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El socialismo y los campos de la muerte El Libero

El socialismo y los campos de la muerte

Una introducción a El fenómeno socialista de Igor Shafarevich.

Un gran libro olvidado

La editorial Sepha de España acaba de publicar El fenómeno socialista del gran disidente ruso Igor Shafarevich. El libro fue escrito clandestinamente en los años 70, en plena lucha contra el totalitarismo soviético, y a pesar de una temprana traducción de 1978 es completamente desconocido en el mundo de habla hispana, como también lo es su autor. Por ello es que sentí como un honor y un deber responder afirmativamente a la petición de la editorial de escribir una introducción a una obra tan trascendente como El fenómeno socialista. A continuación he preparado para los lectores de El Líbero una versión abreviada de esa introducción.

Basta iniciar la lectura de El fenómeno socialista para darse cuenta de que se trata de un gran libro que invita a emprender un viaje intelectual absolutamente necesario para comprender las ideologías que proponen la subordinación o incluso la supresión de la individualidad en aras de un poder que se erige en representante de intereses colectivos supuestamente superiores. Eso es el socialismo en sus diversas variantes, desde sus propuestas abiertamente totalitarias hasta aquellas que de manera gradual y subrepticia van engrandeciendo el poder del Estado hasta reducir la autonomía individual a un cascarón vacío.

Comprender las raíces del fenómeno socialista y el secreto de su fuerza de atracción es vital para quienes aman la libertad y aceptan la responsabilidad de defenderla frente a sus enemigos. Para ello contamos con obras imprescindibles como Camino de servidumbre de Friedrich Hayek, La sociedad abierta y sus enemigos de Karl Popper y El hombre rebelde de Albert Camus. A ellas podemos ahora agregar este gran ensayo de Igor Shafarevich, que presenta no solo un notable abanico de reflexiones sobre el socialismo como realidad histórica e ideológica, sino también una interpretación de conjunto del impulso colectivista que amerita sentar escuela dada su novedad y profundidad.

Las grandes cualidades de la obra así como su tajante conclusión fueron destacadas con fuerza por el premio nobel Aleksandr Solzhenitsyn en un célebre discurso en la Universidad de Harvard en junio de 1978: “El matemático Igor Shafarevich, miembro de la Academia Soviética de Ciencias, ha escrito un libro brillantemente argumentado titulado Socialismo, en el cual realiza un penetrante análisis histórico y demuestra que el socialismo, de cualquier tipo o matiz, conduce a la destrucción total del espíritu humano y a la nivelación de la humanidad en la muerte.”

El fenómeno socialista es una obra que debiera estar llamada a traspasar su tiempo y sus circunstancias, pero también es un testimonio de un tiempo y unas circunstancias que llevan el sello del totalitarismo. Fue una de las obras más significativas de aquella literatura clandestina conocida como samizdat (“autopublicación”), que con altos riesgos desafiaba el monopolio ideológico y comunicativo del régimen comunista. La lucha contra el sistema totalitario fue el aguijón que impulsó a un matemático de fama mundial a dedicarse al estudio de temas fuera de su ámbito profesional, pero también le impuso limitaciones en cuanto al acceso a fuentes para tratar el tema. Así, quien conozca la extensa bibliografía existente sobre muchos de los temas tratados por Shafarevich echará de menos referencias a algunas obras ya clásicas en estas materias. Sin embargo, esto no devalúa en absoluto el trabajo de Shafarevich, sino que incluso le da un frescor y una independencia notables.

A fin de introducir la obra de Shafarevich abordaré primero las circunstancias que marcaron la vida del autor, destacando algunos hitos significativos de la misma que finalmente lo llevaron a engrosar la resistencia al régimen soviético, para luego pasar a resumir sus planteamientos básicos acerca del fenómeno socialista.

Crecer en las entrañas del totalitarismo

Pocos podrían como Igor Shafarevich repetir de manera tan pertinente las famosas palabras de José Martí: “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas, y mi honda es la de David”. Su vida discurre en paralelo con el auge y desplome del régimen soviético, y su honda, junto a las de muchos otros David, terminó asestándole un golpe del cual nunca pudo recuperarse. Su vida nos instruye acerca de las bestialidades del régimen comunista, pero también sobre la grandeza de aquellos que no sólo no se doblegaron sino que terminaron derrotando a un sistema que parecía imbatible.

