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De poemas, naturaleza humana y política Publicado en El Líbero, 20.01.2022

De poemas, naturaleza humana y política

“Me gustaría partir por una mención a un poeta chileno (…) Cementerio de Punta Arenas, de Enrique Lihn”, anunció el presidente electo, Gabriel Boric, en el escenario del Encuentro Nacional de la Empresa 2022, frente a los principales referentes del gremio. Y leyó sus versos: “ni aun la muerte pudo igualar a estos hombres que dan sus nombres en lapidas distintas…”

Para los amantes de la poesía, en el mismo tema, Jorge Manrique, con una lógica pre renacentista opuesta, declamaba en las Coplas a mi Padre: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir…; allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos. Y llegados son iguales, los que viven por sus manos y los ricos”. Para más adelante, en la copla XIV, agrega: “Esos reyes poderosos que vemos por escrituras ya pasadas, por causas tristes, llorosas fueron sus buenas venturas trastornadas. Así que no hay cosa fuerte, que a Papas y Emperadores y Prelados, así los trata la muerte como a los pobres pastores de ganados”.

Pasar revista a epitafios en un cementerio es ver reflejada la diversidad de gustos e ideas de sus inscriptores, es pararse a reflexionar frente a la complejidad de la vida. Cuántos otros poetas se pueden citar que han mirado más allá de la lápida para preguntarse sobre tantas circunstancias que atañen a los seres humanos, y que en clave lírica tienen más que ver con disquisiciones sobre la felicidad, la descendencia y los valores de la compleja naturaleza humana que sobre la igualdad de los seres humanos, porque la igualdad -por ser artificial- no rima en clave poética.

Desafortunadamente, quienes comparten la visión de Boric expresada en ese poema siguen desconociendo la evidencia que muestra la inviabilidad de adoptar políticas que no se adapten a esa naturaleza humana, como es la búsqueda de la igualdad entre individuos.

La búsqueda de la igualdad, por ser contraria a la compleja naturaleza humana, presenta distintos problemas. Desde Platón en adelante se sabe que las personas funcionan empujadas por intereses personales. Pero el igualitarismo convierte el reclamo de prestigio y distinción personal en una suerte de conducta antisocial castigada por las leyes y estigmatizada por la moral oficial, olvidando que las personas necesitan fortalecer su autoestima mediante el reconocimiento social basado en la singularidad de sus logros. 

Este tipo de política contraria a la naturaleza humana decreta la obligatoriedad de una especie de altruismo universal -los obreros, la humanidad, los pobres- mientras combaten el altruismo selectivo espontáneo, dirigido al círculo de las relaciones más íntimas, que es el que moviliza los esfuerzos de los seres humanos: al desaparecer la recompensa al esfuerzo, ya no es posible dotar a los hijos de elementos materiales que garanticen su bienestar. Ese fuerte instinto de protección que lleva a padres a sacrificarse por sus descendientes y a posponer las gratificaciones personales queda prácticamente anulado.

Como consecuencia del colectivismo y de la desaparición de estímulos materiales asociados al esfuerzo personal, en todos los estados comunistas se producía, además, un paradójico fenómeno que Marx no supo prever: la solidaridad colectiva, lejos de fortalecerse con el comunismo, fue desvaneciéndose hasta hacerse imperceptible. Nadie cuidaba los bienes públicos. La verdad oficial era que todo era de todos. La verdad real era que nada era de nadie, y, en consecuencia, a nadie le importaba robar al Estado, dilapidar las instalaciones comunes o abusar de los servicios ofrecidos, actitud que generaba una letal combinación entre el despilfarro y la escasez. Las personas no conseguían asumir mentalmente la idea del bien común. Lo que era del Estado -un ente opresor remoto e incómodo- no les pertenecía a ellas, y no había razón para protegerlo. Ello se veía con claridad en el entorno urbano característico de las ciudades regidas por el socialismo, siempre sucio, despintado, mal iluminado, con edificios en ruinas. A un país como Alemania del Este, la más próspera de las naciones comunistas, las cuatro décadas que duró el comunismo no le alcanzaron siquiera para recoger todos los escombros de la Segunda Guerra mundial. 

