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El amanecer del capital Inteligente Fundación para el Progreso (FPP) - Octubre 2019

El amanecer del capital Inteligente

Hablemos desapasionadamente de lo que realmente significa la inteligencia artificial para el futuro de la humanidad. Se trata de detenernos a pensar seriamente no tanto si lo que está cambiando, y lo que está emergiendo, con el desarrollo de nuevas de tecnologías de información, comunicaciones, robótica y biotecnología es algo nunca antes visto, sino hasta qué punto la novedad se limita a la nueva tecnología, o se extiende a nuevos fenómenos económicos, sociales y culturales.

¿Un cambio sin precedentes?

¿Lo que vivimos, en cuanto proceso económico y cultural, no tiene precedentes históricos equivalentes? ¿No hemos visto antes cambios tecnológicos de similar amplitud y profundidad; y de semejante rapidez? ¿O acaso conocíamos bien el fenómeno económico como tal? Porque si es así –y así es– no tenemos que crear nuevas herramientas de análisis teórico. Ya las tenemos y es cuestión de aplicar las que mejor explican los fenómenos que nos ocupan y desechar las que ni siquiera llegan a describirlos razonablemente.

Comencemos por ver la forma en que imaginan el futuro, a partir de estos cambios, los intelectuales que los analizan y proyectan hacia el futuro en Norteamérica y Asia –donde está ocurriendo la nueva revolución tecnológica– así como en Europa y el resto del mundo –donde llegan los efectos con diferentes grados de atraso relativo, donde ya no se crean las nuevas tecnologías de punta, sino en casos puntuales limitados, y con ello, donde se concentra la incomprensión, alarma y temor ante los cambios– porque, a diferencia de lo que se empeñan en creer, contra toda evidencia, los intelectuales de la vieja Europa, lo más probable es que donde se crea y aplica la nueva tecnología sea donde primero –y mejor– se analicen los fenómenos económicos, sociales y culturales a que de lugar.

Los intelectuales europeos se empeñan en ignorar a quienes analizan seriamente las implicaciones económicas, sociológicas y culturales del uso masivo de nuevas tecnologías en Asia –de Singapur a China y de India a Japón– más incluso que a quienes lo hacen en América. Pero los intelectuales europeos –con escasas excepciones– tienen el vicio de proyectar sus propios prejuicios, temores y dogmas ideológicos sobre la realidad de los fenómenos lejanos, logrando transformar frecuentemente sus pretensiones de explicación en ridículas caricaturas de la realidad.

Lo que estamos viviendo no es radicalmente nuevo. Es nuevo. Pero lo nuevo es material. El fenómeno formal lo conocíamos. Y muy bien. No por libros que se hicieron famosos en el intento de explicar el impacto de cambios tecnológicos en el pasado cercano. Entre los más influyentes están los de Marshall Macluhan, famoso por The Global Village de 1962, obra que poco nos dice si no estudiamos del mismo autor The Mechanical Bride, de 1951, entre otros y Alvin Toffler, con best sellers como The Future Shock de 1970 y The Third Wave de 1980.

Mucho menos nos aclara la moda actual de repetir como supuesta novedad los –jamás reconocidos– fracasos de predicción de eventos del famoso y todavía injustificadamente influyente informe Los límites del Crecimiento del Club de Roma, o los también injustificadamente reverenciados libros de falaces teorías y fallidas profecías de Paul Ehrlich. De hecho, en materia de distopías es más útil –más serio, e intelectualmente más honesto– pasearse por la literatura de Huxley, Orwell y Rand, que proyectaron su imaginación literaria hacia amenazas potenciales realistas, y se tomaron la molestia de pensar en ellas a la luz de teorías acertadas. Por mucho que en su momento tantos creyeran en la profecía de Soylent Green, y se aterraran al saber que “las galletas verdes son gente” convencidos del que ese sería el inevitable futuro. Fue tan buena película como pésima especulación sobre el posible futuro.

Toffler en The Third Wave nos dijo en 1980:

"Está surgiendo una nueva civilización en nuestras vidas, y los hombres ciegos de todas partes están tratando de reprimirla. Esta nueva civilización trae consigo nuevos estilos familiares; formas cambiadas de trabajar, amar y vivir; una nueva economía; nuevos conflictos políticos; y más allá de todo esto, una conciencia alterada (...) esta nueva civilización es el hecho más explosivo de nuestras vidas."

