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Mauricio Rojas: El debate sobre la igualdad Publicado en El Libero 05.12.2014

Mauricio Rojas: El debate sobre la igualdad

En el debate sobre la igualdad se enfrentan dos perspectivas opuestas y el dilema es si la búsqueda por la igualdad nos conducirá hacia la prosperidad o hacia la miseria; hacia la servidumbre o hacia la libertad.

El debate sobre la igualdad es el debate fundamental de nuestro tiempo. En él se enfrentan dos perspectivas opuestas acerca del significado mismo de la igualdad que tienen profundas consecuencias respecto del tipo de sociedad al que aspiramos. Esto lo advirtió proféticamente Alexis de Tocqueville ya en la primera mitad del siglo XIX. Por ello cierra su célebre obra Sobre la democracia en América diciendo que todas las naciones modernas marchan hacia la igualdad pero, agrega, “depende de ellas que la igualdad las conduzca a la servidumbre o a la libertad, a las luces o a la barbarie, a la prosperidad o a la miseria.”

Este dilema sigue plenamente vigente y en estos últimos años se ha actualizado con mucha fuerza en Chile. Por ello es menester profundizar en el sentido de la igualdad y las formas de alcanzarla, especialmente desde una perspectiva que busque construir una sociedad libre y próspera y no una sometida a la servidumbre y amenazada por la miseria.

Dos conceptos de igualdad

El sentido más banal del concepto de igualdad es el socialista o colectivista, que busca crear condiciones y formas de vida iguales. Se trata de la aspiración de nivelar y homogeneizar todo lo importante en la vida de los ciudadanos: vivienda, educación, salud, ingresos, valores, etc. Eso es lo que normalmente entendemos por igualitarismo y define, en términos generales, a “la izquierda”. Por definición, esta perspectiva implica una fuerte intervención en la vida de los individuos a fin de evitar el surgimiento de las diferencias que naturalmente fluyen del ejercicio de la libertad.

Por su parte, el concepto de igualdad propio de una perspectiva liberal tiene como norte algo totalmente diferente: reconocer el valor o dignidad igual de los individuos que componen la sociedad. Este igualitarismo liberal afirma la libertad de cada uno pararealizar su propio proyecto vital y el respeto igual que la sociedad le debe a esosproyectos mientras no violenten la libertad de los demás.Se trata, en suma, del derecho igual a vivir sin tutores que nos impongan formas ajenas de vivir. Esto no quiere decir que no haya elecciones vitales mejores o peores, más o menos informadas, razonables o provechosas. Eso es sin duda así, pero ello no autoriza, excepto en caso de incapacidad mental o conductas delictivas, a violar el derecho de cada individuo a la autodeterminación.

Esta perspectiva implica una limitación radical del derecho de otros a inmiscuirse en nuestras vidas, incluso cuando esos otros estén en mayoría ya que el valor igual de los diversos proyectos de vida no es cuestión de mayorías o de decisiones colectivas. El concepto liberal de la igualdad nos da derecho a vivir nuestra vida con autonomía aunque estemos, en cuanto a nuestras elecciones y decisiones vitales, en una ínfima minoría de uno ya que, por definición, el proyecto vital de ese uno es tan valioso como el de todos y cada uno de los demás.

Igualdad y poder

La clave de la contraposición entre los conceptos colectivista y liberal de la igualdad reside en la cuestión del poder: ¿Quién decide qué?

En la perspectiva colectivista, el poder de decisión bascula lógicamente hacia el colectivo, representado por el Estado, el partido gobernante o la mayoría de los electores si se trata de una democracia. En todo caso, de lo que se trata siempre es de maximizar la cantidad de decisiones que son imperativas para todos. En el caso del liberalismo, el poder bascula en sentido contrario, hacia el individuo. Cada uno decide lo más posible de acuerdo a sus propias preferencias y proyectos de vida. Por ello se busca minimizar el número de decisiones imperativas para todos.

Esto nos da dos estructuras sociales y de poder completamente diferentes: una centralizada y colectiva, la otra descentralizada e individual. Pero también nos da dos formas opuestas de legitimar el poder y las instituciones políticas que rigen la sociedad.

