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Un diálogo de sordos Publicado en El Mostrador, 28.04.2021

Un diálogo de sordos

El problema es que la política, es decir, aquel arte que, con responsabilidad, tiene el rol de escoger cómo y por dónde debemos avanzar, hoy solo está decidiendo sobre la base del vaivén emocional de las masas, de las redes sociales y del que grita más fuerte. En esa situación, la naturaleza del discurso cambia de forma radical, ya que el que no conmueve no gana. Se comienza a dar así una peligrosa tendencia en que se incentiva a radicalizar, polarizar, distorsionar conceptos y situaciones, todo con tal de mantener un cierto respaldo en votantes de nicho y de seguidores, para que luego estos aplasten a los otros.

En el primer libro del Gorgias, Sócrates y el sofista de cuyo nombre tomó su título la obra, discuten acerca de cómo un orador podría prevalecer en una discusión en caso de que su rival posea conocimientos “técnicos” en el tema a tratar. Gorgias lo tenía muy claro: es posible prevalecer e incluso ganar el debate, si se provoca placer o gratificación en la audiencia.

La discusión anterior se mantiene relevante hasta el día de hoy, ya que la persuasión es parte insustituible de la política. Y es que apenas un grupo de personas forma una comunidad, surgen intereses comunes, conformándose una esfera pública en la cual los hombres se despliegan a través del diálogo y la persuasión. Es natural, por lo tanto, que la calidad del diálogo sea un índice demostrativo del estado en que se encuentra la “polis”, si está sana o, en su caso, si está enferma.

En ese sentido, el diálogo en Chile es un buen ejemplo de cómo el país se fue intoxicando hasta el punto que la fórmula persuasiva “hedonista” de Gorgias se hizo la regla general. La toma de decisiones hace rato que abandonó el consejo de las otras disciplinas y de los expertos como sus puntos cardinales. Estos elementos imprescindibles en un debate racional, fueron reemplazados por la conmoción y la adulación de la audiencia. Por buenismo.

En Chile tenemos un problema de grandes magnitudes con relación con el diálogo y la persuasión. Como se expuso: el lenguaje es capaz de transformar o distorsionar realidades, por lo tanto, su mala utilización ha hecho complejo mantener una discusión racional y de respeto mutuo, dificultando la consecución de acuerdos que nos permitan comenzar a sortear la crisis social. De hecho, sucede muchas veces que los personeros políticos, al no ser capaces de utilizar categorías que puedan entrar en entendimiento con rivales y, más importante aún, al no tener interés en reconocer los puntos válidos de la posición contraria, no permiten la solución de los problemas públicos, prefiriendo soluciones “parche”. Es un “diálogo de sordos”, pero de sujetos que no quieren ni piensan escuchar.

Es en ese momento que la lógica populista encuentra la oportunidad precisa para permear, ya que la distinción entre un pueblo oprimido y una élite corrupta es, aparte de un aglutinador social, una fórmula efectiva para conmover e indignar. En consecuencia, el populista logra inclinar el debate a su favor, entrampándolo siempre con la emotividad, de la cual es difícil salir indemne.

El problema es que la política, es decir, aquel arte que, con responsabilidad, tiene el rol de escoger cómo y por dónde debemos avanzar, hoy solo está decidiendo sobre la base del vaivén emocional de las masas, de las redes sociales y del que grita más fuerte. En esa situación, la naturaleza del discurso cambia de forma radical, ya que el que no conmueve no gana. Se comienza a dar así una peligrosa tendencia en que se incentiva a radicalizar, polarizar, distorsionar conceptos y situaciones, todo con tal de mantener un cierto respaldo en votantes de nicho y de seguidores, para que luego estos aplasten a los otros.

El centro político, entonces, ante su incapacidad de competir de igual a igual, queda vacío, no es capaz de llegar a las personas. Sin embargo, el fenómeno no acaba ahí. Más grave es cuando, ante tales falencias de la política, la presión social que debería descansar en sus espaldas se traslada hacia otras instituciones que cumplen funciones orgánicas imprescindibles y que, no estando acostumbradas a tal tensión, comienzan un proceso de erosión, descrédito y deslegitimación en su funcionamiento. Ahí están los ejemplos del Tribunal Constitucional, el Banco Central o Carabineros.

En Chile tenemos un problema de grandes magnitudes con relación con el diálogo y la persuasión. Como se expuso: el lenguaje es capaz de transformar o distorsionar realidades, por lo tanto, su mala utilización ha hecho complejo mantener una discusión racional y de respeto mutuo, dificultando la consecución de acuerdos que nos permitan comenzar a sortear la crisis social. De hecho, sucede muchas veces que los personeros políticos, al no ser capaces de utilizar categorías que puedan entrar en entendimiento con rivales y, más importante aún, al no tener interés en reconocer los puntos válidos de la posición contraria, no permiten la solución de los problemas públicos, prefiriendo soluciones “parche”. Es un “diálogo de sordos”, pero de sujetos que no quieren ni piensan escuchar.

Si los políticos y las diferentes élites no cumplen sus funciones deliberativas y de respeto mutuo, con el fin de recomponer el diálogo y lo que esto naturalmente conlleva, seguiremos avanzando por esta senda miserable, la cual arrasa con las minorías, y que cada día destruye algo nuevo de lo que alguna vez se avanzó.

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