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El precio de la cobardía

El precio de la cobardía

Los periodistas de Charlie Hebdo murieron porque otros callaron, porque, al quedarse solos, fueron fácilmente atacables.

Hace ya algunos años el diario danés Jyllands-Posten publicó unas caricaturas de Mahoma que provocaron un profundo disgusto entre muchísimos musulmanes, así como violentas reacciones en el mundo del Islam radical o islamismo. Cuando ello ocurrió, la enorme mayoría de los medios de comunicación occidentales optó por no publicar las caricaturas para no arriesgarse a sufrir represalias. Charlie Hebdo rompió con la autocensura y publicó. Así se convirtió en el blanco de la ira islamista y hoy conocemos las consecuencias de su valiente defensa de la libertad de expresión. Murieron porque otros callaron, porque, al quedarse solos, fueron fácilmente atacables. Si todos hubiesen tenido el coraje de publicar se hubiese asumido, como corresponde en una sociedad libre que quiere seguir siéndolo, una responsabilidad colectiva por el uso de la libertad de expresión y no se les hubiese dejado a unos pocos llevar una carga que al final los condenó a la muerte.

Algunos dicen que, después de todo, la culpa es de los caricaturistas que se burlan de lo sagrado y de los medios que publican imágenes o textos que ofenden profundos sentimientos como los religiosos. Para ellos, la libertad de expresión debe limitarse, ya sea legal o voluntariamente, a aquello que no ofende ese tipo de sentimiento u otros parecidos. A eso se le llama respeto y el argumento suena razonable a primera vista. Sin embargo, basta reflexionar un poco para darse cuenta de que ese sería el camino hacia el fin de la libertad de expresión que, a su vez, es la base de todas nuestras libertades democráticas.

La razón es simple: en una sociedad abierta y plural siempre habrá alguien que se ofenda profundamente por lo que otros hacen o dicen. Muchos se sienten fuertemente agredidos en sus creencias más íntimas al ver que una pareja homosexual se besa públicamente; otros hace ya mucho que experimentan un gran malestar ante expresiones artísticas o culturales que ridiculizan a Cristo, y por mucho tiempo se consideró tremendamente ofensivo y condenable la existencia misma de un cuestionamiento a la verdad de lo expresado en la Biblia. Se ha perseguido y matado innumerables veces a los disidentes, a los blasfemos, a las mujeres que no ajustaban su conducta a las reglas establecidas. Esa es nuestra propia historia, la de la cacería de brujas, la condena a Galileo, la inmolación de Giordano Bruno, la Inquisición, la esterilización forzada de mujeres “indecentes”, la persecución del homosexual, del judío, del que ha creído en otros Dios o simplemente no ha creído, y así podríamos seguir infinitamente. En cada caso muchos pudieron justificar la represión ejercida con la ofensa causada a la moral pública, a las verdades sacrosantas, a la decencia, a lo sagrado, etc.

Vivir en una sociedad abierta y libre exige que aceptemos lo que nos disgusta e incluso la expresión de ideas que nos provocan la más fuerte aversión. Esa tolerancia es justamente la que protege la libertad de todos, ya que en lo que cada uno de nosotros hace y piensa seguro que hay algo que otro ser humano considera profundamente erróneo, ofensivo y censurable.

Es de esperar que aprendamos la lección trágica de la masacre de París. Pero no la de callar para no provocar a los violentos, sino la de defender con valentía los principios fundamentales de la sociedad libre.

Fuente: El Libero

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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