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Tocqueville y la efeméride del malestar Publicado en El Mostrador, 18.10.2020

Tocqueville y la efeméride del malestar

Esta semana de octubre se cumple precisamente un año desde aquel complejo y desafiante fenómeno ocurrido en octubre del 2019, que todos sufrimos de improviso y de distintas formas a lo largo del país. Un año desde aquella expresión de malestar y furia que desbordó las calles de todo el país, poniendo en serios aprietos la democracia y la paz social de la nación. Sin duda en aquellos oscuros días de octubre la democracia y la paz en Chile caminaron sobre una angosta y frágil cornisa sobrevolando el abismo. Nos acercamos a la polarización, la violencia y el cisma entre chilenos que tristemente marcó la década de los 70. Con vistas a esta aciaga efeméride, es que resulta pertinente reflexionar respecto al malestar desde otra perspectiva; parece ser que es aquí en donde las reflexiones del gran pensador liberal Alexis de Tocqueville pueda arrojar ciertas luces respecto a lo que nos viene pasando como sociedad.

Sin duda, durante este año ya transcurrido desde aquel 18-O, que podríamos bien llamarlo “el año del malestar”, mucha tinta se ha derramado en torno al así llamado “estallido social”, sobre todo tratando de justificarlo de una u otra forma, pero poco se ha reflexionado seriamente entorno al verdadero fenómeno del malestar y sus reales causas subyacentes. Además, ha estado ausente del debate un escrutinio acerca de cómo dicho fenómeno del malestar conversa realmente con la evidencia económica y empírica que poseemos respecto a la desigualdad de mercado, el desarrollo económico y la marcada desaceleración económica que lleva experimentando el país hace casi una década.

De manera un tanto simplista, muchos intelectuales de forma sesgada se han concentrado en dos elementos que realmente parecieran no explicar el fenómeno del malestar: primero, una supuesta desigualdad económica exaltada —que de hecho, abundante evidencia muestra que ha disminuido a lo largo de estos últimos treinta años bajo todas las medidas conocidas de desigualdad (Gini, Palma, etc.)— y segundo, el supuesto opresivo “modelo neoliberal” que ha expandido los mercados aparentemente arrebatando soberanía al ciudadano; sin que nadie todavía nos explique de forma convincente ni por qué los mercados son inherentemente malignos, ni tampoco por qué su expansión supuestamente restringe esferas de libertad. Todas preguntas claves en torno al supuesto malévolo “modelo neoliberal” nunca son esclarecidas por aquellos intelectuales-talibanes contra el “modelo”, y han sido sin duda desmanteladas por Carlos Peña en su libro Lo que el dinero sí puede comprar. A un año del malestar, todas las miradas entonces se han enfocado, por motivos ideológicos y políticos, de forma cuestionable en los espejismos de la desigualdad económica y en el supuesto lacerante modelo “neoliberal”, desatendiendo otros aspectos mucho más relevantes y consistentes con la evidencia a la hora de entender el malestar.

Dado este desafío intelectual desatendido en esta primera efeméride del malestar, sería bueno entonces seguir los pasos de Tocqueville y preguntarse ¿hasta qué punto se han deteriorado las virtudes públicas en nuestro país? Desde hace ya un año —o más— se ha tornado costumbre ver nuestras calles, nuestras plazas, bibliotecas y nuestros espacios públicos devastados y arruinados. A pesar de que somos una nación poseedora de un patrimonio natural, cultural y arquitectónico digno de admiración y que es reconocido a nivel mundial, tenemos un serio problema interno que no hemos resuelto: las virtudes públicas en Chile y el sentido de lo común están marchitos. Lamentablemente a muchos y particularmente a las jóvenes generaciones post revolución pingüina, no les conmueve el destino de los barrios en que viven, la mantención de sus espacios públicos, o la suerte del patrimonio arquitectónico-cultural que los rodea y que les debería generar cierto sentido de comunidad o pertenencia.

El deterioro de las virtudes públicas y del sentido de común pertenencia ha llevado a muchos chilenos a pensar —como lo temía Alexis de Tocqueville— como meros consumidores y que tales cuidados para la mantención de lo público o común no les incumben en lo más mínimo. Creen equivocadamente, como señalaba Tocqueville, que aquellos bienes o servicios sólo “pertenecen a un extranjero poderoso que se llama gobierno”. Este sentido desvirtuado y egoísta de la pertenencia y del compromiso con lo público es un error tóxico y constituye la causa de que la mayoría de nuestros espacios comunes se encuentren ahora completamente en ruinas. Pareciera ser que no sentimos nuestros bienes públicos y comunales como propios o simplemente hay algunos que prefieren olvidar su rol de ciudadano co-productor de bienes públicos de forma conveniente cuando están frente a ellos divirtiéndose haciendo barricadas o destruyendo los barrios de otros compatriotas. ¿El protagonista del “estallido social” que devasta la iglesia del Barrio Lastarria todos los fines de semana haría lo mismo con la puerta de su casa? En caso de que sí lo hiciese, ¿creen que su familia lo permitiría?

