El 18 de octubre y siguientes
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Publicado en El Mercurio, 13.04.2024Se ha puesto de moda hablar sobre «moralidad tributaria» a propósito de normas que buscan recaudar más impuestos y restringir las libertades personales bajo el pretexto de combatir la elusión y la evasión.
Como de costumbre, el debate está mal planteado, pues la pregunta esencial no es de qué forma deben cumplir los ciudadanos su supuesto «deber» de pagar impuestos, sino si es que el Estado tiene derecho a cobrarlos para empezar a hablar. Y es que los impuestos son siempre y en todo lugar una confiscación violenta de la propiedad de los individuos por parte de terceros, a saber, el Estado.
El profesor de Harvard Robert Nozick, uno de los filósofos más relevante del siglo 20, explicó este punto al afirmar que «aplicar impuestos a las ganancias del trabajo es equivalente al trabajo forzado... tomar “n” ingresos de la hora de trabajo es equivalente a tomar “n” horas de la persona». Si usted, por ejemplo, gana 10 mil dólares por mes trabajando cien horas y debe pagar un 20% en impuestos, es decir 2 mil dólares, entonces le han forzado a trabajar veinte horas a cambio de nada.
«Los impuestos son siempre y en todo lugar una confiscación violenta de la propiedad de los individuos por parte de terceros, a saber, el Estado».
Incluso los que consideran absurda esta tesis, dice Nozick, no estarían de acuerdo en obligar a un grupo de hippies a trabajar forzadamente cinco horas a la semana para satisfacer las necesidades de los más desfavorecidos. También se opondrían a forzar a trabajar sin remuneración a quienes tienen empleo cinco horas más a la semana para suplir las carencias de los necesitados.
Es cosa de imaginar una ley que establezca obligatoriamente cinco horas de trabajo «social» gratuito a la semana para entender el punto de Nozick de que los impuestos constituyen siempre un abuso sobre la libertad y propiedad de los individuos. La única forma de intentar justificarlos es demostrando que estos financian un Estado mínimo capaz de asegurar el derecho a la vida, la libertad y la propiedad. Por eso dice Nozick que «el Estado mínimo es el más extenso que puede ser justificado», pues cualquier otro «viola los derechos de las personas».
Los derechos sociales, basados en una amplia redistribución de riqueza, se sustentan así en la inmoralidad del trabajo forzado que unos ciudadanos deben hacer en beneficio de otros. Y aunque sea popular y cuente con una defensa acalorada de parte de intelectuales, economistas y políticos de todos los sectores, dado que los impuestos son siempre una expresión de violencia estatal, sus promotores no pueden escapar a la inevitable conclusión de que, bajo el argumento de servir a algunos, están violentando a otros, es decir, convirtiéndolos en un medio para satisfacer fines ajenos, algo que es, como enseñó Kant, incompatible con la dignidad humana. Un ejemplo dejará este punto más claro. Supongamos que usted vive en una sociedad en que todos están de acuerdo en que la vivienda es un derecho social universal que debiera ser provisto para todos con cargo a impuestos. Ahora digamos que su vecino quebró y no puede seguir pagando su casa. Como consecuencia, el vecino organiza a otros y van a su hogar armados a reclamar una parte de su ingreso para financiar el arriendo del vecino bajo la amenaza de que lo van a encerrar en una cárcel o confiscar su propiedad si no lo entrega. ¿Resulta esto moralmente aceptable? No, sin embargo, esta es la lógica de la redistribución que se realiza bajo pretextos de «justicia social». O usted trabaja gratis para otros o lo sancionan con el aparato coactivo del Estado.
Que a muchas personas les cueste ver la inmoralidad intrínseca de los impuestos con fines redistributivos solo da cuenta de la estatolatría tóxica que impregna nuestra cultura, en la que más que soberanos, nos entendemos como súbditos de quienes detentan el poder del Estado. Más aun, los mismos que defienden la redistribución para supuestamente servir a terceros, no solo tienen muchas veces el descaro de robar y despilfarrar buena parte de lo que quitan por la fuerza, sino que reafirman su voracidad tributaria precisamente en el fracaso del Estado que manejan y que siempre atribuyen a la falta de recursos.
Y así se cierra un círculo vicioso perfecto en que la premisa de partida según la cual las personas, en nombre de la «solidaridad» o «justicia social», somos meros fines para satisfacer necesidades de otros mediante la confiscación violenta de nuestra propiedad. Ello nos lleva a quedar a disposición de quienes nos dominan para saciar la inagotable fuente de necesidades de terceros bajo la amenaza de ser castigados si nos resistimos y de ser tratados como herejes pecadores si desafiamos el sistema. De este modo, el abuso tributario termina siendo completo, pues, por un lado cuenta con un aparato de violencia para respaldar su insaciable apetito y, por otro, con uno discursivo para justificarlo y convertirlo en ideología pública.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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