Igor Rostislavovich Shafarevich nació en Zhitomir, Ucrania, el 3 de junio de 1923. Por entonces amainaba la larga guerra civil que siguió al golpe de Estado bolchevique de 1917 y éstos afianzaban su poder. El terror inicial se había hecho más sistemático pero menos visible que durante los años del así llamado Comunismo de Guerra (1918-1921). La brutal política de requisas militarizadas de ese tiempo fue suavizada y se aplicó una serie de reformas económicas, conocidas como Nueva Política Económica, a fin de distender las tensas relaciones existentes entre el poder comunista y las masas campesinas. Sin embargo, pronto cambiaría todo. La infancia de Shafarevich coincide con las luchas dentro de la cúpula del Partido Comunista que llevaron a la consolidación del poder omnímodo de Stalin, que ya a fines de los años 20 se sintió con fuerzas suficientes como para lanzar la política de industrialización forzada que desencadenó el cambio más trascendental de toda la historia rusa: la destrucción violenta y definitiva de sus comunidades campesinas y de la figura, tanto real como mítica, del campesino ruso. Así, Shafarevich, que ya vivía en Moscú, cumpliría diez años en un país en plena guerra genocida contra su propio pueblo, que soportaba hambrunas y un terrorismo de Estado sin límites.

Moría así el alma de la vieja Rusia, ese pueblo campesino portador de tradiciones ancestrales que habían hecho de Rusia lo que era. Stalin culminaba de esta manera lo que Lenin había iniciado durante el Comunismo de Guerra. Junto a ello, se lanzaban feroces campañas contra la Iglesia Ortodoxa, que incluían la destrucción física de las iglesias (en 1939 quedaba apenas un centenar de iglesias en pie en toda Rusia). En sus años mozos, Shafarevich presenció el cierre de la iglesia ubicada frente a su casa y en su retina quedó grabada la terrible imagen del cuidador de la misma ahorcado en el pórtico de entrada. Poco después, esta iglesia fue, como tantas otras, dinamitada. Corría el año 1938 en el que culminaban las grandes purgas o el Gran Terror, con su millón y medio de ejecuciones mediante las cuales se aniquiló a una parte significativa de la así llamada intelligentsia rusa. Por doquier desaparecían los escritores, académicos, científicos, ingenieros y artistas acusados de ser elementos burgueses contrarrevolucionarios, agentes alemanes o temibles “conspiradores trotskistas-bujarinistas” (habitualmente se los acusaba de las tres cosas a la vez), para ser pronto ejecutados o pasar a engrosar el vasto sistema de campos de concentración y trabajo forzado oficialmente inaugurado en 1930 y conocido posteriormente con el nombre de Gulag.

Mediante este ataque simultáneo a sus estructuras sociales tradicionales, a los portadores de sus creencias y costumbres y a los representantes de su vida intelectual, el régimen buscaba cortar de raíz toda relación del pueblo ruso con su historia. La sociedad soviética quería ser un mundo totalmente nuevo, una tabla rasa o un lienzo sin mancha, para usar la célebre metáfora de Platón, en el cual poder plasmar con plena libertad el designio utópico-totalitario. Para ello se debía destruir el pasado en todas sus manifestaciones. El “hombre soviético”, el hombre nuevo del comunismo, podría de esta manera ser integralmente moldeado por sus nuevos amos.

Sobrevivir y luchar bajo el comunismo

Igor Shafarevich pertenece a la primera generación de rusos totalmente en manos del poder totalitario. Sus padres eran típicos miembros de la intelligentsia rusa: cultos, amantes de la historia, la música y, además, creyentes. Pero también reducidos –como Shafarevich dice de su padre según reporta Krista Berglund en The Vexing Case of Igor Shafarevich– a aquella apatía que fue el refugio de tantos frente al terror y la brutalidad imperantes. Su biblioteca, arrumbada en un clóset, fue la primera tabla de salvación del joven y precoz Shafarevich. Allí encontró obras clásicas tanto de filosofía como de historia y literatura que no tardó en devorar con avidez. Soñó entonces con ser historiador, pero muy pronto cambió de idea al encontrar su gran pasión: las matemáticas, un mundo absolutamente no ideológico en el cual refugiarse, un monasterio, como él mismo lo ha dicho, donde poder ser libre y darle rienda suelta a su creatividad.

