El delirio institucional del feminismo de género
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Publicado en El Pulso, 23.08.2017Este último tiempo se ha discutido intensamente la Reforma Agraria chilena. El motivo es el 500 aniversario de la promulgación, bajo el Gobierno de Eduardo Freí Montalva, de la ley que permitió radicalizar un proceso de transformación del mundo rural que ya estaba en marcha. Las posiciones al respecto parecen seguir tan enfrentadas como entonces: con o contra la Reforma Agraria, sin más.
Para matizar este debate quiero mencionar algunos ejemplos de reformas agrarias exitosas que indican que el problema no fue la reforma en sí, sino los objetivos que se persiguieron y la forma en que se realizó: en vez de apuntar a la consolidación de la propiedad privada campesina y el desarrollo del capitalismo agrario, la reforma fue un instrumento de proyectos ideológicos disruptivos de claro sesgo anticapitalista y colectivista.
Lo primero es constatar que en la historia económica existe una relación bien documentada entre latifundismo y subdesarrollo. Baste mirar las diferencias de desarrollo entre Cataluña o el País Vasco y Andalucía o Extremadura en España, o entre el norte y el sur de Italia, o entre la zona del Rin y lo que fue la Prusia Oriental en Alemania, o entre los estados del norte de Estados Unidos, dominados por el colono-propietario, y los del sur, marcados por el régimen de plantaciones. O, en general, el retraso de América Latina frente a sus vecinos del norte. La clave de esta divergencia es el rasgo excluyente de la gran propiedad agraria, que priva a la mayoría de la población rural del acceso a la propiedad (o la condena a una propiedad insuficiente y marginal) y con ello limita drásticamente su acceso a los frutos del progreso, fuera de convertirla en una población dependiente, privada de aquella autonomía y dignidad que da la propiedad de la tierra.
Pero no se trata sólo de historia. En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial presenciamos una serie de reformas agrarias radicales que potenciaron espectaculares éxitos económicos. Son los casos de Japón, Corea de Sur, Taiwán y China. Todas ellas tuvieron un perfil sumamente igualitarista, eliminando las clases terratenientes y creando un amplio sector de campesinos-propietarios.
A primera vista, esto parecería constituir un sinsentido económico, ya que se fragmenta la propiedad de la tierra a niveles que podrían amenazar el surgimiento de una agricultura moderna y eficiente. La reforma taiwanesa, por ejemplo, prohibió la posesión de más de tres hectáreas de tierra irrigada o seis de secano. Sin embargo, el resultado fue asombroso. Fuertes mecanismos de apoyo crediticio y técnico y, sobre todo, la cooperación campesina, superaron las potenciales ineficiencias relacionadas con la fragmentación de la propiedad y fueron la base de un notable desarrollo que amplió considerablemente el mercado interno y generó una extensa clase de campesinos con alta capacidad de ahorro.
"existe una relación bien documentada entre latifundismo y subdesarrollo."
Estos campesinos empoderados pasaron pronto a realizar considerables inversiones en el desarrollo del capital humano de sus hijos y en una multitud de industrias pequeñas y medianas que se diseminaron por las zonas rurales, desafiando los modelos tradicionales de industrialización basados en la concentración urbana de la industria. Esta industria campesina mostraría pronto su gran capacidad competitiva, conquistando los más diversos mercados de exportación.
El caso de China fue inicialmente distinto, pero finalmente desembocó en un modelo de desarrollo muy parecido. El Partido Comunista, al abolir la propiedad privada campesina y colectivizar la tierra, revirtió los frutos de la acción espontánea de los campesinos que se habían apoderado de las propiedades de los terratenientes. Así, el campesinado pasó a ser un instrumento en manos del partido, lo que condenó al pueblo chino a más de dos decenios de fatales experimentos colectivistas. Pero ello cambió después de la muerte de Mao Zedong en 1976, cuando se impuso el pragmatismo de la fracción comunista encabezada por Deng Xiaoping.
El paso decisivo fue la ampliación sucesiva de los derechos de los campesinos a un usufructo individual cada vez más libre de la tierra. Ese fue el camino emprendido por China a partir de 1978 y terminó produciendo la mayor revolución económica de la historia de la humanidad.
El desarrollo así iniciado tenía fuertes reminiscencias del seguido por Taiwán, y tal como en ese caso condujo a una fuerte expansión de la producción agrícola que se transformó en significativas inversiones en capital humano y dio pie al surgimiento de una dinámica industria rural, basada en diversas formas de cooperativismo campesino. Ese fue el origen de las así llamadas TVE (Township and Village Enterprises), cuyo número aumentó un 20% al año entre 1978 y 2003, llegando ese año a totalizar casi 22 millones de empresas que empleaban 136 millones de personas y generaban la mitad del PIB industrial del país. Este capitalismo agrario fue el gran secreto del milagro económico chino y de la reducción más espectacular de la pobreza nunca vista.
Ironías de la historia nos diría Hegel, pensando en esta vía comunista al capitalismo. Chile también tuvo su ironía. Pasó por una traumática Reforma Agraria, cuyas heridas aún no se cierran. Su propósito era un despropósito colectivista, pero por ese camino finalmente llegamos al pujante capitalismo agrario de las décadas recientes.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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