El delirio institucional del feminismo de género
Estas semanas han dado un golpe directo al feminismo de género, no solo porque los últimos sucesos han dejado al descubierto […]
Publicado en El Dinamo, 27.08.2020Hace más de 700 años, el gran poeta florentino Dante Alighieri escribió su famoso poema la Divina comedia, que cambió para siempre la poesía y la lengua italiana. El texto parte con el primer canto en el infierno, con una célebre frase: “en medio del camino de nuestra vida me encontré por una selva oscura, porque la recta vía estaba perdida”. Dante aquí enfatiza dos cosas: uno, una experiencia colectiva, a través del uso del adjetivo ‘nuestra’ en vez del personal ‘mi vida’, y también hace referencia a un camino o un viaje a través del cual los seres humanos transitan —tanto en experiencias personales como colectivas— y suelen, a ratos, perder la recta vía que los orientaba.
Es difícil pensar en el canto del gran poeta toscano y no hacer la analogía con nuestra realidad nacional, cuando nos enteramos de que una encuesta realizada por Ipsos Public Affairs, en julio del 2020, arrojó que Chile hoy se posiciona como el pueblo más pesimista del mundo en una encuesta realizada en 27 naciones. La encuesta muestra a Chile como el país más pesimista acerca de su futuro de los 27 encuestados. Ante la pregunta, ‘si el país va en la dirección correcta’ o ‘por el camino equivocado’, solo el 16% de los chilenos encuestados cree que vamos en la dirección correcta; mientras que el 84% de los encuestados —cual Dante en la Divina comedia— cree que el país transita por la senda equivocada.
En el caso de los demás países, 18 de los 27 países mostraban que al menos un tercio de los encuestados (sobre el 33%) creía que sus naciones iban por el buen camino. En Chile, ese porcentaje no supera ni siquiera 1/5 de los encuestados (menos del 20%). Somos entonces la única nación encuestada en la cual el segmento “optimista” resulta abismalmente inferior a un quinto (16%). Además, el promedio general de los 27 países señala que un 60% de los encuestados percibía a sus respectivas naciones como ‘transitando en una senda correcta’, contra un 40% total que opinaba lo contrario. Es decir, Chile no solo obtiene el último lugar como la nación más pesimista del mundo, sino que encima se encuentra drásticamente bajo la media total de la percepción mundial respecto al futuro post-pandémico. Un pesimismo único e indudable.
Lo preocupante de esta encuesta es que se realizó con el objetivo de medir las perspectivas económicas y sociales del futuro post COVID-19, por lo que se encuestaron muchas naciones que lo han hecho incluso hasta bastante peor que Chile en materias de gestión de la pandemia (como Brasil). Además, de todos los países encuestados, Chile está lejos de ser una de las naciones que ha sido más golpeada a nivel económico producto de la pandemia. De hecho, la mayoría de los otros encuestados presenta mayores contracciones económicas, mayores caídas del PIB, y mayores tasas de desempleo que Chile. Varios de los países en la encuesta han sufrido caídas de ingresos, aumentos de la pobreza y desempleo de forma mucho más intensa de la que ha sufrido nuestro país. Aún así, a pesar de que Chile lo ha hecho bastante mejor que la mayoría de los encuestados, en materias de gestión de la pandemia y en materias de recuperación económica, seguimos siendo el país más pesimista del mundo post-pandémico.
Este hecho, a pesar de que hemos respondido relativamente bien al COVID-19 y a pesar de que tengamos una economía menos maltrecha que el resto, solo sugiere que el origen de nuestro pesimismo no se encuentra en la pandemia y en sus efectos económicos, ni tampoco en la gestión médica de la misma, sino que el origen de la actual percepción de ir por el mal camino o de haber perdido “la recta vía” tiene más relación con nuestro actual estado de descomposición política y con una percepción de que el país ha perdido, hace ya años, la senda de la razón, los acuerdos y el desarrollo económico inclusivo. Es decir, a mediados de la década pasada y aproximadamente desde el 2014-2016, el país —en medio de su camino hacia la modernización, la superación de la pobreza y el desarrollo—, se encontró, como dijo Dante, en “una selva oscura, porque la recta vía estaba perdida”. El pesimismo tiene su origen en las malas decisiones tomadas durante la década pasada y esto se ve reflejado hoy en el pesimismo de casi el 85% de los chilenos, que creen que hemos tomado un mal camino para enfrentar nuestros problemas.
