El espíritu del 5 de octubre
El 5 de octubre de 1988 significó el triunfo de la democracia, incluso mucho antes de que se dieran a […]
Fundación para el Progreso, mayo 2020Para quienes pensamos que la libertad personal debe ser la base de la convivencia, y que la iniciativa privada y el libre mercado son la única vía para conseguir un progreso duradero y sostenible, la crisis desatada por el Covid-19 y, sobre todo, las políticas económicas que se están poniendo en marcha para salir de ella, suponen un nuevo desafío.
Hace tres décadas, en noviembre de 1989, la caída del muro de Berlín fue saludada por muchos como el triunfo claro e irreversible de la democracia y del libre mercado frente a las dictaduras comunistas, que habían destruido las libertades, y generado mucha miseria y pobreza con su modelo de economía planificada. El liderazgo de Reagan en EE.UU. y de Thatcher en Inglaterra había desenmascarado la gran mentira de Rusia, y se pensó, ingenuamente, que el liberalismo había ganado definitivamente la batalla al comunismo. Se hablaba incluso del “fin de la historia” al considerar que el debate ideológico era ya innecesario.
Lejos de ser así, a partir de ese momento el “complejo político-burocrático” no ha parado de crecer, adquiriendo cada día mayor fuerza. El viejo intervencionismo estatal, el poder del Estado frente al ciudadano, se ha sabido reformular, rediseñar, y ha encontrado nuevos argumentos para justificar una intromisión creciente en la economía y en la sociedad. Bajo intenciones aparentemente muy loables, como el bienestar social, el interés general o el mejor servicio a los ciudadanos, los enemigos de la libertad han prosperado, y de forma silenciosa se han ido creando burocracias que lejos de servir a las finalidades mencionadas, en realidad suponen una pesada carga para los ciudadanos, para las empresas, y para la buena marcha de la economía.
Se pensó, ingenuamente, que el liberalismo había ganado definitivamente la batalla al comunismo.
Las políticas económicas que se pusieron en marcha en Europa y en EE.UU. tras la crisis financiera de 2008, y las que ahora se están adoptando para responder a la crisis del Covid-19, son buena muestra de ello. Bajo la filosofía del “rescate” la idea de fondo de esas políticas es que el Estado y las agencias gubernamentales, sobre todo los Bancos Centrales, tienen que acudir al salvamento del sector privado para resolver sus problemas. En el 2009 se rescató al sector financiero, al que se suponía culpable de todos los males y ahora, en la crisis del coronavirus, el rescate se extiende al conjunto de la economía.
En ambos casos el modelo es inyectar mucha liquidez al sistema, suministrar dinero barato a los Gobiernos, a los Bancos y a los mercados financieros, con el objetivo, en principio, de que ese dinero fluya a las familias y empresas. Algo que no siempre sucede o al menos no en la medida deseada, pero que en todo caso eleva los niveles de deuda del sistema de forma creciente.
Si esas medidas fuesen estrictamente transitorias y dirigidas exclusivamente a parar los efectos “bola de nieve” que una espiral de desconfianza o un “shock” externo podrían producir en los ciudadanos, posiblemente no habría nada criticable en ellas. Sobre todo si se gestionan correctamente. Todos entendemos que en la sociedad del siglo XXI la política económica debe utilizar herramientas para paliar las consecuencias sociales y humanas de una emergencia sobrevenida, como la pandemia del Covid-19, o para evitar que una crisis de confianza en la banca, como la que provocó en 2008 la quiebra de Lehman, se convierta en una Gran Depresión por un colapso de la liquidez. Dejar deteriorarse las cosas y tener que reparar después los daños tendría seguramente un coste muy superior al de las medidas de intervención temporal.
La experiencia, sin embargo, demuestra que esas medidas transitorias se acaban convirtiendo en permanentes y que inevitablemente se acaba confundiendo lo que es un alivio temporal al dolor, un calmante, con la solución de fondo para la enfermedad. Y así se crea un tercer problema mucho más importante que los anteriores, a saber, que las medidas monetarias y fiscales, y la represión financiera asociada a las mismas, acaban distorsionando completamente los mecanismos del libre mercado.
