El espíritu del 5 de octubre
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Cada vez nos acostumbramos más a ver en el Estado un gran padre –o madre– protector.
En 1959, el periodista norteamericano John Chamberlain –un converso, valga recordar– publicó una de las obras de mayor relevancia en la defensa de las ideas de la libertad: Las raíces del capitalismo. De una manera sencilla y brillante, el autor expone y describe uno a uno los elementos que son necesarios para que la libertad individual dé sus mejores frutos, echando mano a la trinidad lockeana –y liberal– de vida, libertad y propiedad. A raíz de la segunda de ellas –libertad– el autor desarrolla el tema de uno de los supuestos básicos del capitalismo: la libre contratación. Para Chamberlain, “el contrato otorgaba al individuo la dignidad de la madurez”, permitiéndole funcionar “sobre la base de contratos y no de status”. Es decir, gracias a la libre contratación, el hombre pudo desarrollar plenamente su potencial, confiando en sus propias virtudes y capacidades.
Sin embargo, señalaba el autor, muchas veces esa misma posibilidad de hacernos ganar, nos hace perder. Es entonces cuando aflora el niño que todos llevamos dentro, aquel que gime por ayuda y paternalismo. Aquel niño que ve en el Estado un gran padre –o madre– protector. Es el fenómeno del niño, al cual los chilenos nos estamos acostumbrando cada día más.
Veamos. Hace no mucho, para alguien como yo –la manoseada clase media chilensis- hubiese sido muy difícil acceder a estudios de postgrado en el extranjero. Gracias a mi esfuerzo personal, me adjudiqué una beca –pública– para estudiar un doctorado en España, el cual obtuve en menor plazo del pactado con el Estado. El Estado cumplió su parte –financiar mis estudios– y yo cumplí la primera parte de la mía –obtener el grado–, y sigo cumpliendo mi retribución de seis años como académico a tiempo completo. Al finalizar esos seis años habré cumplido la totalidad de mis obligaciones libremente contraídas, y cumplidas de buena fe por ambas partes.
Racionalidad, dignidad, capacidad jurídica. Todos ellos elementos que sumados a la buena fe –honestidad– deben ser la base de cualquier acuerdo entre partes igualmente libres y dignas. ¿Podría justificar yo –a posteriori– el incumplimiento unilateral por mi parte, amparándome en que los estudios resultaron más difíciles de lo que yo creía, o que la vida en el extranjero es solitaria, o que simplemente no me gustó la universidad? Sería muy poco serio de mi parte. Digámoslo: sería infantil de mi parte, además de irresponsable.
Es lo que sucede en el Chile de hoy. A todos nos gusta ser sujetos de crédito cuando las vacas están gordas. El modelo nos da la posibilidad de gastar por adelantado en vez de ahorrar, permitiéndonos disfrutar antes de un beneficio que de otro modo habría costado tiempo. Todos queremos un segundo televisor de mil pulgadas para la sala de estar, un viaje o quizá un segundo automóvil. Para ello contamos con cómodas cuotas que finalmente nos costarán el doble del precio original. Obviamente ello lo sabemos al momento de contratar, ya que mamá Estado hizo el cálculo para que nosotros no tuviésemos que pensar (CAE). Todo bien hasta ese punto. Sin embargo al poco andar se desaceleró la economía –por algún ciclo Keynesiano natural que nada tiene que ver con reformas mal hechas– y nos golpeó la cesantía. Entonces clamamos contra nuestros acreedores. Cuestionamos la misma existencia del crédito y llamamos usurero y fascista –o peor aún, “empresario”– a cualquiera que lo defienda.
El fenómeno del niño da cuenta de una cosa. Mientras no aprendamos a enfrentar responsablemente nuestras responsabilidades, a aceptar las consecuencias de nuestros actos, nos veremos expuestos al crecimiento exponencial de un Estado que en vez de tratarnos como ciudadanos nos trata como a un rebaño, de políticos que en vez de ver conciudadanos ven una masa a la que hay que guiar.
Sólo el individuo puede reclamar para sí su dignidad actuando como adulto –un ser racional–, atributo que por definición no puede concederse, sino sólo reconocerse.
Fuente: El Libero
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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