A los 12 o 13 años, durante un período de enfermedad, se entregó al estudio de los textos escolares de matemáticas que pronto dejó atrás para adentrarse en la lectura de obras más avanzadas. A los 14 años se presentó a la prestigiosa Facultad de Matemática Mecánica de la Universidad de Moscú para que se le permitiese ingresar a la misma como “alumno externo”. Tres académicos lo examinaron y constataron que estaban frente a un genio. A los 16 años estaba ya en el quinto curso de la universidad y a los 17, en 1940, se graduaba. Defendió su primera tesis doctoral a los 19 años y en 1946, con 23 años, presentó su disertación para optar al título superior de doctor, que muy pocos llegaban a obtener. Era un “genio socialista” y el régimen no tardó en exhibirlo como ejemplo del hombre nuevo soviético. En una película de propaganda se lo muestra estudiando y esquiando. La rúbrica dice: “Un estudiante del 5º curso de la universidad de 16 años, Igor Shafarevich, ha sido nominado para recibir la beca Lenin”.

La matemática fue su refugio no solo espiritual sino que también le dio una cierta protección frente a las tropelías del régimen: era demasiado valioso para aplastarlo por no ser militante comunista o por ser creyente, lo que no impidió que fuese expulsado de la universidad entre 1949 y 1953, un tiempo de persecuciones delirantes que, entre muchos otros, le costó la vida a innumerables médicos y académicos judíos. Pronto vinieron sus grandes descubrimientos matemáticos –la Encyclopedia of Mathematics, contiene 124 entradas acerca de los aportes de nuestro autor– y alcanzó la fama tanto dentro de la Unión Soviética (Premio Lenin en 1959) como a nivel internacional y las academias más distinguidas del mundo lo hicieron miembro honorario (en el Reino Unido, Estados Unidos, Alemania, Italia, etc.).

Así podría haber culminado la vida de Igor Shafarevich, como una gran estrella del firmamento soviético homenajeada por todas partes. Pero no fue así. Su conciencia, tal como la de otros grandes científicos (como Andréi Sájarov) y escritores (como Aleksandr Solzhenitsyn), lo impulsó a la resistencia abierta al totalitarismo, pasando en los años 70 a integrar las filas de aquellos célebres disidentes que con su enorme coraje fueron uno de los protagonistas fundamentales de la caída de la dictadura comunista. Esa fue la circunstancia que hizo que Shafarevich volviese a su vieja pasión: la historia. Para recuperarla y usarla como lanza y escudo en la lucha contra quienes tiranizaban al pueblo ruso.

El fenómeno socialista: ideología y realidad

El fenómeno socialista nace de la colaboración de Shafarevich con Solzhenitsyn a comienzos de los años 70, publicando clandestinamente un embrión del mismo en el libro Rusia bajo de los escombros, que tiene a Solzhenitsyn como editor. Este libro apareció en inglés ya en 1975 bajo el título From under the Rubble y el aporte de Shafarevich lleva por rúbrica El socialismo en nuestro pasado y futuro (Socialism in our Past and Future, accesible en: http://www.savageleft.com/poli/hoc.html)

El fenómeno socialista es una obra de combate contra el régimen soviético y para entender su estructura argumental es menester familiarizarse con los postulados fundamentales que sustentaban la ideología y el poder de la dictadura comunista. Estos postulados pueden ser resumidos en dos puntos:

  • El marxismo es una concepción científica de la historia, totalmente diferente y opuesta a cualquier creencia religiosa, especulación metafísica o voluntarismo moralista. El marxismo o “socialismo científico” simplemente estudia la leyes que rigen la evolución de la historia y de ello deduce la inevitabilidad del socialismo y su paso final al comunismo.
  • El socialismo, como realidad social y política plasmada en el régimen soviético, es un tipo de sociedad radicalmente nueva, sin precendentes en la historia y superador de toda opresión del hombre por el hombre. Como tal, expresa el paso del ser humano a una etapa superior de su existencia que lo libera de sus egoísmos y antagonismos, permitiendo su realización plena en una sociedad de abundancia ilimitada.

