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Interseccionalidad y política identitaria

Como una «Constitución imaginaria para un país imaginario», describió el texto redactado por la Convención, el académico Max Colodro, en su columna del pasado 10 de septiembre. Metáfora que encuentra justificaciones sólidas en el resultado del plebiscito de salida, en el que el 61,86% de los chilenos rechazó la propuesta constitucional. Un resultado contraintuitivo, que se dio antes de cumplirse dos años desde que los mismos ciudadanos pidieran en las urnas que se redactara una nueva Constitución como mecanismo para canalizar las tensiones sociales vividas desde octubre de 2019.

El texto, que recogía algunas de las demandas emanadas de las protestas ciudadanas, también agrupaba temáticas impopulares, como la política identitaria o la interseccionalidad; pero que resultaban «vanguardistas» para la elite de izquierda que controló el proceso. El mismo presidente Gabriel Boric, quien apostaba por la aprobación de la nueva Constitución, afirmó que no se puede ir más rápido que el pueblo y que «ser un adelantado a tu época en política es una forma elegante de estar equivocado».

Sin embargo, el distanciamiento entre la propuesta y los chilenos parece haber sido una cuestión más de rumbo que de velocidad.  Las razones por las que se rechazó la propuesta dan cuenta de esto. Según la encuesta Cadem, publicada el pasado 11 de septiembre, el principal motivo del rechazo fue porque el proceso que llevaron los constituyentes fue muy malo, seguido de la desconfianza por la plurinacionalidad y las autonomías indígenas; los temas valóricos como el aborto, el regionalismo y feminismo, también fueron mencionados por los encuestados en la misma proporción que los cambios al sistema político.

Es decir, materias que se agrupan en el carácter identitario y la perspectiva interseccional que, además de haber quedado suscritos en el texto, acompañaron el día a día del proceso. Así, la palabra identidad se escribió 12 veces; enfoque de género, 7; naciones indígenas aparece en 35 oportunidades y en tres ocasiones se encuentra interseccionalidad. Este último concepto quizá sea el más desconocido, y que el psicólogo social y profesor de la Universidad de Nueva York, Jonhatan Haidt, en su libro Malcriando a los jóvenes estadounidenses publicado por la Fundación para el Progreso en Chile, describe como una intersección de diferentes características que se consideran frutos de opresión tales como raza, clase, género, sexualidad, discapacidad, etnia, nación, religión y edad. Al coincidir alguna de éstas en una persona o “colectivo” se habla de interseccionalidad: por ejemplo una mujer indígena intersecta dos minorías que, además, se les describe como minorías que han sido víctimas de opresión en la historia

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Interseccionalidad o igualdad ante la ley

En los artículos 50, 311 y 343 de la propuesta constitucional aparecía el concepto interseccionalidad. El primero de estos expresa que el Estado garantiza el derecho al cuidado a través de «un Sistema Integral de Cuidados, normas y políticas públicas que promuevan la autonomía personal y que incorporen los enfoques de derechos humanos, de género e interseccional»Y en el Artículo 343 se expone que dentro de las atribuciones del Consejo de la Justicia estaría asegurar «la formación inicial y capacitación constante de la totalidad de funcionarias, funcionarios y auxiliares de la administración de justicia, con el fin de eliminar estereotipos de género y garantizar la incorporación del enfoque de género, el enfoque interseccional y de derechos humanos».

El problema de la interseccionalidad está en que se sostiene en un fundamento moralmente inválido: el victimismo. Así lo explica Antonia Russi, psicóloga e investigadora de la FPP. «Es un argumento que defiende grados o categorías de victimización. De esta forma hay secciones de vulnerabilidad por el hecho de portar ciertas características como la etnia, el género, la nacionalidad o la orientación sexual; asimismo, los distintos niveles de vulnerabilidad se pueden sumar para hacerme más o menos victimizado», enfatiza.

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En este sentido, según Russi, la persona que forma parte de distintos grupos en la sociedad acumula «grados de victimización» por la que debe ser indemnizada: «El problema con ello, es que se generan privilegios por ser de ciertas categorías, o bien, se discrimina a otra persona que no pertenezca a ninguna de estas. Claramente, esta teoría no responde a la idea de la dignidad humana que, a su vez, exige el reconocimiento de la igualdad ante la ley».

La palabra identidad se encontraba en artículos como el 29 que indicaba que el Estado «reconoce la neurodiversidad y garantiza a las personas neurodivergentes su derecho a una vida autónoma, a desarrollar libremente su personalidad e identidad». O en el artículo 34 que expresaba que «los pueblos y naciones indígenas y sus integrantes, en virtud de su libre determinación, tienen derecho al pleno ejercicio de sus derechos colectivos e individuales. En especial, tienen derecho a la autonomía; al autogobierno; a su propia cultura; a la identidad y cosmovisión».