Se empieza por bajar los tipos de interés y se acaba en la aberración de los tipos nominales negativos, se empieza por inyectar liquidez de emergencia y se termina por inundar el mercado hasta ahogarlo. El resultado final es que se desfigura completamente el mecanismo de asignación de los recursos en base a los precios de mercado, que es el que históricamente ha demostrado ser más eficiente para generar prosperidad y progreso económico.
De forma subliminal, pero muy directa, la idea que se transmite es que el mercado funciona mal, y que la solución a ese mal funcionamiento del mercado es una creciente intervención del Estado. Lamentablemente el remedio acaba siendo peor que la inexistente enfermedad y se crea una economía de baja calidad, de bajo crecimiento y falta de dinamismo, que es la economía que teníamos a fines de 2019, antes de que hiciera acto de presencia el coronavirus.
Esa economía “mediocre” de fines de 2019 es el resultado de las llamadas “políticas monetarias no convencionales”.
Esa economía “mediocre” de fines de 2019 es el resultado de las llamadas “políticas monetarias no convencionales” que se pusieron en marcha tras la quiebra de Lehman, presentándolas como excepcionales y transitorias, aunque luego nunca se revirtieron. El intento de la Fed de normalizar la política monetaria a partir de 2016 terminó abruptamente en 2018, tras el desplome de las Bolsas en diciembre, y el resultado final ha sido, ya antes del coronavirus, una expansión sin límites del gasto público y de la deuda tanto en Europa como en EEUU.
Ya nadie se acuerda de la ortodoxia fiscal y monetaria. Incluso Trump, que en su campaña de 2016 prometió una reducción de la deuda del Gobierno y criticó a la Fed por su política de bajos tipos de interés, ha acabado endeudando en un trillón de dólares adicional al Gobierno americano en cada uno de sus tres años de mandato, elevando el déficit público, ya antes del coronavirus, por encima del 5% y sucumbiendo plenamente a los encantos del dinero barato.
Pero lo peor de estas políticas económicas es que atacan de forma directa la fortaleza económica, y por eso es tan preocupante que las medidas adoptadas frente a la crisis del Covid-19 obedezcan al mismo modelo, llevándolo además al extremo.
Frente al Covid-19 se está haciendo lo mismo que se hizo frente a la crisis de 2008, pero con dos elementos nuevos. El primero es su mayor escala, con una expansion del balance de la Fed y del BCE que jamas se había hecho y con la promesa de llegar “hasta donde haga falta”, sin límite alguno. El segundo es que esas medidas de choque se presentan ya abiertamente como medidas de fondo, es decir, no como medidas transitorias de emergencia sino como medidas de fondo que van a reactivar el crecimiento tras la pandemia. A través de una curiosa mutación, se nos quiere hacer ver que la escala “ilimitada” de las inyecciones monetarias no solo va a estabilizar a corto plazo la economía, sino que además va a provocar una recuperación en “V” de la actividad económica global, una vez termine la pandemia.
Nos gustaría mucho que esto fuese así, pero mucho nos tememos que sea justo al revés, y que a la pandemia siga una severa crisis de crecimiento en la economía global. Y nos lo tememos porque la receta es la misma que en 2009 , más deuda y más “easy money”. Remedios muy eficaces para cortar la hemorragia, pero inútiles a la hora de resolver los problemas estructurales que aquejan a la economía.
Lo que la economía necesita es una profunda transformación. Los problemas estructurales requieren soluciones de fondo, no rescates que aplazan los problemas en lugar de resolverlos. El modelo de los “préstamos puente”, de la patada hacia adelante, de la respiración asistida, acaba creando una economía en “animación suspendida”, llena de empresas “zombies” que se constituyen en un obstáculo más para la reactivación de la actividad. Una economía adicta al dinero barato y a la deuda, conectada al “respirador” de una financiación temporal que acaba convirtiéndose en permanente y lastrada por el peso de la deuda, es una economía débil, incapaz de levantar el vuelo y coger fuerza propia.