Y es que cortarles las alas a los ciudadanos convierte a las personas en unos consumidores permanentemente insatisfechos e inútiles, que esperan del Estado los bienes y servicios que a la larga termina sin poder darles, precisamente por las limitaciones que ha impuesto a la sociedad.  

Quitarle la riqueza al emprendedor porque tuvo éxito basado en el trabajo de otros, usurpar tierras porque fueron obtenidas por pertenecer a un sector privilegiado o eliminar los premios escolares a los mejores promedios porque no todos nacieron inteligentes, son atajos que justifican moralmente el uso totalitario de la coacción estatal bajo el dogma canalla de quitar a unos para dar a otros. Y esto supone, necesariamente, el reconocimiento de una autoridad que determine cómo se distribuye el producto de los logros y el odio al exitoso.

En lugar de buscar una sociedad que se desarrolle, buscamos una sociedad que se apropie y subdivida el éxito. Pero quitar a unos no alcanza para dar a todos. Una sociedad de casi todos iguales es, por ejemplo, la sociedad cubana. Los únicos distintos son los jerarcas y sus familias. Volvernos todos iguales no va a resolver el problema de la pobreza, ni de la inseguridad, ni de la falta de empleo, ni de la falta dañosa de futuro y de esperanza. La envidia por el éxito del otro es una ilusión para evitar la queja por un orden social en el que absolutamente nadie pueda destacarse o sobresalir en ningún sentido. Para que nos acostumbremos a ser Venezuela.

Hoy, casi no existe discurso o plataforma política que no tenga como meta la búsqueda de la igualdad. No se trata de la igualdad ante la ley que surgió en Europa a partir del siglo XVIII y que, junto con la idea de que toda persona es igualmente digna y libre generó el gran enriquecimiento que ha visto el mundo desde entonces, sino del igualitarismo como objetivo político y económico. Hoy todos, los organismos supranacionales, las políticas públicas y el estado de bienestar, todos quieren combatir la desigualdad.

El discurso igualitario es el gran triunfo del socialismo del siglo XXI. Que un individuo sea más sabio, más habilidoso, más trabajador, más resiliente ante la frustración o más empecinado en la persecución de sus metas no es un logro personal, sino el resultado de haber nacido en un determinado contexto. En consecuencia el esfuerzo personal no es tal cosa. Se trata de un determinismo de estructuras sociales y culturales ajenas a la persona, sin que medie su propia voluntad.

Pero hay más en esta narrativa. La desigualdad es un constructo que sirve para eludir la responsabilidad de la sociedad en la generación de desigualdades, mientras que la competencia no sólo genera desigualdad sino altos niveles de infelicidad y frustración entre los no ganadores, lo que los empuja justificadamente a la delincuencia o a la violencia. 

El camino hacia un estado totalitario tiene, justamente, la narrativa de la desigualdad. Por ello es urgente generar una narrativa que corresponda a una sociedad de personas dignas, una sociedad que no descalifique, ataque o desprecie al otro por su mérito o por la suerte que haya tenido. Sólo el incumplimiento de la ley es condenable, y para eso sólo existe la justicia y no inventos arbitrarios como la justicia social.

El discurso igualitario es incompatible con la ética porque ataca la libertad individual. Y cuando la libertad -para perseguir una meta por ejemplo- es un pecado, la destrucción del orden social es irremediable. Una vez que aceptamos que el éxito es un robo al colectivo, legitimamos que lo que se consiga con ese éxito no es tolerable. El quiebre moral antecede al quiebre económico. 

Lo que Chile necesita para crecer y sacar a la gente de la pobreza no es tratar de igualar mediante el uso de la fuerza coercitiva del estado; lo que tiene que hacer es tener más diversidad, más desigualdad, más libertad, que no solo es la mejor fuente de progreso para el resto de la sociedad sino la única compatible con la dignidad del ser humano. Quizás por ello otro escritor de nuestra lengua, siempre postergado porque no habló de clases obreras o el pueblo sino de individuos, Jorge Luis Borges, escribía: “…si me dicen que todo mi pasado ha sido fatal, ha sido obligatorio, no me importa; pero si me dicen que yo, en este momento, no puedo obrar con libertad, me desespero.” 

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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