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ME-O y el Estado contra la diversidad

ME-O y el Estado contra la diversidad

La racionalidad pública, concepto que subyace en el Estado de acuerdo al imaginario de ME-O, sería más inteligente y capaz de resolver los problemas cotidianos que su contraparte, la racionalidad privada.

El pasado domingo, el eterno candidato Marco Enríquez-Ominami fue invitado al programa Tolerancia Cero. Hacia el final de su participación en el programa, y aprovechando los últimos minutos de tribuna que le quedaban, ME-O dio rienda suelta a su discurso –apresurado como siempre- y soltó dos frases que bien resumen toda su agenda: “Algunos problemas requieren de “racionalidad pública” [sic]. Luego concluyó señalando: “El Estado es mucho más inteligente que el mercado”.

La segunda es consecuencia de la primera. La racionalidad pública –concepto que subyace en el Estado de acuerdo al imaginario de ME-O- sería más inteligente y capaz de resolver los problemas cotidianos que su contraparte, la racionalidad privada. Simplifiquemos. El Estado, a la hora de enfrentar la disyuntiva económica –asignar recursos escasos a necesidades potencialmente infinitas- lo haría de mejor manera que un individuo o ciudadano a pie. Simplifiquemos aún más. El Estado –sus representantes y funcionarios- y sus místicos planificadores –sintetizando a Rand y Hayek- saben mejor que usted o que yo qué debemos consumir, cuándo debemos consumirlo, y hasta qué punto debemos hacerlo. Es decir, el Estado decidirá por nosotros en qué debemos gastar nuestros recursos, producto de nuestro trabajo e individual esfuerzo.

Dos preguntas son necesarias para aclarar la falacia implícita en las declaraciones de ME-O. ¿Quiénes componen el Estado y cómo se relacionan conmigo? ¿Quiénes componen el Mercado y cómo se relacionan conmigo?

El Estado –que, de paso recordemos, para la verdadera izquierda es una idea irreconciliable con la idea de sociedad igualitaria- se compone de aquellos que han obtenido por algún medio el monopolio de la fuerza para mantener la paz social. Es decir, se compone de personas que reclaman para sí el poder hacer uso de la fuerza pública para evitar que los ciudadanos caigamos en la anarquía de unos contra otros: el fuerte contra el desvalido, el estafador contra el ciudadano honrado. La fuerza para hacer justicia. En consecuencia, el Estado se relaciona con nosotros verticalmente: él ordena y nosotros cumplimos. Si desobedecemos, la fuerza pública pende sobre nosotros. Es una relación de fuerza monopolizada.

Un ejemplo de ello lo encontramos en la ley que obliga a las radioemisoras a pasar música chilena en cierto porcentaje de sus transmisiones. Como señalaron varios directivos de radioemisoras –no todas, hay que aclarar- defendiendo la medida, puesto que “nadie quiere ni consume lo que no conoce ni escucha”. La gente no consume un bien –y ojo que ellos se refirieron a la música como un bien de “consumo”- por innumerables motivos. Por ejemplo, porque es malo, caro o no es de su agrado. ¿Por qué habríamos de obligar a alguien que disfruta un género musical a escuchar otro distinto? ¿Qué hay de la diversidad de las radioemisoras y la audiencia? Otro ejemplo: imaginemos que Radio Finlandia –para estar a tono con el debate actual- transmite todo el día música finlandesa y hay una audiencia que le permite subsistir, ¿es justo tener que interrumpir su contenido para pasar a un grupo chileno cualquiera? Evidentemente no. Y ojo, no es una interrupción voluntaria. Es por la fuerza.

El mercado, por otra parte, está conformado por todos nosotros. Aquellos que queremos comprar, aquellos que queremos vender y aquellos que queremos sólo mirar. La manera de relacionarnos es sencillamente voluntaria: yo quiero eso que tú tienes y tú quieres aquello que yo tengo, y libre y espontáneamente nos ponemos de acuerdo –o no- e intercambiamos bienes y servicios, sin fuerza, sin monopolios, de manera totalmente horizontal. Hay espacio para todos, aquellos que prefieren a Mozart o a Silvio, e incluso para aquellos que por alguna extraña desviación prefieren el reggaetón.

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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