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La violenta tolerancia Publicado en El Líbero, 27.07.2018

La violenta tolerancia

Los actos vandálicos y la violencia ejercida durante manifestaciones o las funas en recintos universitarios nos muestran que las formas intolerantes de expresar las diferencias han ido en aumento. La pregunta relevante en este sentido es: ¿por qué estamos con ese nivel de incivilización?

Un ejemplo claro de este fenómeno ocurrió durante la última marcha que abogaba por el aborto libre. Tres mujeres fueron apuñaladas por sujetos que realizaban desmanes en las calles durante dicha manifestación. Independiente que existan versiones contrapuestas con respecto al hecho, las motivaciones de los agresores o si ese acto se configura como delito terrorista o si es aplicable la ley Zamudio, lo que se ha perdido en el foco de la discusión es algo más profundo pero escandalosamente alarmante: la violencia es justificada por diversos grupos de presión para imponer sus puntos.

"Finalmente, y sin prestarle mucha atención, normalizamos que la violencia podía ser justificada por parte de un sector político que se presumía víctima de la violencia."

Detrás de esto se encuentra la normalización y relativización que ciertos grupos han hecho de la violencia cuando ésta ha sido ejercida en función de sus intereses, ideales y premisas. Como sociedad, fuimos dando por hecho que las funas por redes sociales, las censuras en distintos ámbitos universitarios o las contramanifestaciones eran hechos que “tenían que pasar”, por más que lo repudiáramos. Enfrentar la “violencia sistémica” así lo requería. Finalmente, y sin prestarle mucha atención, normalizamos que la violencia podía ser justificada por parte de un sector político que se presumía víctima de la violencia. Son las distintas colectividades de izquierda los que han elevado esta premisa a práctica social generalizada. El ofendido se siente con la facultad de agredir a quien sea que él presuma como su ofensor.

Lo que no lograron pronosticar estos paladines del doble estándar, es algo que la lógica común y corriente tiende cada cierto tiempo a restregar en la cara de algunos: si uno constantemente se adjudica el monopolio justificado de la violencia contra otros grupos, nada impide que otras colectividades u organizaciones se adjudiquen la misma capacidad y derecho.

De esta manera, la intolerancia ha terminado siendo justificada por quienes decían combatirla con métodos intolerantes. La intransigencia frente a quienes no siguen ciertos ideales no sólo terminó con el debate racional, sino que terminó por validar la violencia como algo legítimo e incluso privilegiado para los conscientes, los luchadores sociales o los nacionalistas. Ciertos sectores relativizaron a tal punto la violencia, que cualquier colectivo que defienda un ideal puede hacerlo incluso con brutalidad, pues encuentran validación en esta, sólo porque “si lo hicieron ellos, ¿por qué no, nosotros?”

Algunos que antaño celebraron la barbarie y las capuchas en las marchas, que aplaudieron el desmán, las barricadas y las golpizas, ahora proclaman que las expresiones opuestas durante manifestaciones deban ser rechazadas y hasta prohibidas. Pero en el fondo no rechazan la violencia, sino que quieren que sólo algunos pueden irrogarse dicha violencia, mientras el resto debe ser repudiados, ocupando todos los mecanismos que el Estado pueda proveer para acallarlos. Para estos grupos, la libertad de protesta, de asociación y de expresión –tan muerta como mencionada- sólo puede moverse en una sola dirección.

La violencia, provenga del lugar que sea, debe ser repudiada, pues el justificar el extremismo, genera inexorablemente un extremismo opositor. Vivir en el idílico paraíso de tener un monopolio moral respecto a la violencia en algún minuto pasa la cuenta, y tarde o temprano la lógica de exigir al Estado el reprimir aquellos que no son afines a ciertos intereses generará una democracia protegida deformada, donde todos creerán que es necesario, democrático y lógico el censurar, reprimir o golpear al opositor.

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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