En el paradigma liberal, la legitimidad del orden político está dada por la defensa misma de las libertades o derechos individuales. Los gobiernos existen, fundamentalmente, para garantizar la libertad de los gobernados y están a su servicio. En el paradigma colectivista la legitimidad esencial de las instituciones políticas es su función social, que no parte de unos derechos connaturales al ser humano como individuo libre sino de su adscripción a un colectivo organizado políticamente que le confiere –en vez de reconocer– derechos. En esta perspectiva, el individuo se subordina a las decisiones colectivas acerca de qué es la buena vida y cómo debe vivirse.

Dilemas de la concepción colectivista de la igualdad

Los dilemas del concepto colectivista de igualdad se han expresado con toda fuerza cuando realmente se ha intentado crear condiciones y formas iguales de vida. El resultado más evidente ha sido la apatía individual y un sentimiento frustrante de falta absoluta de equidad ya que no se reconoce ni la soberanía ni el esfuerzo individual. Eso fue lo que, finalmente, hundió a la Unión Soviética y destruyó a su imperio. La apatía es la consecuencia lógica cuando los individuos entienden que no importa lo que quieran o lo que hagan, porque al final se les imponen las mismas condiciones de vida y las mismas elecciones colectivas.

Éste ha sido el dilema brutal de los regímenes llamados socialistas: si se mantienen fieles a sus ideales igualitarios llegan a un colapso moral y social que amenaza su supervivencia como sistema político. Por ello deben crear, subrepticiamente, premios e incentivos, a menudo en forma de privilegios para el aparato gobernante, que de hecho destruyen toda apariencia de igualdad sin avanzar para nada en el terreno de la libertad.

Dilemas de la concepción liberal de la igualdad

La perspectiva liberal también encierra importantes dilemas que es menester enfrentar. El más significativo de ellos trata de la gran distancia que puede existir entre el reconocimiento formal y la realidad del valor igual de las distintas opciones vitales. Se puede reconocer la igualdad del valor de todos los proyectos de vida pero si algunos de esos proyectos aun siendo razonables carecen de toda posibilidad de realización esto parecerá más una burla que un verdadero reconocimiento.

Hablo aquí, evidentemente, solo de aquellas condiciones o posibilidades que no dependen de la voluntad de los involucrados, ya que si fuesen imputables al accionar del individuo, a su esfuerzo, creatividad o sentido de la responsabilidad o a la falta de los mismos, estaríamos no ante una falta de posibilidades sino ante un proyecto vital que, con su libertad, ha hecho mal uso de las mismas. Esto es radicalmente distinto a aquellas diferencias o desigualdades de oportunidades que provienen, por ejemplo, del nacimiento en un entorno familiar determinado, o con ciertas condiciones naturales ventajosas o desventajosas, o de meros accidentes afortunados o desafortunados. En suma, todo aquello que no nace de nuestras decisiones soberanas, es decir, de nuestra libertad, sino que se nos impone, condicionando de manera absolutamente diversa nuestras posibilidades de realización vital. En buenas cuentas, existe el riesgo de que para muchos individuos el valor igual que teóricamente le reconocemos a su libertad y a sus aspiraciones vitales se quede justamente en eso, en pura teoría.

Si uno acepta que así es y punto, ya que cualquier nivelación o redistribución implica un atropello o limitación de los derechos de propiedad y, finalmente, de la libertad de otros, no solo estaría contradiciendo sus principios liberales sino aceptando un tipo de desigualdad de posibilidades y condiciones vitales que podría terminar amenazando o destruyendo tanto la legitimidad como la estabilidad de semejante orden social. O sea, la libertad se volvería contra la libertad porque los que se sienten desprotegidos o no tratados equitativamente en el sentido del respeto a sus posibilidades vitales podrían volverse contra un orden tan mezquino e injusto.

