Desde 2008, Occidente vive tiempos convulsionados. La crisis financiera, la crisis de la deuda europea y la irrupción de las redes sociales, han puesto en jaque los equilibrios políticos de posguerra e, incluso, según muchos analistas, a las democracias liberales. Sin duda, experimentamos un proceso de disolución de la relativa estabilidad política y económica que existió desde que terminara la Guerra Fría.
A lo anterior se suma la aparición de potencias no occidentales y la consolidación de China como fuerza económica-política, todo lo cual incrementa la desestabilización del planeta al disputarle a Estados Unidos el rol hegemónico que adoptó desde la segunda guerra mundial.
Lo anterior ha incidido en que la democracia liberal se vea amenazada en diferentes países -desarrollados y no desarrollados- los cuales hoy enfrentan el ascenso y aparición de líderes y movimientos populistas que los tensionan. El término populismo, aunque utilizado de diferentes maneras, se ha hecho, como consecuencia, extremadamente popular. A pesar de que muchas veces se utiliza como un sinónimo de demagogia,[1] el populismo se identifica más bien con una tendencia o lógica política que tiende a separar a la elite -el establishment- como un grupo homogéneo y corrupto, que está en contra del pueblo, y que sería, a la vez, un grupo homogéneo y puro. Se trata, por lo tanto, de dos grupos, antagónicos: unos serían el pueblo, y otros, el antipueblo. Esta tendencia moralizante y anti-establishment puede estar representada tanto por un líder como por un movimiento o partido político, pero lo crucial es que divide al mundo entre buenos y malos, presentándose los populistas como los buenos y redentores, que encarnan la voz y las necesidades del pueblo.
Al populismo se le califica también como una ideología delgada, porque puede ser «acogida» en otra ideología, gruesa, sea esta el fascismo, socialismo o liberalismo, todas las cuales configuran ideologías comprehensivas de la sociedad. Movimientos o líderes populistas pueden encontrarse, entonces, tanto en sensibilidades derechistas como izquierdistas.[2]
La democracia, el «gobierno del pueblo», lleva el adjetivo «liberal» cuando cumple ciertas características entre las que se destacan la división de los poderes -legislativo, judicial y ejecutivo-; y la protección de los derechos y libertades individuales a través de una regulación que, por lo general, es una constitución. Toda esta división de poderes y controles mutuos se basa en una de las más importantes premisas del liberalismo: que los hombres no son ángeles y pueden hacer un mal uso del poder. Sin embargo, como señala Roberto Torretti, estas preocupaciones se originan mucho tiempo atrás, en la democracia en Grecia, donde «varios aspectos de la institucionalidad democrática ateniense parecen inspirados por el temor a que un individuo se destaque demasiado, gane influencia y se adueñe del poder».[3] Fue Montesquieu quien, tiempo después, «para proteger a las personas contra la supremacía del Estado…preconizó la separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial»,[4] preparando el camino intelectual para que los Padres Fundadores de Estados Unidos crearan las bases de la democracia liberal que luego se extendería por casi todo Occidente. Estos pilares institucionales son lo opuesto al populismo, ya que éste no es amigo del control del poder ni de la idea de que la «voluntad del pueblo» sea cuestionada cuando se expresa a través de mayorías. Roger Scruton explica que nuestra naturaleza nos lleva a buscar líderes fuertes, y a seguirlos a ciegas, porque es así como nos convino actuar durante miles de años. Quien no seguía al líder, a uno fuerte que demostrase seguridad, simplemente moría, o su tribu desaparecía.[5] Nuestra condición de Homo sapiens es extremadamente nueva si consideramos la historia de la evolución de nuestra especie humana.[6] Controlar estos instintos animales más profundos, o más bien moderarlos, es tarea de la cultura y de la civilización. Jonathan Haidt señala que los «seres humanos somos criaturas tribales sin mucha inteligencia a nivel individual» y que «solo cuando logras crear buenos sistemas de organización social se pueden corregir nuestras fallas y obtener buenos resultados».[7] La «amenaza del tribalismo», como titularon su ensayo Amy Chua y Jed Rubenfeld, en The Atlantic, está siempre presente.[8]
