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Pocos se han mostrado indiferentes ante la querella de la Presidenta de la República contra la revista Qué Pasa. Sin embargo, si bien existe consenso en que querellarse habría sido un error, este consenso es mayor en torno al aspecto político-comunicacional.
Como ya han notado columnistas y analistas internacionales al respecto, la querella tiene también poco sustento en el ámbito jurídico, considerando que, para un medio de prensa, transmitir una acción u opinión de terceros no implica adherir a ella. Además, tampoco le es exigible cerciorarse de su veracidad —algo diferente a exigir no mentir deliberadamente— y menos cuando se trata de informaciones sobre autoridades afectas al escrutinio público que ostentan el poder y muchas herramientas político-comunicacionales para defenderse o exigir rectificaciones, como el Presidente de Chile.
Entre muchas otras opiniones, testigos sorpresa y declaraciones, una de las más llamativas escenas —confusa o incluso farandulera— ha sido la renuncia de Fernando Paulsen a la radio en que trabajaba.
En un nuevo acto de victimización, el periodista renuncia aduciendo, dada su calidad de socio con el abogado que patrocina la querella, que prefiere proteger a la radio de “eventuales consecuencias” debido a su conflicto de interés como informador y pseudopatrocinante a la vez.
Lo llamativo de esto, además del fondo, es la forma: un tono acusatorio que, a su vez, lo hace parecer una víctima. En su declaración, Paulsen acusa la existencia de un atentado sanguinario, una verdadera “mutilación” a la libertad de expresión por parte de los editores de la revista. Lo que hizo Qué Pasa sería una acción, según él, “nunca antes vista en la historia del periodismo chileno”.
Editar sesgadamente con fines sensacionalistas u otros diferentes al de informar objetivamente, no es un atentado contra la libertad de expresión, es nada más que el ejercicio editorial legítimo de un medio. Y eso no lo condena la justicia, lo condenan las personas.
Si bien el acto de Qué Pasa —para algunos editar sesgadamente— podría considerarse una “canallada”, no sería en lo más mínimo un ataque a la libertad de expresión, como Paulsen señala. Si la canallada es tal —porque el contexto o el resto del audio cambiaría completamente el sentido de lo emitido—, eso no sería coartar la libertad de expresión, ni mucho menos algo “nunca visto en la historia del periodismo chileno”. Es simplemente una decisión del medio.
Editar sesgadamente con fines sensacionalistas u otros diferentes al de informar objetivamente, no es un atentado contra la libertad de expresión, es nada más que el ejercicio editorial legítimo de un medio. Y eso no lo condena la justicia, lo condenan las personas.
Lo que ha ocurrido acá podría ser, para Paulsen, mal periodismo, pero no autoritarismo. Y justamente lo que ha hecho la Presidenta es a todas luces un resabio de autoritarismo.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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