Exactamente lo mismo se ha podido decir acertadamente en 1780, más incluso en 1880. Y todavía hoy. El fenómeno está ahí, una y otra vez, no es nuevo. Sus antecedentes remotos son tan antiguos como la tecnología olduvayense de alrededor de 1 millón 300 mil años de antigüedad y la tecnología achelense de alrededor de 900 mil años de antigüedad. Se trata del desplazamiento de trabajo por capital mediante el descubrimiento de nuevas tecnología.

"Se trata del desplazamiento de trabajo por capital mediante el descubrimiento de nuevas tecnología."

Lo realmente nuevo fue –y ya no lo es– que en cierto momento de la historia confluyeran cambios en ideas y costumbres que combinasen renovaciones institucionales con nuevas ideas científicas, filosóficas y técnicas, nuevos procedimientos empresariales y nueva demandas de bienes y servicios. Una nueva libertad y prosperidad que al confluir con el aprovechamiento económico –agrícola, industrial, financiero y comercial– de nuevos descubrirnos científicos y nuevas aplicaciones técnicas, dieron lugar a la revolución industrial. Cuando hablamos de la velocidad del cambio, y de cómo influye en nuestras costumbres, como algo nunca visto, olvidamos que entre nuestros antepasados estuvieron personas en cuya infancia la forma más rápida de transporte –y de comunicación– el caballo en tierra y la vela en el mar; y para quienes la tecnología industrial más poderosa que conocían se limitaba al molino de agua, o de viento. Pero que vivieron para conocer las maquinas a vapor, el ferrocarril, el barco a vapor, la industria a gran escala y muchas otras cosas que no podían ni imaginar antes de que fueran parte de sus vidas, cambiando profundamente su forma de trabajar, de pensar, de relacionarse y de entender el mundo.

 

El capital inteligente

Antes de escribir este artículo disfruté de un buen cigarro artesanal. Producto de un artesano que aprendió el oficio inicialmente mediante videos de Internet, compró tabaco de calidad para hacer sus productos –en pequeñas cantidades– mediante búsquedas por internet y contactos por correo electrónico, realizó tramites en línea y contrató servicios a distancia, efectuó pagos mediante Paypal, uso servicios de paquetería internacional de alta tecnología, creó una marca y una estrategia de mercadeo que dependen de tecnologías tan diversas como programas de dibujo, impresoras de inyección de tinta y redes sociales. ¿Artesanía o tecnología? ¿Nueva o vieja actividad? ¿Ambas, ninguna, o las dos a un tiempo? O simplemente la búsqueda de la oportunidad en nuevos nichos de mercado a los que las nuevas tecnologías permiten ofrecer productos y servicios antes imposibles. Ni más ni menos.

Hace ya dos décadas me desempeñaba como consultor financiero y comentaba con mis colegas que el rápido desarrollo de programas de inteligencia artificial –y de cada vez mejores computadoras– eventualmente crearía programas capaces de hacer mucho de nuestro especializado trabajo intelectual, mucho mejor que nosotros. No lo creían. No podían creer que el capital desplazaría tipos de trabajo que no fueran manuales, repetitivos y de relativamente baja calificación. No podían ver algo tan obvio como que nos aproximábamos al amanecer del capital inteligente. Cuando finalmente lo vieron, algunos lo saludaron como un nuevo mundo de oportunidades. Otros se atemorizaron y paralizaron.

Tampoco es nuevo. Tipos de trabajo que requieren de una larga y compleja formación de mano de obra altamente especializada han sido desplazados por capital que gracias a nuevas tecnologías pudieran hacer lo mismo, a mucho menor costo, con igual o mejor calidad, en mayor cantidad y mucho más rápido, hace más de un siglo. Aunque los prejuicios del grueso de los intelectuales sobre los empresarios dan el tono a historia y literatura sobre la revolución industrial. Los hechos claves, por más tintes leyendas y omisiones con que pretendan distorsionarlos, suelen quedar a la vista en libros como The Robber Barons: The Great American Capitalists de Matthew Josephson, How Andrew Carnegie, John D. Rockefeller, Jay Gould, and J. P. Morgan Invented the American Supereconomy de Chrales R. Morris, Carnegie de Peter Krass, Andrew Carnegie and the Rise of Big Business, de Harold C. Livesay. Andrew Carnegie de David Nasaw, David y Homestead in Context: Andrew Carnegie and the Decline of the Amalgamated Association of Iron and Steel Workers de Jonathan Rees.

