El delirio institucional del feminismo de género
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Publicado en El Mercurio, 17.12.2022Si hay una diferencia esencial entre la cultura norteamericana y la nuestra es la confianza que los primeros depositan en el individuo como fuente del progreso económico, social y moral. Thomas Jefferson daría cuenta de ese espíritu libertario cuando, como presidente de Estados Unidos, sostendría que «el gobierno es mejor cuanto menos gobierna». Y es que Jefferson entendía que el Estado suele ser la amenaza central a la libertad y prosperidad de los pueblos.
El pensador francés Alexis de Tocqueville, que conocía de primera mano los devastadores efectos de un Estado omnipotente y cuya obra «La democracia en América» se convertiría en un clásico de lectura obligatoria para entender a Estados Unidos, escribiría que «la moral e inteligencia de un pueblo democrático arriesgará no menores amenazas que su industria y comercio si el gobierno viene a ocupar el lugar de las asociaciones por todas partes».
En la visión de Tocqueville, un gobierno limitado era fundamental para la existencia de una sociedad civil pujante y una economía próspera. Este ideal, no está demás decirlo, es completamente opuesto a lo que buscaron los movimientos totalitarios, cuyo objetivo fue precisamente la politización absoluta de la sociedad, es decir, la anulación de toda asociatividad entre ciudadanos. «Nada fuera del Estado, nada en contra del Estado y todo dentro del Estado», decía Mussolini. Hitler, en tanto, afirmaba que «las necesidades de la sociedad vienen antes que las del individuo». Que nada pueda existir fuera del Estado es el ideal de todos los fascistas, aunque se presenten a sí mismos como antifascistas, pues significa que todo debe estar bajo el control del poder político. Así, la responsabilidad de ayudar al prójimo ya no corresponde a grupos civiles, sino a funcionarios estatales cuyo poder se incrementa con cada asociación que desintegran, hasta que por esa vía asumen el control total sobre la vida de las personas.
Para una democracia, los efectos de la politización de la sociedad civil son perversos. Cuando el Estado domina sobre los aspectos más importantes de la existencia de las personas —salud, educación, pensión y otros—, la política se convierte en una lucha encarnizada por hacerse del inmenso poder en juego. Pero lo que es peor, los ciudadanos arman facciones que entran en una batalla permanente por los recursos repartidos desde el gobierno, ahora convertido en la fuente central del escaso bienestar que percibe la población. Como consecuencia, el conflicto pasa a ocupar el lugar de la colaboración voluntaria, destruyendo las bases de la asociatividad y la paz social.
«Para una democracia, los efectos de la politización de la sociedad civil son perversos. Cuando el Estado domina sobre los aspectos más importantes de la existencia de las personas —salud, educación, pensión y otros—, la política se convierte en una lucha encarnizada por hacerse del inmenso poder en juego».
Los chilenos que abogan por que el Estado se haga cargo de la vida de las personas no harían mal en recordar otra advertencia de Tocqueville, según la cual «no hay país en el que las asociaciones sean más necesarias para impedir el despotismo de los partidos o la arbitrariedad del príncipe que aquel donde el estado social sea democrático».
Son esas asociaciones, que incluyen a las empresas, las que mantienen el poder del gobernante a raya sobre nuestras vidas, porque nos permiten depender de nosotros mismos y de nuestros conciudadanos y no de un burócrata, político u oscuro funcionario estatal. Como dijo el mismo Tocqueville, después de la libertad de actuar solo, la libertad más natural al hombre es la de «coordinar sus esfuerzos con los de sus semejantes y actuar en común». Para el francés, la libertad individual era inseparable del derecho de asociación y este era incompatible con un Estado que se hace cargo de la vida de las personas. Él mismo señaló que jamás el poder central podría ser tan eficiente como las asociaciones libres para resolver los problemas sociales, añadiendo que, «incluso cuando presta apoyo a los particulares», el gobierno no debe «descargarlos por completo del cuidado de ayudarse a sí mismos uniéndose».
Para Tocqueville, «el principal objeto de un buen gobierno ha consistido siempre en poner cada vez más a los ciudadanos en situación de prescindir de su ayuda». Es difícil imaginar algo más opuesto a la estatolatría que impregna nuestra cultura. Por eso no hay dudas de que, desoyendo a Tocqueville, la visión colectivista quedará impregnada en la nueva Constitución llevando a nuestro país a profundizar su decadencia.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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