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El Síndrome del Nuevo Rico Publicado en el Pulso, 21.04.2015

El Síndrome del Nuevo Rico

Mis amigos españoles y suecos me preguntan inquietos qué pasa en Chile. Les resultan increíbles las noticias que de vez en cuando llegan del país estrella de América Latina. Escándalos de corrupción que incluso salpican a la Presidenta y al empresario más poderoso del país, crispación política y llamados a refundar el país por medio de una asamblea constituyente, un crecimiento económico que en 2014 puso a Chile en el lugar 17 de la OCDE después de haber ocupado el primer lugar tanto en 2012 como en 2013.

Mis amigos me recuerdan las numerosas columnas de opinión que he escrito destacando los extraordinarios logros económico-sociales, la cordura política y la probidad institucional chilena y me piden una explicación. Yo les digo, medio en broma medio en serio, que, como dijo Niall Ferguson hace no mucho, parece que los chilenos están empezando a ejercer su derecho a ser estúpidos. Pero entonces me preguntan por las causas de este sorprendente ataque de estupidez y no queda otra que recapitular y entrar en ciertos detalles.

Todo esto pasa, les digo, porque nos fue demasiado bien y nos convertimos en una sociedad de nuevos ricos, con muchas cosas y poca cultura, con ambiciones voraces y una sensación de que “todo vale” que fue empequeñeciendo la decencia. Las elites transversales lideraron este proceso pero los que pudieron se subieron al carro, y los que no pudieron exigían su derecho a ser parte de la fiesta. Ya sé, no todos, especialmente no usted querido lector.

Los hechos son como sigue: en los últimos 30 años Chile casi cuadruplicó su nivel promedio de vida, la pobreza cayó de un 45% a menos del 8% y la indigencia se transformó en un hecho marginal, surgieron amplias clases medias y la movilidad social no tuvo paralelos en América Latina, la cantidad de jóvenes que entran a la educación superior se multiplicó por diez e incluso la distribución del ingreso mejoró, y el pobre de hoy dispone de un poder adquisitivo casi cuatro veces superior al de hace 30 años.

Es decir, todos nos hicimos nuevos ricos. Cada uno a su medida, evidentemente, pero casi nadie dejó de dar un salto extraordinario en sus condiciones de vida. Al mismo tiempo, y aquí comienza lo problemático, casi todos se sentían más pobres que antes, porque en relación con sus horizontes y apetitos agigantados todo lo que alcanzaban les parecía poco.

Esto encontró su expresión más radical en la primera generación post dictadura. Tal como la generación que remeció a Europa Occidental en 1968, creció bajo condiciones drásticamente distintas de las de sus padres y abuelos, y se hizo portadora de nuevos valores y una seguridad existencial que la lanzó a la calle a “pedirlo todo”: más consumo y más derechos, mejor democracia y calidad de vida, gratuidad para sus estudios, aire limpio, auto nuevo y asamblea constituyente. Total, “en pedir no hay engaño”.

La irrupción de esta generación de “materialistas postmaterialistas” -los niños mimados del progreso y de papás-billetera que reemplazaron dando cosas sus carencias culturales y afectivas- se manifestó ya en 2006 con el movimiento pingüino y luego, ya más grandecitos, con ese happening espectacular que fue el 2011. “Seamos realistas, pidamos lo imposible”, decían los jóvenes parisinos del mayo del 68. Los nuestros ni siquiera se percataron de esto último: todo parecía posible en nuestro bienaventurado rincón del mundo.

Y la verdad es que, a su manera, compartían la desmesura de toda una sociedad cada vez más ostentosa y menos fijada en el cómo se gana la plata. De esa manera, el carnaval del 2011 se convirtió en la farándula electoral del 2013, donde los charlatanes competían para ofrecer el oro y el moro, y ganaron, aplastantemente. Es cierto que más de la mitad de los electores posibles no votó, pero no en protesta ante el espectáculo que se ofrecía, sino por desinterés y convencidos de que el Titanic no podía hundirse.

Mis amigos españoles reconocen de inmediato de qué les estoy hablando y siempre replican: pero si eso fue justamente lo que nos pasó. ¡Si éramos el Titanic de Europa, los nuevos ricos que no sabíamos en qué gastar el dinero ni qué nuevos derechos darnos! A los suecos, espartanos como son, les cuesta más entender todo esto, pero yo les recuerdo que ellos también se subieron al carro de la desmesura cuando construyeron ese gran Estado benefactor que terminó quebrando a comienzos de la década de 1990. Claro, eso nunca degeneró en el mal gusto del nuevo rico ni dio licencia para la pillería o la corrupción, después de todo han sabido convivir con la riqueza por más largo tiempo que nosotros y como buenos luteranos que son llevan a Dios dentro de sí, en vez de dejarlo en la iglesia y visitarlo muy de vez en cuando, como nosotros.

Lo peor de todo es que me temo que aún no hemos pasado lo peor: el descalabro de la clase política es tal que sería hasta sorprendente si no aparece un demagogo populista y carismático que haga del antipoliticismo su carta de triunfo. Vendrá con la escoba en la mano, hablará despectivamente de “los señores políticos” y nos invitará a una fastuosa cena donde todos seremos el pato y también el postre. En fin, lo que nos está pasando les ha pasado a muchos y todos han pagado su precio cuando se les han subido los humos a la cabeza. Ojalá que el precio que tengamos que pagar no sea tan alto y que los tropezones de hoy nos enseñen a vivir el progreso con más modestia y, sobre todo, con más decencia.

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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