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Consejos de un escocés del siglo XVIII Publicado en Pulso

Consejos de un escocés del siglo XVIII

¿Qué les diría el célebre escocés a los chilenos de hoy? Lo primero sería que olviden lo único que saben sobre él. La mano invisible no existe. Fue una ingeniosa metáfora, pero deforma completamente su pensamiento. Lo que realmente quería decir es que en un orden basado en intercambios libres no existe mano alguna, visible ni invisible, que los guíe. Se trata de un “orden espontáneo”, como diría Hayek, que fluye de una multitud de interacciones en que cada uno busca su propio beneficio de la única manera que puede lograrlo cuando no es permitido recurrir a la fuerza o al monopolio: procurando que otra persona prefiera voluntariamente sus productos o servicios en función de su propio interés. Es decir, el interés de cada uno sólo puede realizarse sirviendo el interés de otro. Ese es el gran secreto de una economía basada en la libertad de las personas.

Luego agregaría algo que nos sorprendería: hay que cuidar la economía de mercado de los mercachifles o al capitalismo de los capitalistas, usando términos inexistentes en su época. Sí, incluso más que del Estado y al respecto nos citaría el siguiente pasaje de su célebre obra: “Las personas de un mismo ramo rara vez llegan a reunirse, aunque sólo sea con fines de jolgorio y diversión, sin que la conversación termine en una conspiración contra el público, o en alguna maquinación para elevar los precios”. Y peor todavía si tienen influencia sobre el poder público ya que ellos, los “comerciantes y manufactureros”, son “los principales artífices” de aquel sistema de monopolios y privilegios conocido en su tiempo como mercantilismo.

El viejo escocés nos miraría socarronamente y nos diría que su liberalismo trata de la libertad económica y no del beneficio de los empresarios. Y nos aclararía que nunca propuso una especie de “estado de naturaleza”, o “capitalismo salvaje” como se dice ahora, donde cada cual hace lo que se le ocurre. La libertad que él defiende sigue, por el contrario, estrictas normas morales y se atiene a la célebre máxima de John Locke que dice: “Donde no hay ley no hay libertad”. Es decir, donde no hay coacción legítima (la ley es obligatoria) y por lo tanto un Estado que la aplique, no hay libertad.

Para ahondar en el tema del Estado nos recomendaría leer atentamente el Libro V de “La riqueza de las naciones”, donde discute extensamente las “obligaciones del Soberano”. A su juicio, su primer deber es la defensa nacional y el segundo impartir justicia, pero la enumeración no se detiene allí como pudieran creer quienes asocian a Adam Smith con la idea de un Estado guardián o minimalista. Para no dejar dudas al respecto nos leería el comienzo de la Parte III del Libro V: “La tercera y última obligación del Soberano y del Estado es la de establecer y sostener aquellas instituciones y obras públicas que, aun siendo ventajosas en sumo grado a toda la sociedad, son, no obstante, de tal naturaleza que la utilidad nunca podría compensar su costo a un individuo o a un corto número de ellos y, por lo tanto, no debe esperarse que estos se aventuren a fundarlas ni a mantenerlas”.

Para ser más preciso acerca de este tipo de obligaciones seguiría leyendo: “Las principales son aquellas que sirven para facilitar el comercio de la nación y fomentar la instrucción del pueblo”. Sí, infraestructura y educación son “las principales”, pero ello no excluye otros deberes, como, entre otros, el socorro a los pobres (que Smith quería reformar pero no abolir).

A estas alturas algunos podrían pensar que están escuchando a un socialdemócrata o a un socialcristiano, pero no es así. Es el más clásico de los liberales quien habla de esta manera, lo que es bien distinto de un antiestatista dogmático o un utopista del mercado. Sobre ello, Smith tendría mucho más que decir. Nos recordaría, sin duda, que un liberal no es un apologista de la libertad ni del capitalismo, sino su partidario crítico, consciente de sus limitaciones y problemas. Para ilustrar esto nos instaría a leer su ácido juicio sobre el precio que en su tiempo se estaba pagando por aquel progreso extraordinario que la división del trabajo generaba. El embrutecimiento masivo de la población británica era su resultado, ya que el obrero perdía el hábito de usar su inteligencia “y se hace todo lo estúpido e ignorante que puede ser una criatura humana”. Por ello es que, a su parecer, era tan imperioso que el Estado interviniera y asumiera una responsabilidad por la educación popular, haciendo accesibles a todos “aquellas técnicas y virtudes” que son vitales no sólo para el individuo, sino también para el desarrollo mismo de la nación.

Luego agregaría, para aumentar nuestro desconcierto, que no sólo la pobreza absoluta importa. Existe también una pobreza relativa, que evoluciona con el progreso de la sociedad y define el umbral más allá del cual las personas, aun siendo menos pobres que antes en términos absolutos, experimentan un mayor sentimiento de pobreza (se avergüenzan, dice Adam Smith, a tal punto que ni siquiera “osarían aparecer en público”) y quedan socialmente excluidas.

Finalmente, nuestro escocés no dejaría de advertirnos sobre lo más obvio: no hay bienestar sin trabajo, ni derechos sin obligaciones, ni prosperidad sin libertad. Pero seguramente no se despediría de nosotros sin recordarnos que “ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros son pobres y miserables”.

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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