Libertad e igualdad de oportunidades

La respuesta liberal, en un sentido muy amplio, al dilema recién planteado ha sido el principio de igualdad de oportunidades. En vez de buscar la igualdad de resultados, propia del pensamiento colectivista, se aboga por la existencia de un punto de partida que les brinde a todos una oportunidad razonable de realizar su potencial vital. La creación de esta igualdad de oportunidades es vista como una base ineludible de una sociedad liberal y, por ello, objeto legítimo de las intervenciones colectivas vía políticas públicas redistributivas.

Este ha sido el “repliegue liberal” en vista de la incoherencia que de otra manera puede existir entre principios y realidad. Esto implica postular que existe una redistribución forzosa de recursos (vía impuestos y gasto público) que es legítima a fin de nivelar, hasta un cierto punto, las posibilidades de realizar los proyectos vitales de los individuos y que la sociedad no es justa, no es equitativa ni legítima, si no asegura a todos ese mínimo necesario para que todos tengamos alguna oportunidad razonable de llegar a realizar lo que podemos ser.

Ahora bien, decir “igualdad de oportunidades” es fácil, pero concretar su significado manteniendo un orden liberal es mucho más complejo. Si quisiésemos realizar a fondo una igualación de posibilidades, tendríamos que llevar a cabo unas intervenciones políticas que prácticamente aniquilarían la libertad individual.

En fin, pareciera que estamos ante un dilema insoluble y así efectivamente lo es si por solución entendemos la realización plena de los principios a los que aspiramos. Esto lo entendió muy bien ese gran pensador liberal que fue Isaiah Berlin y por ello nos recordó en su autobiografía intelectual que no vivimos en “un mundo perfecto, en el que todas las cosas buenas se realizan”.

Este es un dilema genuino a mi juicio: una opción, según la frase atribuida a Hegel, no entre el bien y el mal sino entre el bien y el bien, entre dos cosas deseables pero irrealizables simultáneamente. Por ello tenemos que buscar un punto de acomodo que nos permita mantener un alto nivel de libertad y, al mismo tiempo, brindarles a todos una posibilidad razonable de ejercerla. Esto es lo que se logra, en cierta medida, cuando pasamos de la igualdad plena de oportunidades a una versión más limitada de la misma, que es la igualdad básica de oportunidades. Esta es la respuesta genérica que, a mi juicio, es la más pertinente desde el punto de vista de la libertad, si bien estoy consciente de que al tratar de concretar qué es lo “básico” pueden surgir importantes y legítimas diferencias.

Esta es una aspiración que implica un cierto recorte de la libertad y la propiedad de algunos para aumentar las oportunidades básicas de realización de todos. Pero con ello se definen también el límite y el propósito de una acción redistributiva legítima. Más allá de ello, con pocas excepciones, las intervenciones redistributivas pierden su legitimidad, especialmente si la redistribución no fortalece los verdaderos proyectos de vida de los individuos que necesitan de nuestra solidaridad sino los proyectos que otros –los dueños del poder redistributivo que, habitualmente, no es otro que el del Estado– deciden que son los “buenos” proyectos vitales.

Empoderamiento ciudadano o poder sobre los ciudadanos

Esto nos lleva directamente a discutir ya no el cuánto o el nivel de esa redistribución necesaria y solidaria sino el cómo, y esto es vital ya que, como antes se dijo, el meollo de la disyuntiva colectivismo-liberalismo es la cuestión del poder.

Al respecto existe un principio de legitimidad fundamental dentro del liberalismo. Cuando la sociedad o el Estado que la representa se apropia, vía impuestos por ejemplo, de una parte de lo que es nuestro –de nuestra propiedad o de los frutos de nuestro trabajo y emprendimiento– para crear una igualdad de oportunidades básicas, ello solo es aceptable y tiene un sentido pro-libertad cuando esos recursos van a ampliar el poder y la libertad del ciudadano que los requiere. Ese es el requisito fundamental para que un liberal acepte que lo despojen de una parte de lo suyo. Ahora, si el poder político, sea democrático o no, nos priva de una parte de nuestro poder, es decir, de nuestros recursos y capacidad de decisión, para aumentar su propia capacidad de decidir sobre la vida de otros ciudadanos, esto hace absolutamente ilegítima la intervención redistributiva desde el punto de vista de la libertad ya que desvirtúa su intención y la base de su legitimidad, que no es otra que darle más poder a otros individuos, empoderarlos, y no aumentar el poder que otros ejercen sobre ellos.

