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Matriz productiva y desarrollo: rutas opuestas, riesgos y costos Publicado en CIPER, 03.09.2020

Matriz productiva y desarrollo: rutas opuestas, riesgos y costos

La urgencia de mejorar nuestro sistema exportador en el mediano y largo plazo no despierta mayor discusión. En cambio, decidir qué matriz utilizaremos para ello ha generado un debate entre al menos dos vías opuestas con argumentos que han encendido una acerada polémica. La discusión es relevante. Los cambios que le imprimamos al modelo deberían impactar en el crecimiento económico del país y por esa vía mejorar la calidad de vida de sus habitantes. La experiencia indica que eso no es lineal ni sencillo. Pasar de exportar materias primas a productos con valor agregado sobre la base de complejizar y racionalizar el mayor aporte estatal, es una transición que es diseccionada y cuestionada en esta columna por un economista de la Fundación para el Progreso. El debate sigue subiendo de peso y de tono.

Un interesante debate en torno a la matriz productiva y a la necesidad de generar una mayor “complejidad” de nuestras exportaciones para poder alcanzar mayores niveles de desarrollo es el que se ha generado en las últimas semanas. Si nuestro desarrollo registra hoy menores niveles de crecimiento económico respecto de los ‘90 (2010-2019 ha sido la peor década de crecimiento económico promedio desde los ‘70), ese debate responsable y con altura de miras se convierte en imperativo. Mejorar nuestro sistema de desarrollo y exportador en el largo plazo, de manera que impacte positivamente en el crecimiento económico, es una vía efectiva y plausible para mejorar la calidad de vida de los chilenos.

El argumento de que el Estado debe jugar un rol importante en el diseño del país, con el objeto de perfilar y planificar el desarrollo industrial de una forma racional, ha sido enarbolado en Chile mayoritariamente por intelectuales de centroizquierda y simpatizantes del Frente Amplio. Dicho argumento se hace plausible cuando se observan los casos típicos utilizados por los defensores de esta idea: Japón y Suecia a principios del siglo XX y Finlandia y Corea del Sur durante la segunda mitad del siglo. Los partidarios de dicha idea de la “complejidad” de la matriz productiva, sostienen que estos casos exitosos de transición al desarrollo son producto de que los estados de dichos países apostaron por un diseño racional para pasar de exportar materias primas -como celulosa y pescado- a producir artículos electrónicos y automóviles, entre otros. Dados estos ejemplos de transiciones exitosas al desarrollo, algunos concluyen que el Estado debe estimular el desarrollo industrial y “complejizar” como base necesaria para un crecimiento sostenido.

Otros intelectuales cuestionan que el aumento de la “complejidad” de la matriz productiva sea una condición necesaria para el desarrollo económico. Sin duda, el desarrollo económico se ve afectado en cierta medida por la complejidad de su matriz productiva, no obstante, podemos reconocer:

Primero, desde un punto de vista teórico, no existe una relación clara y unidireccional entre la “complejidad” de las exportaciones y el desarrollo económico (Feenstra y Kee 2008). Adicionalmente, una amplia revisión de los casos empíricos muestra que no existe evidencia concluyente para los efectos de la diversificación de las exportaciones sobre el desarrollo económico (Cadot, Carrère y Strauss-Kahn 2013).

Segundo, y quizás más importante, lo anterior no es el punto central del argumento en cuestión, ya que la clave es dilucidar si la condición de la “complejidad” productiva es una condición necesaria u obligatoria para promover el desarrollo nacional. En otras palabras, si existen alternativas más simples, con menores riesgos y más acordes a la realidad y contexto geopolítico del país, quizás sea mejor optar por otras estrategias más plausibles y menos riesgosas que utilizar el vetusto aparato estatal nacional y nuestros sabios tecnócratas chilenos – ¿los mismos quizás que diseñaron el Transantiago? – para tratar de desarrollarnos a punta de diseños grandilocuentes.

En este sentido, la evidencia y la literatura económica nos enseñan que sí existen alternativas al desarrollo que no necesariamente implican un grandilocuente diseño estatal industrial para aumentar la complejidad “productiva”. Ejemplos concretos de estas alternativas son las experiencias que han mostrado Australia y Nueva Zelanda.

En relación a esta disyuntiva entre alternativas al desarrollo, cabe destacar un punto importante que ha sido señalado estas semanas por Sebastián Edwards (La inquietante liviandad de (cierta) izquierda chilena), entre otros: existe evidencia empírica de que utilizar una política centralista y estatal para apuntalar una matriz de exportaciones más “compleja” puede resultar en políticas contraproducentes y hasta dañinas para el desarrollo de un país. Basta con visitar el sitio web de The Atlas of Economic Complexity de la Universidad de Harvard, para darse cuenta de que Chile se ubica en la posición 72 de 133 países del ranking de complejidad económica.