A juicio de Eugenio Guerrero, director de Divulgación de la FPP, el problema de la presencia de estos conceptos de manera tan categórica en la propuesta constitucional, no radica en el haber tomado en cuenta el debate de las minorías, sino en que el reclamo de inclusión, en su base, fue exacerbado hasta romper, superar y trascender con la identidad básica, principal y fundamental de cualquier comunidad política republicana, liberal y democrática: la identificación recíproca como ciudadanos iguales en dignidad, derechos y deberes. «Cuando el elemento común pretende ser sustituido por una fragmentación evidenciada en una explosión de identidades con una carga esencialista, que raya en lo patológico en términos del reconocimiento del yo en detrimento de otros o, simplemente, para aislarse del resto, la convivencia republicana democrática enfrenta su imposibilidad de realización», precisa.

El discurso identitario, para Jorge Gómez, politólogo e investigador de la FPP, es otra forma de colectivismo que no reconoce a las minorías, sino a algunas minorías de forma ad hoc a ciertos discursos políticos. «Si quisiéramos defender a las minorías, deberíamos defender a los individuos, a las personas y sus derechos y libertades, no a ciertas identidades», advierte.

Premisa que, para Gómez, queda claramente reflejada en la idea de que la Constitución debe reparar o resarcir a los grupos excluidos o las identidades subyugadas. «Claramente, este criterio se visualizó de forma más notoria respecto a los grupos indígenas, pero respondía al mismo colectivismo identitario claramente contrario a la idea de que sin importar tu raza, tu edad o cualquier otro criterio, eres merecedor de los mismos derechos que el resto», explica.

La política del bien y el mal 

Esta lógica de subyugación responde a lo que Guerrero describe como «la moralización de la política», que mostró un rostro nítido en lo que fue el proceso constitucional. «Cuando se piensa que en lo político se libra una guerra entre el bien y el mal, en esta visión sólo existen aliados y enemigos, cada uno toma su bando. Como muy bien describió Raymond Aron, la inclinación de los revolucionarios optimistas por la virtud los lleva a exigir a otros su propia pureza».

Guerrero explica que la ciudadanía chilena no estaba poniendo en cuestión su cultura, sus símbolos, sus recuerdos comunes y su idea de nación unida; pero un conjunto de convencionales estaba librando una guerra en un país imaginario. «Esas batallas son de esas que sólo se discuten en los patios universitarios y en las salas de algunos partidos políticos elitistas divorciados de la sociedad en la que viven. Hecho que llevó, por cierto, a la enorme desafección que existe respecto de ellos», indica.

Citando al inglés Michael Oakeshott, quien conceptualizaba la política como aquella actividad de una sociedad dirigida a organizar sus diversidades, Guerrero explica que una Constitución se hace cargo de aquello y edifica un entramado institucional en la que esta diversidad, fruto del pluralismo, puede desarrollarse, complejizarse y desenvolverse. «Las sociedades van evolucionando y sus marcos institucionales se ven presionados por estos cambios», comenta.

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Para asumir esto y encontrar soluciones dinámicas y predecibles, el director de Divulgación FPP manifiesta que hay dos caminos: primero, el político, aquel que indica que esos cambios deben venir acompañados del igual reconocimiento, en el que la inclusión no se realice en detrimento de otros, asegurando así un marco de libertades fundamentales. En segundo lugar está el antipolítico, que es aquel que toma como punto de partida las diferencias y los elementos que separan a los ciudadanos en grupos y hacen tumultuosa la cohabitación y la convivencia, a tal punto de conseguir, intencionadamente o no, la fragmentación del espacio político. Este último fue el camino tomado en la propuesta constitucional.

Más allá del texto, el enfoque y articulación con base en la política de identidad llevó a que muchos convencionales siguieran operando como activistas de una causa específica y que nunca entendieran su rol como redactores de una Constitución de personas iguales en dignidad, explica Gómez: «Nunca buscaron consensuar marcos constitucionales, sino imponer los elementos de las propias causas». Esta realidad puede entenderse como uno de los motivos del conflicto, casi permanente, en el que se desarrolló la Convención, donde prevalecieron las formas poco ortodoxas de proceder y acciones performativas. Todas situaciones que, en lugar de llevar al país a ser una vanguardia, lo regresaba a formas políticas premodernas.

Manuel Roa, jefe de Comunicaciones FPP.

Ilustración: Amanda Ruminot, diseñadora FPP.

«El progreso es imposible sin cambio, y aquellos
que no pueden cambiar sus mentes,
no pueden cambiar nada.»

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