Un pequeño resumen de la historia de dos inmigrantes de apellido Carnegie entre finales del siglo XIX y principios del XX nos dice mucho sobre lo que vivimos hoy. Lo que significa. Y como lo entendemos. Porque salvando las diferencias entre la tecnología que hizo posible el masivo desplazamiento de trabajo por capital entonces y hoy, el fenómeno económico y la teoría que lo explica son iguales ayer y hoy. Y las actitudes humanas ante el cambio, las mismas. El padre de Andrew Carnegie era un hábil y especializado artesano tejedor, sus habilidades eran producto de largos años de aprendizaje y a ellas se aferró toda su vida. Torpe terquedad, pues vivió en medio del desplazamiento de aquello por nuevas tecnologías de telares industriales capaces de hacer lo mismo, en mayor cantidad y a menor precio. El resultado fue la pobreza de su familia.

Carnegie hijo llegó a EE.UU. como un niño pobre, inmigrante escocés, con ética de trabajo, ahorro y esfuerzo, forjadas en la voluntad y decepción de su madre. Y el fracaso e incapacidad de adaptarse de su padre. Y ese niño pobre se transformó en uno de los hombres más ricos del mundo. En un admirado y odiado titán de la nueva y entonces revolucionaria industria del acero. En el protagonista del otro lado –el exitoso- de la historia del fracaso de su padre. El de quien encuentra oportunidades de cambio, y la forma de materializarlas, creando toda una nueva industria de escala monumental mediante la masiva sustitución de las viejas formas de trabajo por nuevo capital a través de nuevas tecnologías de punta. Piense Usted lo que quiera de Carnegie y Flick, pero todo lo que significó el acero barato a gran escala en el crecimiento de la riqueza y el eventual surgimiento de una cada vez más amplia clase media –y de masas de los obreros industriales mejor pagados y de mayor nivel de vida de la historia, en los EE.UU. hacia mediados del siglo pasado– dependió de lo que ellos, y otros como ellos, hicieron para sustituir viejas formas de trabajo por capital, décadas antes, creando enormes cantidades de bienes y servicios mucho más baratos. Y abrumadoras cantidades de nueva demanda de trabajo, completamente diferente de la que desplazaban. Y al final, siempre mucha mayor riqueza, tanto para ellos, como para sus millones de clientes directos e indirectos, así como más trabajo –y a la larga, relativamente mejor pagado– que el que desplazaban inicialmente.

"La sustitución de trabajo por capital no nos empobrece, como economía o como sociedad. Nos enriquece y mucho."

La sustitución de trabajo por capital no nos empobrece, como economía o como sociedad. Nos enriquece y mucho. Puede empobrecer material y emocionalmente a quienes no se adapten. Pero abre oportunidades de trabajo, riqueza, consumo y nivel de vida mejores para muchos más. Y en mayor o menor grado, para todos y cada uno de los que se tomen la molestia de adaptarse a los cambios empleando su inteligencia en la búsqueda de nuevas oportunidades, en lugar de emplear su torpeza en aferrarse a lo que inevitablemente desaparece. No digo que sea fácil. Pero nada que implique creación de valor lo ha sido jamás.

El problema, por supuesto, es que la confluencia de cibernética, informática y biotecnología nos hablan del que trabajos que considerábamos insustituibles por capital, sí que serán sustituidos. Ya no se limita al trabajo de obreros de “cuello azul”. Ahora llega al de los graduados universitarios de cuello blanco. Lo que asusta a los intelectuales. Por mucho que desprecien al ejecutivo y al gerente, entienden que adquirieron sus conocimientos y habilidades en las mismas instituciones universitarias que ellos. De hecho, los exámenes estandarizados y la certificación por medio de títulos universitarios comenzaban a parecerse a la barrera medieval de los títulos nobiliarios. La capacidad empresarial no se aprende en la Universidad. Y en ese como en otros campos, la propia ciencia incluida, desde hace siglos sabemos: “Quod natura non dat, Salmantica non præstat" (Lo que la naturaleza no da, Salamanca no (lo) otorga”) . Pero como en las grandes burocracias gubernamentales y privadas se empeñaban en olvidarlo. El cambio tal vez les llegó en el mejor momento. Y el que algunos de los talentos empresariales a la cabeza de las empresas líderes del cambio tecnológico abandonaran la Universidad es revelador de los límites de lo que se puede transmitir por medio de la educación Universitaria. Mucho, muy útil, vital en todos los campos, pero ciertamente no el talento y la habilidad empresarial, o el de descubrir lo que nadie antes vio, en la propia ciencia incluso. Aunque ese sería otro tema.

