Cómo mueren las democracias: el caso de Chile
El 2023 estará marcado por al menos 2 hitos relevantes en materia política, por un lado, la conmemoración de los 50 años del quiebre democrático ocurrido en 1973 y, por otro, el tercer intento de elaboración de una nueva Constitución. Frente a estos dos hechos surge la pregunta: ¿son las constituciones y su diseño institucional la única forma de salvaguardar o garantizar la democracia? Y la respuesta es que no. Si bien es cierto las constituciones establecen las reglas del juego democrático y muchas veces institucionalizan las prácticas y reglas que controlan el poder, no necesariamente evitan que las sociedades sucumban a la demagogia o la violencia, o que ciertos actores políticos deriven en tiranos.
Una lección que ya deberíamos tener aprendida es que sostener una democracia depende de la existencia de una cultura democrática vigorosa. Según los profesores de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en su célebre libro Cómo mueren las democracias, estas no se sostienen solamente a través de normas y constituciones escritas, sino que requieren también de ciertas reglas no escritas que son socialmente respetadas por toda la comunidad. Aquello constituye las prácticas políticas democráticas de una sociedad determinada. De esa forma, estas normas democráticas establecen reglas de convivencia, como no recurrir a la violencia y el vandalismo para expresar demandas, que evitaría el desmoronamiento de las reglas comunes y que abre la puerta a un conflicto fratricida entre los miembros de una misma comunidad.
«La demagogia y una ciudadanía intolerante son una mala mezcla. A 50 años del quiebre de nuestra democracia, ¿estamos promoviendo la cultura democrática o estamos azuzando las odiosidades de antaño?»
Los autores señalan la existencia de dos reglas no escritas claves: «la tolerancia mutua» y la «contención institucional». La primera implicaría que los adversarios políticos se miren como legítimos contendores y no como enemigos a derrotar, y la segunda dice relación con que las autoridades deberían evitar ejercer de forma indiscriminada las atribuciones que legítimamente el ordenamiento jurídico les otorga, porque podría llegarse a desvirtuar el espíritu de estas, poniendo en «peligro el sistema».
Lamentablemente, en términos de cultura democrática, el panorama no es alentador. De hecho, es desesperanzador. Si se revisa la «Encuesta de Valores democráticos 2021» de la Fundación para el Progreso en conjunto con Criteria Research, se observa que existe un ascenso de la polarización y la intolerancia. Sin ir más lejos, un 61% de los encuestados opina que alguna idea política debe prohibirse. A este escenario se suma el «desenfreno institucional», como las variadas acusaciones constitucionales, los diversos indultos particulares otorgados, los resquicios constitucionales que el Congreso utilizó para los retiros de fondos de pensiones y la constante práctica de la minoría de llevar proyectos al Tribunal Constitucional para saltarse a la mayoría.
La demagogia y una ciudadanía intolerante son una mala mezcla. A 50 años del quiebre de nuestra democracia, ¿estamos promoviendo la cultura democrática o estamos azuzando las odiosidades de antaño?
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