El hombre más solo
Ministro, parlamentario, militar, literato, marino, miembro alternativamente de los partidos Liberal y Conservador, imperialista, antitotalitario (anticomunista y antinazi por igual), […]
Publicado en El Líbero, 06.03.2023Cada 8 de marzo miles de mujeres alrededor del mundo salen a marchar conmemorando la protesta de 1854 en Nueva York, que convocó a cientos de trabajadoras de una fábrica textil exigiendo equiparar sus salarios con el de sus pares masculinos.
Hoy, sin embargo, las peticiones de una parte importante del llamado feminismo hegemónico o radical distan de estar orientadas a la búsqueda de la equidad. Se han transformado en una guerra ideologizada de corte victimista contra el capitalismo y, peor aún, contra el género masculino, que nada tienen que ver con las causas femeninas sino con un neo marxismo solapado.
El feminismo, en sus orígenes, fue un movimiento liberal. No proponía soluciones fundamentadas en el Estado. Las primeras mujeres que se identifican con esta causa no pedían fondos públicos sino igualdad ante la ley, y lo hacían enfrentándose al Estado y no aupadas a él. A mediados del siglo XVIII destacaron Mary Wollstonecraft en Inglaterra -hija de la Ilustración, esposa de William Godwin y madre de Mary Wollstonecraft Shelley (la célebre autora de Frankenstein)- y Judith Sargent Murray en Estados Unidos, ambas centradas en la igualdad educativa.
Ellas inspiraron a otras feministas individualistas en Estados Unidos, como Elizabeth Cady Stanton, Susan Brownell y Matilda Gage. Estas mujeres buscaron la educación igualitaria, el derecho al sufragio y también fueron abolicionistas. Eran partidarias del capitalismo por otra razón: además de acceso a la educación y derecho a voto, reclamaban derecho a la propiedad, esto es, poder tener una cuenta corriente, una casa en propiedad, acciones, firmar contratos, emprender.
Estas primeras acciones distan mucho del feminismo de hoy, el de la cuarta ola. Al solo efecto registral, digamos que la segunda ola se fraguó desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX, logrando las mujeres en el período acceso a las universidades, la potestad de sus hijos y el derecho al voto. En los años sesenta, en pleno albor de las revoluciones estudiantiles, de Mayo del ’68 y del hippismo, llegó la tercera ola feminista, para expandir las libertades civiles por cuenta del control de la natalidad. Los anticonceptivos le dieron a la mujer la opción de decidir sobre su maternidad y engrosar las nóminas de las oficinas, además de legislaciones sobre divorcio civil.
Estas olas quedaron lejos de la actual marea. Hoy, el feminismo que se impone bajo la declama de abolir la violencia de género, es un feminismo de mujeres que se asumen como víctimas de un sistema en el que no cabe la mujer independiente, considerada como individuo. Es un movimiento tribal, de mujeres cantando como zombies consignas fascistas («el violador eres tú»), vengativas hacia un enemigo abstracto. Se trata de un ideario que protege a sus miembros sólo si presentan adhesión ideológica absoluta. Quedan afuera de la protección de la tribu las mujeres policías o militares, o las atacadas por miembros de ideología similar a la de las dueñas de la tribu.
Y es que en nuestros días el feminismo es una discusión de poder. La verdadera evolución de una sociedad frente a formas primitivas de control, es la resistencia al dominio del poder. Y puesto que siempre tenderá al absoluto, el verdadero progreso reside en su límite. Sin la libertad de oponerse al poder, volvemos a instancias primitivas. Pues bien, las tendencias autoritarias plasmadas en la corrección política a que obliga el actual feminismo buscan acabar de manera arbitraria con esa libertad a través de un tema moralizante que nadie se atreva a discutir. Cuando se reniega de la libertad por un ideario de sumisión diseñado por burócratas, el poder se convierte para siempre en incuestionable. Eso es lo que está pasando con la creación de los ministerios de la mujer para imponer, por ejemplo, la falacia de la brecha salarial y de esa forma intervenir en la vida de las empresas y de los privados. Y todos calladitos.
«Se trata de un ideario que protege a sus miembros sólo si presentan adhesión ideológica absoluta. Quedan afuera de la protección de la tribu las mujeres policías o militares, o las atacadas por miembros de ideología similar a la de las dueñas de la tribu».
La realidad es que la brecha salarial de trabajo formal entre hombres y mujeres con la misma ocupación desaparece cuando se toman en cuenta las horas trabajadas. El salario de hombres y mujeres, con las mismas capacidades y en el mismo empleo, es igual. Y si así no fuera, existe un Ministerio de Trabajo que vela para que no haya discriminación por sexo. La brecha salarial no es ni más ni menos que una trampa estadística basada en ocultar que en promedio (y esto se va reduciendo sistemáticamente) las mujeres trabajan menos horas que los hombres y, en consecuencia, ganan menos por trabajar menos. La brecha salarial de género debería entenderse, realmente, como una brecha salarial de maternidad, ya que son las madres las que se ven abrumadoramente afectadas por ella. La desigualdad económica entre los sexos no tiene sus raíces en prejuicios ociosos sino en algo mucho más intratable: roles reproductivos crucialmente distintos.
La condición femenina en perspectiva evolutiva
Se yerra el análisis si no se encuadra la condición de la mujer desde la perspectiva de la evolución de la sociedad. No somos una construcción cultural que se inventa de un día al otro. Hemos evolucionado a lo largo de un vasto lapso de tiempo y frente a presiones ambientales particulares. La división de la vida en sexos distintos ocurrió antes de la evolución de los animales multicelulares. Fue en una todavía respetable quinta parte de ese tiempo que surgieron los mamíferos, los que dan de mamar, y que cuidan mucho de sus crías. Así, la categoría de «madre» y/o «hijo» existe desde hace 200 millones de años.