 

La ética del trabajo

Nuestro tema es que nos dicen que la inteligencia artificial nos dejará a casi todos sin trabajo. Y que eso destruirá las culturas basadas en la ética del trabajo. Ética protestante, de hecho doctrina calvinista de la predestinación señalada, influyendo directa e indirectamente sobre las denominaciones protestantes y las culturas en las que prevalecen, según Weber. Católica si leemos lo que dice San José María Escrivá de Balaguer sobre la vocación laica en el trabajo como servicio y realización. O las ideas de Michael Novak sobre una teología de la creación orientada al libre mercado. Nada extraño si conocemos la teoría económica que en los siglos XVI y XVII desplegaban teólogos como Azpilcueta, Molina y Mariana en la España imperial de entonces. Y por supuesto, ética confuciana en China, Singapur, Hong Kong y Taiwán. Ética hinduista y/o budista en India y su área de influencia cultural. Finalmente, idea sobre el valor del trabajo, la eficiencia y el ahorro, que son producto de la selección adaptativa en las culturas más exitosas. Y que se transmitirán de una u otra forma en algún grado mediante cualquier religión institucionalizada razonablemente exitosa.

Cuando hoy diseño un programa académico muy específico sobre teoría del capital y el ciclo económico, puedo pensar en usar inteligencia artificial para identificar ese público tan especifico al que se dirige, lo que era inimaginable hace poco. Lo mismo pasa con cualquier bien y servicio. Y con cualquier ideología o programa político. Sea ISIS o la civilización occidental, Sanders o Trump. Eso, por cierto, no es una nueva y jamás vista amenaza a la democracia. De una parte porque todos los bandos en pugna tienen acceso a las mismas herramientas. Y el uso que de ellas hagan no será moralmente diferente que el que venían haciendo de las mejores herramientas de propaganda política previas. De la otra porque el efecto de indiferencia de los ciudadanos a la política democrática, y el que el espacio que dejan lo llene el Estado, resultando en que así entreguen los ciudadanos voluntariamente sus libertades, transformado la democracia en la más insidiosa tiranía, es algo que ya había estudiado Tocqueville –principalmente en La Democracia en América, pero también en otro sentido en El antiguo régimen y la revolución– en el siglo XIX. Las herramientas son nuevas. Los fenómenos por los que se puede producir la degradación de la democracia en tiranía, manteniendo en apariencia sus formas, no lo son.

El desplazamiento de trabajo por capital a gran escala implica, hoy como ayer, incrementos enormes de productividad y con ello eventualmente nueva demanda de nuevos tipos de trabajo humano en mayor cantidad que nunca –obviamente con retraso temporal, roces y costos de transformación–. El trabajo menos productivo desaparece. De eso no hay duda. Pero se libera la capacidad humana para trabajos más productivos, antes imposibles de imaginar siquiera. De hecho, más de la mitad de los niños de los países desarrollados de hoy trabajaran a lo largo de su vida en varios empleos –o tipos de trabajo empresarial y/o autónomo– que hoy no existen. Y todavía nadie ha imaginado. Y claro que necesitaremos menos tiempo de trabajo para producir lo mismo o más que hoy. Pero los horarios de trabajo se han reducido como producto del incremento de la productividad desde hace ya mucho tiempo. Y no por ello nuestras vidas carecen de significado. Ni ha desaparecido la ética del trabajo. Por lo demás, es una fortuna disponer de más tiempo y capital del que tenían nuestros abuelos para adaptarnos a los cambios adquiriendo nuevo conocimiento y nuevas habilidades.

"tal vez nos aproximemos a la sustitución de la tradición moral del esfuerzo por la del resultado. De la del trabajo duro, por la del trabajo eficiente."

De hecho, tal vez nos aproximemos a la sustitución de la tradición moral del esfuerzo por la del resultado. De la del trabajo duro, por la del trabajo eficiente. Y del temor al capital inteligente por los problemas emocionales de encariñarnos con automóviles que no solo serán realmente autónomos al ir de un punto a otro, sino que aprenderán de nuestras costumbres, intereses y necesidades y responderán inteligentemente –y con evaluación y emulación de emocionalidad al comunicarse con sus dueños– a lo que de ellos necesitamos, en formas que nosotros no imaginaríamos. El cine lo adelantó maravillosamente en Robot & Frank. Mucho mejor que en El hombre bicentenario. Ni hablar de Terminator. Y como gran reflexión literaria sobre lo que podía llegar eventualmente, y en parte al menos está llegando, teníamos hace tiempo a Asimov.