Lo que la economía necesita es una profunda transformación.
La hoja de ruta para salir de la crisis del Covid-19 no es por tanto más deuda ni más gasto público para perpetuar una economía ineficiente y unas empresas que necesitan reconvertirse. La solución no es aumentar el peso del Estado a costa del mercado.
La verdadera hoja de ruta es abordar la transformación de la economía y la corrección de los desequilibrios. El coronavirus no es solo un “shock” externo. Es también el catalizador que ha puesto en evidencia los problemas de un modelo económico agotado y de una economía global que arrastraba serios problemas y que había acumulado una dosis de deuda mucho mayor de la que razonablemente podía soportar. Por eso la agenda para solucionar la crisis del Covid-19 debe ser una agenda de transformación, para eliminar la parte "zombie" de la economía, haciendo el “write off” de lo que no tiene valor, e invirtiendo capital, no deuda, para fortalecer y reestructurar la economía y financiar la innovación.
Productividad, innovación, inversión de capital y trabajo serio son la alternativa a un modelo de rescate monetario abocado al fracaso.
En esta alternativa, el papel de los mercados financieros es esencial para volver a capitalizar el sistema y para asignar y dirigir los recursos hacia la innovación y hacia la transformación positiva. Estos días de confinamiento y teletrabajo nos hemos dado cuenta del valor de las nuevas tecnologías, que nos permiten comunicarnos y que facilitan a las empresas seguir funcionando. Pero hay que recordar que las nuevas tecnologías, los Apple, los Amazon, los Google, los Facebook, los Netflix o los Microsoft no estarían ahí si no hubiese existido la Bolsa tecnológica Nasdaq que los financió a largo plazo con capital.
Está claro que este discurso no gusta en general a los políticos, que prefieren la alternativa del dinero barato, estirando aún más la ya casi agotada capacidad de los Bancos Centrales, y tratando de posponer la inevitable e incluso necesaria crisis de deuda. Para hacerlo, burócratas y políticos de todo signo tratan de convencer a los ciudadanos, con aparente éxito, de que solo el Estado, es decir, los Gobiernos y las burocracias, locales o multilaterales, pueden sacarnos de esta crisis.
En el 2008 se encontró la excusa perfecta para poner en práctica ese modelo intervencionista . Se echó la culpa de la crisis al sector financiero, con cierta razón, pero olvidando deliberadamente la enorme culpa que también habían tenido la mala regulación y la todavía peor supervisión del sector por parte de quienes tenían la obligación de hacerlo. Ahora no hay ningún motivo para echar la culpa de la situación que vivimos al sector privado, pero caben pocas dudas de que, en lugar de hacer autocrítica o admitir la más mínima responsabilidad, los “policy makers” van a ver en la pandemia una clara oportunidad para ocupar nuevas parcelas de poder.
Sin menospreciar el papel del Estado, que lo tiene, hay que decir que existe un modelo alternativo para salir de la crisis sin seguir cebando la bomba de la deuda. Ese modelo alternativo es, simplemente, capitalizar la economía y dejar funcionar a los mercados. Dejar que hagan sus ajustes, que eliminen la parte "zombie" de la economía, que doten de capital suficiente a los proyectos que de verdad aporten valor y ayuden a la parte productiva de al economía. Esa es la fórmula para una prosperidad sostenible.
Vuelvo al principio, a la caída del muro de Berlín en 1989. Es bueno recordar lo que pasó antes de esa caída. Es bueno recordar la muy diferente evolución que tuvieron entre 1945 y 1989 en Europa los países integrados en la antigua U.R.S.S. y los países de la Europa libre. Y es bueno recordarlo ahora, precisamente ahora, para evitar la tentación de volver a modelos fracasados.
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