Estos dos postulados explican la doble vertiente por la que fluye el análisis crítico de Shafarevich. Primero se aboca a estudiar la historia de la idea socialista y luego la historia del socialismo como realidad social o socialismo de Estado, aspectos que paso a exponer sucintamente.

Una fe revolucionaria

Tenemos primero el estudio que Shafarevich hace de los antecedentes, raigambre y estructura del pensamiento socialista moderno (marxista) que saca a la luz su arquetipo religioso y desmiente, de manera contundente, su pretendida cientificidad. Para demostrarlo, Shafarevich realiza un notable recorrido por la historia del pensamiento utópico y mesiánico occidental, que parte de Platón y llega hasta el socialismo contemporáneo.

En su periplo, nuestro autor se detiene largamente en el estudio del “socialismo milenarista”, es decir, de las sectas heréticas cristianas que durante siglos proclamaron el advenimiento inminente del Reino de Cristo sobre la tierra anunciado por el Apocalipsis y que duraría mil años (de allí la expresiones “milenio” o “quiliasmo”, que definen ese Reino y, por derivación, a los movimientos que lo predican). Es en el desarrollo de esos movimientos que se crean todos los arquetipos ideales –renovación apocalíptica de la humanidad, hombre nuevo, comunidad plena, vanguardia iluminada, subordinación absoluta de la individualidad al colectivo– que luego se plasmarían en las utopías renacentistas y, finalmente, en el socialismo-comunismo moderno y sus vanguardias revolucionarias, pero en este caso eliminando toda referencia a la creencia religiosa que les dio origen y arropándose bajo el manto de una supuesta cientificidad.

Shafarevich constata así que lo que pretendía ser un análisis científico “producto de muchos años de concienzuda investigación”, para decirlo con las engañosas palabras de Marx, no es más que una repetición de antiguos arquetipos y de esa búsqueda del paraíso terrenal que siempre, cuando se ha llevado a la práctica, ha terminado sembrando el terror.

Esta falta de cientificidad se hace evidente al analizar más detenidamente la obra de Marx, caracterizada por una obstinada búsqueda de confirmar todo aquello que ya había afirmado desde muy joven. La biografía intelectual de Marx es palmaria en este sentido: todos los fundamentos de la ideología marxista –la concepción teleológica de la historia, la necesidad del derrumbe del capitalismo y el surgimiento del comunismo, la polarización siempre mayor entre proletarios pauperizados y unos pocos burgueses cada vez más opulentos, la inevitabilidad de la revolución violenta y su papel creador del hombre nuevo, la idea del proletariado como mesías colectivo, el determinismo económico– fueron ya desarrollados por aquel joven Marx que aún distaba de haber cumplido los treinta años. Sus fuentes no fueron exhaustivas investigaciones en la realidad social de su época ni los ricos anaqueles de las bibliotecas. Su camino fue muy distinto y pasa por la filosofía especulativa de Hegel, el ateísmo radical de Feuerbach y el mesianismo socialista-comunista en boga por entonces.

Como bien lo muestra Shafarevich, la relación de Marx y sus discípulos con la ciencia es absolutamente inversa a aquella que caracteriza a la verdadera actitud científica: no van a buscar la verdad sino a confirmar sus expectativas revolucionas. Por ello es que Shafarevich, con toda razón, afirma que “las obras básicas del marxismo carecen completamente de la característica fundamental de la actividad científica: la búsqueda desinteresada de la verdad por la verdad”.

Esto se expresa en forma de múltiples contradicciones lógicas y predicciones en nada coincidentes con el desarrollo real (todo el desarrollo del capitalismo desde que Marx hiciese sus pronósticos apocalípticos es la refutación más evidente de los mismos), pero ello no obsta para que sus seguidores sigan profesando su fe revolucionaria ya que precisamente se trata de eso, una fe.

Esto es importante, no solo porque explica esa ceguera tan propia de los marxistas y otros creyentes revolucionarios frente a todo aquello que contradice su fe sino porque diferencia el credo de los revolucionarios del simple engaño o la manipulación. Se trata de verdaderos creyentes, imbuidos de su fe y dispuestos a darlo todo por ella. Shafarevich subraya esta perspectiva: “Un movimiento tan gigantesco como el socialismo no puede basarse en principio en un engaño. A pesar de su demagogia superficial, estos movimientos son en el fondo honestos, es decir, proclaman sus principios fundamentales claramente para que todos les oigan”.