Un anciano tendrá una relación emocional más profunda y enriquecedora con un robot de sofisticada inteligencia artificial dedicado a cuidarlo que con la mayoría de los seres humanos de su entorno. No nos asombremos. Amamos a nuestras mascotas porque sus respuestas emocionales son las adecuadas para que desarrollemos ese apego emocional. Y aunque hoy los mecanismos de la robótica –y los programas de inteligencia artificial mismos– todavía estén lejos del cariñoso y eficiente enfermero robot. Todo indica que llegará. Tarde o temprano. Así que los peligros no están en que el capital nos dejará sin trabajo. Y sin significado para nuestras vidas. Tendremos muchas más oportunidades productivas de trabajo hoy inexistentes en la medida que el capital inteligente libere trabajo humano de funciones en las que lo superará en productividad.

 

El capital y la inteligencia artificial

Pero entender las transformaciones de la estructura del capital que implican los grandes desplazamientos de trabajo por capital en el marco de cambios tecnológicos –que no olvidemos, también implican masivos desplazamiento de capital menos productivo por obsolescencia previa a la estimada, por nuevo capital productivo. Lo que siempre implica retraso en el reemplazo, aprovechamiento sub-optimo del capital disponible, desplazamiento de capital ahora obsoleto para otros fines, e incluso su substitución por trabajo para ciertos nichos de mercados específicos antes inexistentes– requiere una teoría del capital solvente. El capital no tiene casi nada que ver con lo que imaginó Marx y repiten los marxistas. Y ciertamente no es “un fondo homogéneo que se auto-reproduce”. De nada sirve El Capital en el siglo XXI de Piketty para entenderlo en este, u otro siglo.

Sirve de algo para aproximarse a los procesos de substitución y transformación en la estructura intratemporal e intertemporal del capital, la idea de destrucción creativa de Schumpeter, lo que como mínimo implica estudiar su Economic theory and entrepreneurial history de 1949. Y sería necesario, apenas para empezar a entender de que se trata, estudiar desde los Principios de Economía de Menger a la Teoría Positiva del Capital de Böhm-Bawerk, La teoría del dinero y el Crédito de Mises, La teoría monetaria y el ciclo económico, Precios y producción y La teoría pura del Capital de Hayek, Competencia y empresarialidad de Kirzner y Tiempo y Dinero de Garrison. Eso apenas para empezar.

Pero sea que podamos entender lo básico de teoría del capital o no. Lo que es fácil de entender es que no hay riesgo alguno de que la inteligencia artificial destruya la idea –más occidental que universal– sobre que compartiésemos en nuestra muy humana y distintiva capacidad creativa algo de la naturaleza de un dios creador. La idea del hombre como centro del universo y joya de la creación nunca fue simple, de una u otra forma hay sutilezas y reservas importantes a eso, por los teólogos cristianos a lo largo del tiempo. Pero sin duda la revolución copernicana hizo que el hombre medianamente culto perdiera la satisfacción de sentirse centro del universo. Y Darwin algo similar logró contra ciertas creencias sobre una radical diferencia biológica entre el hombre y el resto de las especies de animales inteligentes. No olvidemos que teólogos cristianos medievales y renacentistas solían hablar de animal humano y de inteligencia animal, aunque, a diferencia de quienes tenían simples o sofisticadas creencias animistas, concluyeran que debían atribuir en exclusiva el alma inmortal a los ejemplares de la especie humana. El hecho es que la humanidad finalmente llegó al punto de crear inteligencia sin vida, artificial, pero a su imagen y semejanza, y eso ultimo muy literalmente porque la solución de los grandes problemas de programación que implicaba el asunto se han ido logrando, no haciendo los mismos tipos de programas y maquinas de computo, pero cada vez más rápidas y potentes –aunque eso ayudó, ayuda y ayudará mucho– sino creando programas capaces de aprender, y para ello de crear sus propias redes internas de nueva información, mediante algo muy próximo a lo que hace el cerebro de un animal inteligente. Perro, chimpancé, o humano. Es de preguntar entonces. ¿Cómo el que hombres creasen inteligencia artificial capaz de aprender habría de convencernos del que no compartimos, en parte al menos, algo de la naturaleza de un dios creador? Para quien no cree en tal dios creador el asunto no es digno de ser considerado. Para quien cree, muestra que algo de su naturaleza compartimos en nuestra capacidad creativa, como individuos y como especie. Y para quien haga de la contradicción lógica un dogma de fe, la conclusión será la que a él le dé la gana.

