
[29] Como no tener una porción de lo cazado.
[30] «Veremos entonces que el cazador que perseguía a la pieza con un garrote se transforma en cazador armado de arco y redes, en ganadero y, con una ulterior secuencia hacia formas cada vez más intensivas de esta última actividad, veremos que aquellos hombres que vivían de las plantas que crecían en estado salvaje pasan a formas cada vez más intensivas de agricultura, que surgen los tejidos, perfeccionados por el empleo de herramientas, y que, en íntima conexión con todo ello, se multiplica también el bienestar de este pueblo» (Menger, 2014, p. 126).
[31] Véase (de Molinari, 1849, p. 17).
[32] Véase (Benson, 1996).
[33] «se refuerzan los incentivos para cooperar mediante la aceptación de distintas reglas; esto se debe al deseo de gozar de las ventajas de todo tipo de interacciones intergrupales.» (Benson, 1996).
[34] Esto coincide en parte con lo planteado por (Lefevre, 2013): «La acusación de que la propiedad privada del suelo no podría existir salvo con protección del gobierno no se sostiene a la luz de la evidencia». Así, presumir que es el estado el que origina el derecho de propiedad, sería aceptar que lo crea —y por tanto puede eliminarlo—, obviando la espontánea interacción desde donde surgen instituciones que permiten el libre intercambio en torno a las posesiones, mucho antes del surgimiento del estado.
[35] «cuando los hombres han tenido ya suficiente experiencia para darse cuenta de que, sean cuales sean las consecuencias de un acto singular de justicia realizado por un individuo, todo el sistema de acciones realizadas por la sociedad entera es, en cambio, inmensamente provechoso para el conjunto y para cada una de las partes, no pasa mucho tiempo sin que aparezca la justicia y la propiedad» (Hume, 1984, p. 724).
[36] Si los derechos son efectivamente protegidos, entonces la sociedad tiene un bien público de capital.
[37] Jeremy Bentham hablaba de la prudencia egoísta como el elemento que permite no sacrificar el futuro en base a goces presentes. Véase (Hazlitt, 2012).
[38] Traducción propia.
[39] «lo que predomina en las sociedades primitivas es el respeto por los compromi-sos recíprocos, protocontractuales, así como en el comercio extraterritorial y en las relaciones internacionales, no sometidas a ejecutor soberano, prevalece la observancia de los contratos» (de Jasay, 1995).
[40] Véase (Nozick, 1974).
[41] «No man, standing naked upon the face of the earth, can feed, clothe, or house his body, or secure an entrance for his mind into the regions of intellectual, imagina-tive, and emotional enjoyment» (Wicksteed, 1933, p. 165).
[42] Se podría presumir que una banda de ladrones establece un acuerdo coopera-tivo, pero en realidad tal acuerdo es altamente precario, puesto que al más mínimo cambio en los incentivos o ganancias, dicho acuerdo podría romperse mediante dela-ción, abandono en el lugar de los hechos o ajustes de cuenta. El cumplimiento de acuerdos es altamente costoso en el mundo del hampa.
[43] Adam Smith consideraba al autodominio como un elemento esencial para la vida social. Véase (Carrasco, 2006); (Montes, 2004).
[44] «no hay necesidad de extender artificialmente la solidaridad de manera que destruya la responsabilidad; en otros términos: es menester respetar la libertad» (Bastiat, 2004).
[45] (Sant, 2015). En China, por ejemplo, debido a distorsiones que genera la ley, algunos conductores rematan a las personas que accidentalmente han atropellado.
[46] Véase (Carrasco, 2006).
[47] «Como resultado del proceso de intercambios interpersonales, surgen los pre-cios morales a la manera de estándares sociales que indican lo que es correcto o apro-piado» (Castro, 2012, p. 59).
[48] Véase (Brennan, Jason F. and Peter Jaworski, 2015) y (Claro, 2016).
[49] Nuestros distintos idiomas y las diversas formas de comunicarnos se han ido enriqueciendo a medida que los seres humanos han ido interactuando. la RAE no inventó el castellano, por ejemplo, sino que ha tomado nota de la evolución del idioma.
[50] Gustos, deseos, sueños, afectos, miedos, pasiones, ideas.
[51] El lenguaje es un bien público no generado por una agencia central. De hecho, desde el punto de vista del argumento relacionado a los mal llamados fallos de mer-cado, uno puede ver que tales “fallos” dan origen a nuevos bienes, no solo en función de afntar las eventuales externalidades negativas sino que muchas veces, tales externalidades se convierten en bienes debido a valoraciones subjetivas posteriores.
[52] Véase (North, 1994)
[53] De hecho, ni siquiera se pueden predecir cuáles serán las innovaciones que las futuras generaciones de adolescentes incorporarán a un lenguaje determinado. Tam-poco podemos dilucidar cuáles serán los nuevos escenarios a los que nos llevará la empresarialidad humana.