Por eso es que la forma en que se haga la redistribución de recursos es decisiva y esto es lo que hoy realmente separa a socialistas y liberales ya que los socialistas han, en general, abandonado la idea de una estatalización directa de los “medios de producción” para optar por lo que fue la “vía sueca al socialismo”, es decir, aquella que se realiza paulatinamente, aumentando incesantemente los impuestos y, de esta manera, “socializando el consumo”, como alguna vez se dijo en Suecia. Los socialistas, mayoritariamente (hay excepciones, como hoy lo son las socialdemocracias escandinavas), rechazan por ello mismo el empoderamiento ciudadano real y afirman decididamente la primacía del Estado sobre el uso de los recursos que hemos decidido poner en común. Se oponen por ello, tajantemente, a una organización de la solidaridad social con libertad de elección ciudadana y diversidad de proveedores que nos permita, directa y libremente, elegir escuela o centro de salud o cualquier otro servicio que esté garantizado públicamente.

La opción liberal es claramente la contraria: la del empoderamiento ciudadano vía, por ejemplo, bonos o vouchers del bienestar y la ruptura de los monopolios estatales sobre la provisión de los servicios garantizados públicamente. Se trata de separar la responsabilidad pública por la igualdad básica de oportunidades de la gestión concreta de los servicios en que se cristaliza esa responsabilidad. Lo importante es ampliar la libertad real de los individuos y evitar que se transformen en “ciudadanos comandados” o, simplemente, en súbditos de un Estado-patrón que usa la solidaridad social para imponer ciertas opciones vitales, las de los que detentan el poder, sobre otras.

Un Estado liberal solidario

Por esto es que se puede y se debe crear un Estado liberal solidario, es decir, un Estado que no trate de coartar sino de posibilitar y potenciar el valor igual de los proyectos vitales de los individuos, respetando plenamente aquella soberanía de cada uno para conformar su propia vida que llamamos libertad. A ese tipo de Estado que representa nuestro compromiso genuinamente solidario lo he llamado anteriormente Estado posibilitador a fin de diferenciarlo de aquel Estado de bienestar o benefactor que aspira a imponer un cierto designio sobre los ciudadanos. Podríamos también llamarlo, lisa y llanamente, Estado solidario.

Este Estado es claramente subsidiario, es decir, no busca suplantar la voluntad ni el accionar de los individuos y la sociedad civil. Tampoco quiere apropiarse de funciones y responsabilidades que pueden y deben ser asumidas por los integrantes de la sociedad. Pero este Estado debe garantizar que a nadie le falte una dotación básica de recursos que posibilite, mediante el esfuerzo y la responsabilidad personales, la realización de aquel potencial vital que de otra manera se vería frustrado.

También creo, sin entrar a tratar este punto más en detalle, que se deben asegurar unos mínimos de subsistencia para todos. No creo que una sociedad decente pueda permitirse la indiferencia frente al fracaso o la adversidad del prójimo, aun cuando esta sea atribuible a su falta de responsabilidad. Esto lo asume, habitualmente, la sociedad civil mediante sus formas naturales de caridad, solidaridad y compasión, y ello debe ser promovido, apoyado y aplaudido. Pero cuando ello falla, esa función debe ser asumida políticamente, exigiendo lógicamente del que recibe de la colectividad que también aporte a la misma en la medida de sus posibilidades y tratando de evitar la generación de dependencias destructivas que finalmente pueden terminar impidiendo el objetivo fundamental de todo esfuerzo solidario: el restablecimiento de la capacidad de todo ser humano para ser independiente y, por ello, plenamente soberano o libre. Se trata, en suma, de otra razón legítima para una redistribución de recursos ya que entendemos que el resguardo mismo de la vida y la dignidad es un deber tan imperioso como la defensa de la libertad.

Fuente: El Libero

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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