Lo interesante de esto es reconocer que, a nivel regional latinoamericano, El Salvador, Colombia, Costa Rica, Brasil, México, Uruguay y la República Dominicana superan a Chile en el ranking de complejidad. Sin embargo, todos ellos, al mismo tiempo, resultan ser más pobres, menos desarrollados y con peores indicadores sociales y de desarrollo humano. Todo esto sugiere que una mayor “complejidad” productiva no es una condición necesaria para lograr ni el desarrollo económico ni mejoras sociales sustantivas para la población.

Esta intuición ha sido verificada empíricamente por Lectard y Rougier (2018), quienes señalan que desafiar o desentender las ventajas comparativas inherentes de un país, con el objeto de promover exportaciones más “complejas”, podría ser contraproducente y traer consecuencias adversas de largo plazo para los países en vía de desarrollo. Existe el riesgo -señalan los autores- de que una política estatal de industrialización pueda conducir al país hacia una forma de industrialización espuria, la cual, en apariencia, muestra un alto grado de sofisticación, pero que realmente disminuye el valor agregado y limita gravemente el potencial de transformación tecnológica.

Quizás un ejemplo paradigmático de dicho riesgo es la decadente situación de la industrialización en Argentina y el fallido intento del Kirchnerismo por “reindustrializar” el país a punta de una mayor “complejidad” productiva. Evidencia en Latinoamérica de los grandes riesgos políticos y burocráticos al tratar de “complejizar” la matriz productiva y las exportaciones a punta de diseños estatales -que sólo generan grupos rentistas de escaso valor agregado- abundan y han sido muy bien documentados por el libro del MIT Press de Beatriz Armendáriz y Felipe Larraín (The Economics of Contemporary Latin America). En ese libro, los autores muestran cómo, a diferencia de ciertos países asiáticos, el esfuerzo por “complejizar” la matriz productiva en América Latina tuvo un funesto desenlace. Subsidios desmesurados y una política nacionalista-proteccionista, basada no en la eficiencia, sino que, en la presión política de grupos de interés, terminaron creando matrices productivas de apariencia “complejas” pero ineficientes y de escaso valor agregado. Esto repercutió finalmente, a nivel macro, en déficit fiscales y, peor aún, en agudos ciclos de hiperinflación.

En el libro 'The Economics of Contemporary Latin America', Armendáriz y Larraín muestran cómo, a diferencia de ciertos países asiáticos, el esfuerzo por 'complejizar' la matriz productiva en América Latina tuvo un funesto desenlace. Subsidios desmesurados y una política nacionalista-proteccionista, basada no en la eficiencia, sino que, en la presión política de grupos de interés, terminaron creando matrices productivas de apariencia 'complejas' pero ineficientes y de escaso valor agregado. 

Con todo, quizás otro camino puede ser posible para el tan anhelado desarrollo de Chile, con menores riesgos proteccionistas y estatistas y, precisamente, esto es lo que señala la evidencia respecto de Australia y Nueva Zelanda.

Australia y Nueva Zelanda han sido utilizados frecuentemente como ejemplos de un desarrollo posible, pero alternativo, para Chile. En un reciente artículo académico publicado en el Centro de Estudios Públicos (CEP), los investigadores Herman González, Felipe Larraín (exministro de Hacienda) y Óscar Perelló, utilizando datos comparables a 2018, señalan que Chile tiene un grado de diversificación de exportaciones similar o superior incluso al de Australia, y levemente menor al de Nueva Zelanda, cuyo sector exportador es más sofisticado.

Hay que mencionar que los defensores de la idea de la “complejidad” industrial, con asistencia del Estado, cuestionan hoy el uso de los casos de Australia y Nueva Zelanda para analizar el caso chileno, definiéndolos como “ejemplos atípicos” para promover ciertas formas alternativas de desarrollo. Y ello, a pesar de que dicho grupo en favor de la “complejidad” no reconoce que cae en el mismo riesgo lógico al comparar a Chile con Finlandia, Japón y Corea del Sur. En ese contexto, los casos de Australia y Nueva Zelanda resultan, de hecho, bastante relevantes y más similares para discutir sobre la experiencia chilena.

Por de pronto, Australia y Nueva Zelanda se desarrollaron económicamente en un periodo más reciente que otras potencias económicas como Japón, por lo que a nivel temporal y de contexto se facilita la comparación con el caso chileno. Además, Australia y Nueva Zelanda comparten características estructurales similares a la economía chilena: marco creíble de política macroeconómica, apertura comercial al mundo y abundancia de recursos naturales. Finalmente, se observan mayores similitudes estructurales, geopolíticas y de complejidad entre las economías de Chile, Australia y Nueva Zelanda -cuando todas estas tenían un nivel de ingreso equivalente al de Chile actual-, que con las disimiles realidades de Japón y Finlandia. Así, pareciera ser que Chile es más parecido a Nueva Zelanda y Australia que a Japón, Corea del Sur y Finlandia.