[54] La estabilidad de la posesión, su transferencia a través del consentimiento y el cumplimiento de promesas.
[55] Véase (Hayek F., 1999).
[56] «La gran multiplicación de la producción de todos los diversos oficios, derivada de la división del trabajo, da lugar, en una sociedad bien gobernada, a esa riqueza universal que se extiende hasta las clases más bajas del pueblo» (Smith, 2016, p. 21). O como plantea (Von Mises, 1992): «El lujo abre brechas al progreso, porque desarrolla las necesidades latentes y vuelve insatisfechas a las personas».
[57] (Bastiat, 2004) expresa muy bien esa paradoja en su texto de 1850, Lo que se ve y no se ve, al decir: «Me pregunto si el legislador tiene derecho a recortar el salario del trabajador con el objeto de aumentar los beneficios del artista».
[58] Una de las más interesantes tesis en este sentido es la de Kirzner (1989).
[59] «En todas partes, ya sea en el archipiélago malayo o en el “gran laboratorio sociológico de África”, en todo espacio donde el desarrollo de las tribus ha culminado de una forma más avanzada, el Estado ha surgido a partir de la dominación de un grupo de hombres sobre otro. Su básica justificación, su raison d’être, ha sido la explotación económica de los dominados» (Oppenheimer, 2014).
[60] Según el Índice Global del Hambre 2015, los conflictos armados tienen directa relación con las situaciones de hambruna.
[61] (Hayek, The Road to Serfdom, 2008).
[62] La idea de la relación laboral como una relación de explotación es otra variante de la falacia de la suma cero de la que habla Scruton (2010).
[63] Esta clase de despotismo es expresado de manera frecuente por parte las autoridades, pero poco al ir de la mano de frase en nombre del bienestar de los gobernados. En la actualidad, el despotismo blando, del que advertía Tocqueville, se expresa muchas veces de manera sutil. Un ejemplo claro es lo dicho por el ex ministro de Educación del gobierno de Michelle Bachelet, Nicolás Eyzaguirre, quien dijo: «Las familias son seducidas por ofertas de colegios inglés que solo tienen el nombre en inglés y que por $ 17 mil le ofrecen al niño que posiblemente el color promedio del pelo va a ser un poquito más claro (…). Una cantidad enorme de supercherías que nada tienen que ver con la calidad de la educación». (Ministro Eyzaguirre cuestiona capacidad de familias para elegir colegios, 2014).
[64] Véase (Kirzner I., 1989).
[65] «La legitimación de las reglas e instituciones coercitivas tiende efectivamente a impedir el desarrollo de relaciones basadas en la confianza mutua, que son el fundamento de la cooperación voluntaria, porque se considera que el cumplimiento de cualquier compromiso se debe primariamente al efecto disuasivo de las sanciones gubernamentales» (Benson, 1996).
[66] Los taxistas que reclaman por UBER son los fabricantes de vela que reclaman contra las ampolletas. Véase (Bastiat, 2004): Petición de los fabricantes de velas a los señores diputados.
[67] Los conductores, en Chile por ejemplo, pagan una alta cuota para poder oficiar de taxis, lo que en se traduce en una barrera de entrada para un mercado
[68] Las mayores trabas burocráticas para poder fundar una empresa claramente no favorecen el desarrollo de los mercados.
[69] «Politic-legal order is a public good; disorder is a public bad» (Buchanan, 2000).
[70] Véase (Bastiat, 2004).
[71] (Comenzó con seis mil pesos y cambió el concepto del sándwich).
[72] Las leyes racistas son quizás uno de los mejores ejemplos de exclusión promovida por los estados. Peor aún, tales legislaciones no solo dejan fuera de la libre concurrencia a sujetos diversos sino que implican un desperdicio enorme de talentos potenciales en una sociedad.
[73] Véase (Stuart Mill, 2003).
[74] Muchas de las actuales tecnologías, que son parte de nuestra cotidianeidad, fueron en principio pensadas como ciencia ficción. La empresarialidad, en ese sentido, va más allá de la producción de bienes y servicios, también se relaciona con la creatividad artística y literaria.
[75] Según un informe de Human Right Watch, World Report 2017, el 76 por ciento de los hospitales públicos venezolanos no tienen los medicamentos básicos que deberían estar disponibles en cualquier hospital público en funcionamiento, incluidos muchos que figuran en la Lista de Medicamentos Esenciales de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Disponible en: https://www.hrw.org/sites/default/files/world_report_ download/wr2017-web.pdf
[76] Considerando las valoraciones subjetivas, tales ganancias pueden ser muy variadas y no necesariamente monetarias.
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