A pesar de que muchos hablan del supuesto error de Francis Fukuyama consistente en haber proclamado la consolidación de la democracia liberal como un éxito ideológico -le llamó el «fin de la historia»-, la idea, usualmente atribuida a Winston Churchill, de que «la democracia es la peor forma de gobierno exceptuando todas las demás que se han probado», sigue siendo cierta. Las guerras, las regresiones democráticas o las amenazas de facto de liderazgos mundiales, como el de regímenes del tipo de China, no contradicen la superioridad de la democracia liberal como método de gobierno para quienes valoran la libertad y el humanismo.[9] Los lamentables retrocesos democráticos en el último tiempo han ocurrido no solo en Occidente, sino también en Oriente, donde la democracia liberal llevaba años ganando terreno. Amartya Sen, en una reciente entrevista al New Yorker afirmó que aún quedaban elementos democráticos en India, pero que si le preguntaban «si es que ahí la democracia ha decaído en los últimos veinte años» la respuesta era afirmativa.[10] Los aspectos iliberales, introducidos a las democracias como la India, van desde cambios o interpretaciones forzadas de la constitución -como hizo el mismo Evo Morales para ir a la reelección a pesar de que el pueblo se lo negó explícitamente en un plebiscito-,[11] hasta modificaciones en los tribunales supremos y amedrentamientos y censura de la prensa. Los falsos redentores surgen y reciben apoyo de la ciudadanía, por lo general, en épocas de crisis, y si no hay tal, se las arreglan para generar la sensación de que vivimos en una de ellas, operación política que es más fácil hoy en día debido a la aparición de las redes sociales y a lo atractivo que resulta, para el ser humano, creer que vivimos en épocas catastróficas.
Existe, sin embargo, una interpretación medianamente positiva del populismo en los trabajos de Margaret Canovan, quien se enfoca en democracias consolidadas,[12] y en los del intelectual marxista argentino Ernesto Laclau y su mujer, la belga, Chantal Mouffe.[13] Esta corriente sostiene en parte que los movimientos populistas, a pesar de todo, servirían para que los políticos y la elite atendieran necesidades reales de la ciudadanía, necesidades que habrían dejado de lado debido a su ceguera o corrupción. El populismo funcionaría entonces, como correctivo de la democracia. Esta interpretación es confusa debido a que cualquier líder, evento o movimiento popular que cuestione actos efectivamente malos de los políticos -o incluso que mejore condiciones materiales de grupos antes olvidados-, podría ser calificado de populista. No diferenciaría a reformistas de populistas. En esencia uno puede definir populismo desde demasiadas corrientes en las ciencias sociales. Desde el ámbito sociológico[14] y político[15], al económico[16], entre otros,[17] y desde ahí teorizar, ya que es una definición estipulativa. Por ejemplo, si se considera que los populismos son simplemente políticas redistributivas, o por qué no, políticas pro-deporte, se acaba el conflicto directo de éste con la democracia liberal. Esto puede ser una discusión sin fin, pero la literatura académica y la opinión pública ha confluido en la idea de que el populismo es un movimiento contrario en su esencia a la democracia liberal, ya que es mayoritario -contrario a las minorías, a los pesos y contrapesos y al pluralismo- y que moraliza maniqueamente la sociedad entre buenos y malos. Esto último, además de contrariar las democracias liberales, vulgariza y extrema la deliberación política, que ha entrado en un espiral de intolerancia pocas veces visto en los últimos años, y una que preocupa incluso a las Universidades, donde la tolerancia debería ser esencial, como bien explica Harald Beyer en su ensayo para esta edición de ÁTOMO.[18]
Si bien hay autores como Morris Fiorina que sostienen que, además de no ser algo novedoso en nuestra historia, esta polarización política solo se encuentra en las elites -lo que nos daría esperanza porque los votantes serían más moderados-,[19] el ascenso y elección de líderes populistas en países europeos, como analiza Paulina Astroza en su ensayo para esta edición, y la llegada de Donald Trump al poder, nos entrega evidencia para preocuparnos. Los populismos presentan desafíos para las democracias, especialmente si Occidente quiere seguir unido representando y abogando por los valores humanistas tan olvidados por las nuevas potencias orientales. Este número de ÁTOMO entonces está dedicado a reflexionar sobre estos temas, además de sus usuales escritos sobre libros, ficción, poesía y música.
«El progreso es imposible sin cambio, y aquellos
que no pueden cambiar sus mentes,
no pueden cambiar nada»