El reciente artículo académico de González, Larraín y Perelló (2020) es clave para este debate respecto a la “complejidad” productiva de Chile. Y ello, porque la evidencia empírica analizada por el estudio muestra que “la experiencia de Australia y Nueva Zelanda sugiere que la diversificación hacia bienes de mayor sofisticación económica no es una condición necesaria para el desarrollo de Chile, mientras que la evidencia económica sugiere enfocar la política comercial hacia potenciar el sector exportador y no tener la diversificación de exportaciones como un objetivo en sí mismo”. Asimismo, el estudio muestra que la economía chilena no ha tendido a concentrarse más a través del tiempo (el grado de concentración productiva hoy es similar al que se tenía en 1990), a pesar incluso del fuerte aumento observado durante el “superciclo” o boom de los commodities; mientras que Australia y Nueva Zelanda han, de hecho, aumentado la concentración de sus exportaciones en materias primas y en lácteos y carnes respectivamente.

Esta evidencia cuestiona y contradice profundamente la tesis, sostenida por muchos, de que países que se han desarrollado rápidamente como Australia y Nueva Zelanda han diversificado y “complejizado” sus exportaciones más que Chile, mientras que nuestro país ha tendido a concentrarse en el tiempo. En realidad, lo contrario pareciera ser verdad.

La conclusión de lo anterior -señalan los autores- es que la experiencia de desarrollo neozelandesa sugiere que es perfectamente posible agregar valor a las exportaciones tradicionales —como lácteos y carne en el caso neozelandés— en cuya producción se cuenta efectivamente con ventajas comparativas y conocimiento acumulado. Si bien utilizar una política pública y la burocracia estatal para aumentar la “complejidad” productiva de nuestra matriz exportadora es un camino riesgoso pero posible para Chile, los altos riesgos políticos, los costos económicos y burocráticos deben ser sincerados en el debate. No deberíamos desestimar los problemas y riesgos de utilizar la burocracia para obtener nuestro tan anhelado desarrollo. Dentro del debate de la “complejidad” de la matriz productiva, nunca podemos darnos el lujo de asumir que estamos dándole consejos a un supuesto déspota benevolente y omnisciente.

Con todo, al considerar la evidencia económica entre diversificación de las exportaciones y productividad, los casos de Australia y Nueva Zelanda nos ofrecen un camino alternativo más plausible y con menores riesgos tecnocráticos y costos que el anterior. A nivel de política pública, potenciar la generación de valor agregado e innovación a las exportaciones en base a recursos naturales y materias primas y la exportación de ciertos servicios no tradicionales como los financieros, puede ser la alternativa más factible y con menores costos de oportunidad para que Chile alcance el desarrollo.

Dadas las características del país en la región, González, Larraín y Perelló (2020) sostienen que existen grandes oportunidades para que Chile sea un exportador de servicios financieros, ingenieriles y/o logísticos dentro de las Américas. De la misma forma, existe amplio espacio para aumentar el valor agregado y la productividad de nuestras exportaciones tradicionales, mediante una diversificación dentro de cada sector productivo actual. Como bien lo reconoce el exministro de Hacienda Felipe Larraín, “complejizar nuestra matriz productiva no es una condición necesaria para alcanzar el desarrollo”.

Finalmente, pareciera ser factible —y con menores riesgos potenciales políticos y económicos— perseguir una vía alternativa al desarrollo económico como aquella optada por Nueva Zelanda: agregando valor y diversificación dentro de los recursos naturales y materias primas ya existentes, e incursionando en áreas clave del siglo XXI, como la exportación de servicios financieros. Todo esto mientras no se nos olvide, además, profundizar el comercio internacional y que se faciliten las exportaciones en su totalidad; potenciando el dinamismo de una economía de mercado abierta al mundo, con un excelente clima estable y creíble para hacer negocios, además de cumplir con la exigencia de tener altísimos estándares de probidad y eficiencia del aparato estatal (Nueva Zelanda se ubica número 1 en el ranking Doing Business 2020 del Banco Mundial, mientras que Chile está en la posición 59 entre 190 países).

En definitiva, y sincerando los costos y riesgos de cada opción, pareciera ser más plausible y con menores riesgos burocráticos parecerse más a Nueva Zelanda que a Finlandia como opción viable para nuestro desarrollo futuro.

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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