El cliente rabioso y consumidor de bienes impera en Chile por sobre el ciudadano con virtudes públicas y sentido de lo común. El proceso modernizador en Chile fue exitoso en expandir el consumo y crear individuos-clientes usufructuarios de bienes, pero se quedo bastante corto en crear verdaderos ciudadanos reflexivos y respetuosos de lo común: personas con sentido de pertenencia y compromiso en sus comunidades amplias, con un sentido extendido de propiedad y un rol activo dentro de la preservación de bienes y servicios públicos. Así las cosas, pareciera ser que a los nuevos “héroes”-consumidores de la “plaza dignidad” no les importa para nada ni la salud de la gente que vive en el centro de Santiago ni el estado de degradación de nuestros barrios capitalinos de la zona. Tristemente pasamos a ser de ciudadanos inmersos en una comunidad a simple daño colateral de los “héroes” - consumidores de la nueva revolución.

Esta destrucción de nuestro patrimonio común y de lo público es uno de los síntomas más graves de la enfermedad que aqueja al país y por consiguiente a cada uno de nosotros. Como lo temía Tocqueville, vivimos como simples usufructuarios y consumidores, sin espíritu de propiedad de dichos bienes colectivos y sin el propósito de su mejoramiento. Simplemente no nos interesan, ya que creemos que les pertenecen a otros o al Estado. Basta con dar una vuelta por los barrios contiguos a Plaza Baquedano para atestiguarlo. Éste pareciera ser un mal que nos corroe hace al menos una década. Tocqueville ayuda a explicar en gran parte por qué la ciudadanía no se siente propietaria de sus bienes comunes; se creen meros consumidores que exigen calidad, pero que no desean jugar un rol en mantenerlos. Es simplemente la ley del embudo: ensucio porque no es mío, rompo porque no es mío, quemo porque no es mío y así nos vamos corrompiendo en un espiral de consumir y depredar hasta que no quede espacio público o sentido de comunidad libre de nuestra ira.

Debido a lo anterior, es imperativo que cambiemos el switch mental; debemos construir sentido de lo común y salirnos del paradigma del niño mimado consumidor que se mira el ombligo mientras ve la ciudad arder como Nerón, y construir un sentido del interés proprio reflexivo que sea compatible con la comunidad y con los bienes comunes. Como bien lo advierte Elinor Ostrom —primera mujer en ganar el Nobel de Economía— “El interés propio, prudente, de largo plazo, refuerza la aceptación de normas de comportamiento correcto”. Es urgente generar una concepción saludable del interés propio, que sea adecuado en lo social y respetuoso con lo público, para poder así revertir el deterioro de nuestras virtudes ciudadanas que se hacen tristemente manifiestas todos los viernes por la tarde en Plaza Baquedano.

El tejido social en Chile está hoy rasgado porque existen compatriotas que, al carecer de virtudes públicas y creerse meros consumidores, pervierten el interés propio prudente y por lo tanto no trabajan para el bien común y el sentido de comunidad, sino que más bien —como meros usufructuarios— buscan consumirlo y verlo arder en la siguiente marcha. Los más inverosímil de nuestra situación es que dichos usufructuarios irreflexivos, pese a no generar nada estimado por la comunidad y no tener espíritu de propiedad dentro de lo común, reclaman que el país entero tiene un deber en ir a su rescate cuando estos lo desean, exigiendo unilateralmente la provisión de bienes públicos gratuitos y de calidad. El consumidor mimado rabioso que se mira el ombligo en su máxima expresión ¿se reconoce la encrucijada en la que estamos?

Como reconocían Tocqueville y Ostrom, son sólo las virtudes públicas y una noción prudente y reflexiva del interés propio —en concomitancia con un compromiso con lo público— el último antídoto contra esta enfermedad social que nos corroe. Necesitamos revitalizar nuestras costumbres liberales del arte de la asociación, la sociedad civil y la auto-gobernanza, para que nuestras comunidades vuelvan a adquirir un carácter normativo y generador de sentido. Necesitamos volver a sentirnos ciudadanos y no meros consumidores-depredadores y ser personas propietarias y comprometidas con lo gobernanza de lo común, no forajidos de nuestro propio espacio público. Debemos recordar de que los ciudadanos también poseemos un rol y un deber fundamental en sociedad: el cuidado y la gestión de nuestras propias comunidades y de nuestros espacios comunes. Al final del día, y como ya lo advertía Aristóteles, sólo gracias a la virtud pública se hace posible compartir en armonía espacios públicos según el proverbio: sólo las cosas de los amigos son comunes.

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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