Frente a este panorama, el feminismo apela a una narrativa que ve la evolución de la sociedad como el resultado de una distribución cultural y desigual del poder, con aquellos en la parte superior de la jerarquía abusando de los de abajo para su propio beneficio.
Sucede que asumir nuestra evolución no encaja fácilmente con la comprensión simplista del sexismo que en general se escucha de las feministas. Incluso hay un bloque cada vez más influyente de feministas trans-inclusivas que argumentan que el sexo biológico es una construcción social y que «femenino» y «masculino» no son categorías coherentes en absoluto. La opinión progresista dominante es que cualquier diferencia que veamos entre los sexos está completamente socializada, es completamente irracional y, por lo tanto, es completamente curable a través de la reforma cultural: ¿y si no fuera tan fácil?
La idea que vivimos en una sociedad patriarcal, con una clara dominación masculina en la repartición de la riqueza y el capital, y donde las mujeres hacen el trabajo sin paga, está sesgada hacia una diminuta proporción de hombres súper exitosos que se extrapola para representar la estructura completa de la sociedad. La mayoría de las personas en prisión, que viven en la calle, víctimas de crímenes violentos, que se suicidan, que mueren en guerras, a los que les va peor en el colegio son hombres. Es cierto que son las mujeres las violadas, pero esto no provee evidencia de una heterodominación en Occidente sino de una asimetría, y es un problema del que el feminismo, en realidad, no se ocupa.
El fundamento de la existencia de una estructura hasta cierto punto patriarcal no es el poder sino la competencia. Así funciona nuestra sociedad. Sólo cuando la estructura degenera, cuando las relaciones fundamentales entre las personas dependen del poder, entonces se puede hablar de una tiranía. Si se contrata a un hombre como minero o a una mujer para cuidar a un bebé, no es consecuencia de una tiranía masculina sino de quiénes son los que ofrecen los servicios. Occidente, con todas sus imperfecciones, es por lejos la sociedad menos tiránica que alguna vez haya existido y que ha logrado cuidar mejor de la mujer frente a la violencia. Y es gracias a Occidente, también, que la suerte de las mujeres ha mejorado como consecuencia del desarrollo tecnológico -incluyendo la píldora anticonceptiva y las lavadoras, inventadas por hombres- mucho más que por el trabajo de las activistas feministas.
Porque, una vez superados problemas menores que dominan las redes sociales, desde «sentarse con las piernas abiertas» hasta la prueba de Bechdel, se llega al problema central que debiera ocupar el corazón del proyecto feminista pero del que, la mayoría, no se encarga. Las mujeres son físicamente vulnerables a los hombres, que en promedio son mucho más grandes, más fuertes y más agresivos. Se vuelven aún más vulnerables al tener hijos. Esto es cierto en cada parte del mundo y en cada período histórico que conocemos. Por ello la familia, el clan y la tribu primero fueron formas de dar protección frente al poder del hombre, tanto a las mujeres como a los mismos hombres -la mujer era violada pero al hombre lo mataban.
Y en un desarrollo muy posterior las naciones occidentales modernas se han acercado más que ninguna otra a la solución de este problema a través de una combinación de control de la natalidad y un sofisticado sistema de justicia penal. Y sigue siendo cierto que las mujeres y los niños son extremadamente vulnerables a lo que las feministas de la segunda ola llamaron «violencia masculina». Los resultados son devastadores: el 95% de los asesinatos en todo el mundo y el 99% de los agresores sexuales son hombres. Nadie sabe cómo refrenar adecuadamente a la (no insustancial) minoría de hombres que cometen tales actos, ni siquiera si se pudiera. La violencia, después de todo, no es ningún misterio. Es predeterminada y es fácil. Es la paz la que es el misterio. Es la paz lo difícil: aprendida, inculcada, ganada.
Por ello el actual discurso feminista que necesita ubicar a las mujeres en el seno de una supuesta clase oprimida y someterlas a la idea de que son víctimas de un modelo machista y violento, enfrentándola a la idea de la familia como primer nicho de protección y apego, algo que se da de bofetadas con la realidad que cualquier persona normal vive a diario pero aún así, es pernicioso y peligroso. Tomar la historia del varón con todo lo que ha contribuido a hacer retroceder la catástrofe de la existencia humana -a bajar la tasa de mortalidad, las hambrunas crónicas, las muertes tempranas, las enfermedades y la dificultad de criar niños asociada a todo ello- para reducirla a una parodia en la que su figura se ha limitado a perseguir a las mujeres en una tiranía patriarcal, es una lectura equivocada de la historia, terrible para enseñar a las adolescentes y horrible de escuchar para los jóvenes. Esto, aunque pueda parecer una simple ocurrencia, tiene raíces ideológicas profundas y crea una brecha -una de verdad- entre hombres y mujeres, sobre todo en las generaciones más jóvenes que son bombardeadas a diario con información sesgada a través de los medios de comunicación muchos subvencionados por los gobiernos y con adoctrinamientos feministas en las aulas sin que nadie vele en serio por ello.
El feminismo, hoy, no es sólo una agencia de colocación de inútiles. Es algo mucho más profundo contra lo que merece la pena dar la batalla cultural. El Estado, la universidad y las grandes empresas, intentan superarse unos a otros en la aplicación de esta ideología feminista que busca destrozar a la sociedad occidental, empezando por la familia como núcleo de protección y que fue la primera salvaguarda de la mujer y su cría, para instaurar un nuevo sistema de poder. Este feminismo nacido del marxismo cultural es el que hoy se manifiesta en las calles de la mayoría del mundo Occidental. Contra él hay que levantarse, no porque no exista violencia contra la mujer, sino porque ellos no están preocupados por eso.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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