Raíces y realidad del socialismo

La segunda vertiente crítica que desarrolla Shafarevich trata del socialismo en la realidad, es decir, en cuanto sistema social o socialismo de Estado. Aquí, nuestro autor nos invita a un fascinante recorrido por diversas experiencias socialistas que precedieron al experimento soviético y a sus réplicas contemporáneas, poniendo de manifiesto sus similitudes esenciales y cuestionando, por tanto, la pretendida novedad histórica de los regímenes de tipo soviético.

Como muestra Shafarevich, la Unión Soviética no fue de ninguna manera el primer régimen social basado en la subordinación completa del individuo al colectivo y la abolición de la propiedad privada. Las experiencias socialistas de Estado, es decir, colectivistas, han sido muchas. Se trata, en realidad, de la forma más común que tienden a adoptar los imperios tempranos, desde los del Oriente antiguo al de los incas. Este fenómeno, así como sus similitudes con el socialismo del siglo XX, fue detenidamente estudiado por Karl Wittfogel en su célebre obra de 1957 titulada Despotismo oriental: Un estudio comparativo sobre el poder total, que Shafarevich usa con frecuencia.

La inexistencia de la libertad individual y de la propiedad privada que la expresa en lo económico son rasgos comunes a todos esos regímenes. También lo son el trabajo forzado, las grandes planificaciones, la manipulación de la historia que es reescrita para ponerla al servicio del poder, el monopolio ideológico (ya sea teocrático o ateo), los abundantes privilegios de los escalones superiores de la jerarquía social y la falta de todo derecho que restrinja o limite al poder central. Todo ello y mucho más revela el notable parentesco existente entre todos estos regímenes que expresan tendencias claramente totalitarias. El socialismo es, con otras palabras, un fenómeno universal, tal como lo es la ideología que lo nutre. Nada hay de nuevo en el socialismo moderno, excepto su ateísmo y su posibilidad de usar unas tecnologías de opresión antes desconocidas.

Socialismo y religión

De esta amplia investigación en el terreno de las ideas y la historia surge la respuesta que Shafarevich dará a la pregunta que guía todo su trabajo: ¿Cuál es la esencia y fuerza motriz del fenómeno socialista? No se trata en absoluto de una pregunta nueva pero sí de una respuesta sorprendentemente novedosa.

Shafarevich pone especial énfasis en distanciarse de la respuesta más cercana a su propio análisis, aquella que ve en el socialismo una especie de religión basada, por contradictorio que parezca, en el ateísmo. Esta respuesta fue dada ya antes del golpe de Estado bolchevique por el pensador ruso Sergéi Bulgákov, que en 1906 publicó su Karl Marx como tipo religioso. El mismo punto de vista fue desarrollado, un par de décadas después, por otro notable intelectual ruso, Nikolái Berdiáev, autor de Marxismo y religión. En Occidente, esta perspectiva ha sido desarrollada por diversos autores, siendo la obra Robert Tucker Filosofía y mito en Karl Marx de 1972 un ejemplo muy destacado. Yo también he trabajado en esta dirección, tal como se puede constatar en mi libro Las desventuras de la bondad extrema.

Shafarevich, que se mueve muy cerca de esta interpretación, subraya tanto sus méritos como muchas de las innegables similitudes entre religión y socialismo: “Esta postura puede apoyarse en fuertes argumentos. Por ejemplo, los aspectos religiosos del socialismo podrían explicar tanto la extraordinaria atracción de las doctrinas socialistas como su capacidad para inflamar a los individuos e inspirar movimientos populares. Son precisamente estos aspectos del socialismo los que no pueden ser explicados cuando se le contempla como categoría política o económica. Las pretensiones del socialismo de ser una visión global del mundo, que abarca y explica todo, también lo hacen análogo a la religión. Una característica religiosa es la visión socialista de la historia no como un fenómeno caótico sino como una entidad con un objetivo, un sentido y una justificación. En otras palabras, tanto el socialismo como la religión contemplan la historia teleológicamente.”

