Caen el capitalismo y el puritanismo
Partió enero y se sentía más un 33 o 41 de diciembre que otra cosa. Todo seguía envuelto de la intensidad de ese año pandémico, electoral, polarizado, irracional y adolescente. Hoy, con los ánimos más calmos, discrepar de la ley de “indulto” o no haber votado por Boric ya no es tan “violento”. Cambiaron los valores por ganadores; una extraña costumbre. Ahora, mientras esperamos el nuevo gabinete, la derecha no sabe cómo se reordenará, los viejos —y jóvenes— concertacionistas en lontananza no saben si pedir o no alguna migaja, y así.
Joseph Schumpeter es un austríaco que avizoró durante los años 40 el derrumbe del capitalismo, un orden social que le agradaba. Era más científico que Marx, por lo que no cometió sus errores básicos en economía ni inventó fuerzas ocultas que nos dominaban. Aunque el capitalismo no colapsó, Schumpeter le achuntó a unas razones por las cuales podía entrar en crisis: decía que era un orden tan sofisticado, tan abstracto, que las personas no distinguirían lo bueno de lo malo, y, así, se volverían hostiles contra él, olvidando incluso la importancia de la propiedad privada, su fundamento. Este odio sería canalizado por sofistas profesionales, cultivados y financiados por esas mismas bondades del capitalismo. Ese ambiente hostil, más una mejora constante en la calidad de vida, una mayor disponibilidad de ocio, un porvenir de progreso dado por sentado y pobreza todavía por hacer desaparecer, combinado con inseguridades individuales, era una mezcla perfecta para la agitación social. Especial para culpar a las AFP de los males más insólitos, y otros más puntuales, pero no causadas por ellas, sino por políticos que no aumentaron la cotización, aplazaron fiscalizaciones y no subieron el pilar y el aporte solidario. Pero ahí siguen: ahora trabando un proyecto de ley e inventando además impuestos inservibles para “super ricos”, que solo harán que más chilenos traten de casarse con Pampita u otra residente en Punta del Este.
Decía también Schumpeter que el dinamismo social y la clase que había hecho florecer el capitalismo, la burguesía, se autodestruiría a sí misma y a su orden. Se burlaba principalmente de cómo los burgueses renegaban del uso de símbolos o del conocimiento del alma humana, lo que les hacía replicar sus loables lógicas de mercado y lucro en los más diferentes ámbitos: sin embargo, esa racionalización contable, decía, motor revolucionario del capitalismo, no servía en política. Ejemplos eran los fracasos de Francia y Alemania, y también el de los Países Bajos, donde sus millonarios mercaderes habían sido históricamente unos incapaces en política internacional. En Inglaterra, en cambio, los aristócratas se habían reinventado, conversando desde su tradición, cediendo y retrocediendo. Acá ya gobernaron Alessandri y Piñera. A la espera quedamos del gabinete de los puritanos.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.