Dicho pesimismo se ha visto reflejado también durante los últimos meses, sobre todo después de octubre del 2019, en los medios de prensa y en muchos de los intelectuales nacionales. Basta con abrir cualquier diario respetado, cualquier día de la semana, para leer columnas y cartas al director que reflexionan aciagamente en torno a la pregunta clave del momento: ¿Cuándo se jodió Chile? La muestra más elocuente de lo anterior lo encapsula el economista Sebastián Edwards que hace algunos días atrás escribió: “durante las últimas semanas me ha embargado un pesimismo profundo. (…) Me temo que esto va a terminar mal, y que Chile volverá a sus orígenes de país latinoamericano del montón. Un país con un estado de derecho endeble, con instituciones débiles y baja productividad. Un país desigual, segregado, violento y pobretón”.
Sin duda el camino que hemos tomado durante la última década (2010-2019) para enfrentar nuestros problemas del desarrollo y la modernidad ha sido el equivocado y nuestro modelo económico de desarrollo se ha marchitado y desvigorizado en el camino, siendo incapaces, durante toda una década, de poder renovarlo o de darle una vuelta de tuerca pacífica y constructiva para responder al malestar social y a las aspiraciones frustradas de la clase media emergente nacional. En simple, llevamos una década dormidos en los laureles y el jaguar se transformó en un complaciente Garfield.
Como bien lo intuía Dante en su célebre canto, el ser humano vive en un colectivo político a través del cual se construye el “camino de nuestra vida” en conjunto, y le damos su orientación y significado. Es a través de la política y la acción colectiva, como también lo sugirieron Aristóteles y Arendt, que podemos construir un camino de común destino y de conducir el andar de nuestra vida, tanto hacia algo positivo y socialmente deseable, como también conducirnos al despeñadero (aquella Dantesca selva oscura que nos haga perder la recta vía). Lamentablemente la política nacional y sobre todo las nuevas generaciones que surgieron de las marchas estudiantiles del 2011 han utilizado la política para desviar el común destino, conduciendo el “camino de nuestra vida” a través de una selva oscura; marcada por: el conflicto (ni transar, ni traicionar), el buenismo moralizante (pueblo puro, elite corrupta), el simplismo pasmoso (no al lucro, no + AFP, no al modelo, no al dialogo, etc.) y la falta de compromisos en busca de evitar intransigencias ideológicas. Estas nuevas generaciones y los decadentes rostros políticos que les aplauden lamentablemente han erosionado la idea de hacer política como convergencia a partir de nuestros desacuerdos legítimos, polarizándola hacia una visión extrema y moralizante del no transar y de buscar el conflicto (amigo-enemigo) secuestrando el entendimiento. Los políticos de hoy—cual Twitter criollo— se han convertido en meras cajas de resonancia o megáfonos de la calle, que simplemente exacerban las tensiones y los conflictos, vociferando el enfado, en vez de darle un cauce racional y constructivo para nuestro futuro.
Paradojalmente, es aquella misma política, hoy en su momento más oscuro, la que debe cambiar de mentalidad y empezar a actuar más como el poeta romano Virgilio en la Divina comedia y transformarse así en el guía y en la luz que conduzca nuestro camino a través del infierno y el purgatorio, proponiendo finalmente una nueva visión constructiva de país que convoque a la mayoría: mostrando al país un camino creíble de salida a esta crisis. En este sentido quizás, pareciera ser que existe una plausible puerta de salida a nuestra “selva oscura” en forma de discusión constitucional que se dará a partir de octubre de este año. Sea cual sea el resultado, parece ya claro que el debate constitucional será —al menos por una década— nuestra única tabla de salvación. Si bien ésta no será una bala de plata que solucionará todos nuestros problemas —como la modernización del Estado, la baja productividad nacional, la desaceleración económica, y la paupérrima calidad de nuestros bienes públicos (educación, salud, pensiones, etc.)— pareciera ser, al menos en el mediano plazo, que la cuestión constitucional será nuestra potencial vía de escape y nuestra única oportunidad. Lamentablemente, si no la aprovechamos de forma constructiva, responsable y racional, para crear un nuevo camino de progreso en común, el retroceso a la pobreza y a la mediocridad latinoamericana parecieran ser insoslayables. Dada la improvisación, crispación y superficialidad con la cual se esta llevando a cabo dicho proceso, está aún por verse si nuestra discusión constitucional y los ciudadanos que participarán en ella estarán a la altura de convertirse en nuestro poeta romano Virgilio y si serán capaces entonces de guiarnos a través de nuestros infiernos y purgatorios para poder retomar la recta vía perdida.
Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.
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