A pesar de estas coincidencias entre socialismo y religión Shafarevich rechaza las conclusiones de esta interpretación. A su juicio, el impulso socialista es, más allá de las apariencias, radicalmente opuesto a aquel representado por una religión como el cristianismo y no puede por ello, bajo ningún respecto, ser visto como una suerte de realización atea y terrenalizada de las promesas y expectativas cristianas de una vida radicalmente diferente y liberada de los pesares de la existencia mundana. Shafarevich observa, de manera absolutamente certera, que la esencia del socialismo es la búsqueda de “la supresión de la individualidad” y como tal esta doctrina “es hostil hacia la personalidad humana no sólo como categoría sino, en última instancia, hacia su existencia misma”. Esto se expresa como un impulso homogeneizador, que quiere destruir toda base, expresión y resguardo de la diferenciación humana (propiedad privada, familia, libertades individuales, etc.). El socialismo busca crear un nuevo tipo de ser humano que solo existe como parte del colectivo y no como una persona con atributos únicos, una voluntad distintiva y derechos inviolables. El cristianismo, por el contrario, se basa en el desarrollo y fortalecimiento de la individualidad y la responsabilidad personal. La persona es su eje, con su relación esencial, irremplazable y profundamente moral con su Creador. El impulso religioso encarnado por el cristianismo es la afirmación y protección más rotunda de la vida y su diversidad, a la vez que actúa como un freno a la soberbia humana y a todo intento de endiosar al hombre recordándole, sin cesar, sus carencias y limitaciones.

Tánatos y el secreto del fenómeno socialista

¿Qué es entonces el socialismo? ¿Qué impulso representa su búsqueda de la disolución del individuo en el colectivo y el fin de la diferenciación humana? La respuesta de Shafarevich se mueve aquí en una dirección inesperada y novedosa, donde los sugerentes planteamientos de Sigmund Freud sobre una gran lucha entre el “instinto de vida” y el “instinto de muerte” hacen su entrada. Si la religión expresa el impulso vital o instinto de vida, que busca el desarrollo y la diversificación de lo humano, el socialismo expresa un impulso contrario, hacia su nivelación homogeneizadora, lo que implica la negación de la vida misma, que no es otra cosa que constante diferenciación. Como tal, representa un impulso destructivo de la vida existente, un instinto de muerte o Tánatos, como lo llamó Freud. El socialismo habla de la creación de otro mundo, superior y perfecto, y del surgimiento de un hombre nuevo que solo existe para entregarse a los demás, pero estas ideas no son sino la coartada de una idea subyacente, “subconsciente y emocional”: destruir todo lo que existe, incluido el ser humano tal y como es. Lo que se busca es, de hecho, un genocidio, el fin apocalíptico de la vida humana tal como la conocemos. Eso es lo concreto y a lo único a lo que se han acercado los socialismos reales. Esta propensión destructiva explica, además, la voluntad de autoinmolación revolucionaria, esa búsqueda y exaltación de la muerte por la causa a la que siempre han llamado los profetas milenaristas o marxistas (o nazistas o islamistas, podríamos agregar, llámense Adolf Hitler, Che Guevara u Osama bin Laden).

Para Shafarevich, el socialismo es un fenómeno paradójico que “solo puede ser entendido si se admite que la idea de la extinción de la humanidad puede resultar atractiva para el hombre y que el impulso de autodestrucción (incluso si es una entre varias tendencias) juega un papel en la historia humana”. Se trata de una afirmación que el autor ejemplifica de múltiples maneras: desde las sectas maniqueistas, que predicaban la autoextinción mediante la abstinencia sexual, y el budismo, con su búsqueda del Nirvana o extinción completa de la existencia, hasta el nihilismo anarquista y las organizaciones revolucionarias marxistas, con sus militantes que se autoaniquilan como personas y están dispuestos a sacrificar a cuantos sea necesario para que, supuestamente, nazca el mundo nuevo.

Ese es, muy apretadamente, el diagnóstico de Shafarevich sobre el fenómeno socialista. Se trata de un largo camino para llegar a la conclusión de que el socialismo expresa una amenaza para la vida misma, pero merece la pena seguirlo ya que, después de todo, el autor tiene la evidencia empírica de su parte: el intento de crear el bienaventurado paraíso socialista siempre ha terminado en los Campos de la Muerte.

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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