Los peligros están muy lejos de “Terminator”. O del mundo de empobrecidos y deprimidos desempleados o subempleados. Incluso –o especialmente– con muchos títulos universitarios. Eso existe, y existirá, con o sin inteligencia artificial. Pero única y exclusivamente en economías socialistas. O tan mercantilistas que compartan con las socialistas suficientes distorsiones y barreras para ocasionarlo. Y se limitará en economías capitalistas a los pocos que se empeñen en obtener grados y post-grados para los que ningún mercado –Estado, fuerza política, institución académica o burocracia internacional– tenga oferta de empleo a la que pudieran acceder ellos antes que otros. Pero los peligros reales son otros. De una parte hay peligros –no los mayores– en las muchas dificultades, institucionales, legales y culturales que para aplicar en la economía la máxima capacidad del capital inteligente tendrá que solucionar la inteligencia y la emocionalidad humana. Hay temores neoluditas crecientes. Temor a lo desconocido. Y tendencia a atribuir a la herramienta –que es un medio– absurda responsabilidad por los fines –buenos o malos– de quien la usa. Las armas no matan. Son los hombres que las usan quienes matan. Y eso no cambiará porque tengamos sistemas autónomos de combate.

 

Tecno-totalitarismo

Pero la mayor amenaza es otra. Y es un viejo conocido. Es el totalitarismo. Ahora dotado de las poderosas herramientas de esta revolución tecnológica. En China, la combinación de cámaras de vigilancia e identificación facial con sistemas centralizados de clasificación y evaluación de información, junto al barrido y clasificación de información en Internet, redes sociales, chats, etc. permite al totalitarismo neo-mercantilista vigilar a su población como no podía ni soñar la policía política maoísta. A relativamente bajo costo. Y asignarle así puntajes a todos y cada uno, para concederle o negarle al súbdito, de empleos y oportunidades de estudio a pasaporte, o simplemente pasaje al extranjero. Control que ya se extiende a las comunidades chinas de primera generación en el extranjero. Y que se empieza a aplicar en algún grado a extranjeros que hacen negocios con empresas Chinas. Se trata de una capacidad de control social que no se podía alcanzar mediante las policías políticas de viejo cuño, por la absurda cantidad del personal necesario para recopilar, clasificar y evaluar tal cantidad de información en tiempo real. La inteligencia artificial puede hacerlo, con limitaciones, pero puede. El control social totalitario usa el mismo tipo de programa con el que a usted le pueden ofrecer un bien o servicio muy específico, que sea de su mayor interés y del que jamás habría tenido noticia de otra forma. Es una herramienta. Sirve igual para lo malo o lo bueno. Los fines los pone quien la usa.

Y no es solo un totalitarismo como el de Beijing, heredero directo de la tradición totalitaria soviética. Hay que pensar en el grado de censura y amenaza real a la libertad –de persecución de la disidencia, y la simple diferencia– que vemos de manera creciente en las democracias estatistas devenidas en Estados del bienestar. Podemos atribuirlo a las teorías del neo-marxismo de la Escuela de Frankfurt. A la adaptación del pensamiento y activismo izquierdista a la desaparición material del proletariado. Al colapso del imperio soviético. Y/o a la previa, sutil y sofisticada idea escandinava de crear al hombre nuevo socialista desde la intervención estatal de la cultura, educación, costumbres, y demanda. Limitando la nueva economía socialista a la redistribución fiscal niveladora para no perder la productividad de la empresa capitalista. Y rehaciendo las mentes al socialismo con educación, sanidad y asistencia social publicas universales de enorme carga ideológica. Y con capacidades punitivas disimuladamente brutales, de última instancia.

"El capital inteligente es capital que en su capacidad de aprender podrá decir mucho de los medios que empleará. Pero no determinará sus fines. Los fines los pone el que usa el capital."

Algo que tampoco funcionó realmente. Y de lo que los propios escandinavos terminaron teniendo que tomar el camino de regreso. Pero que les dejo una burocracia –y una intelectualidad mayoritaria– convencidas del que su función sigue siendo modelar al hombre nuevo socialista mediante el poder educador y punitivo del Estado. De formas más o menos sutiles. Es pues, nuestro viejo enemigo, el despotismo, brutal o sutil. Abierta o embozadamente totalitario. Esas son las amenazas reales. ¿De la inteligencia artificial? No. O al menos no en sí misma. Pero sí, y mucho, como nueva herramienta de viejos enemigos que se rehacen y fortalecen en su aprovechamiento maligno de nuevas tecnologías. El capital inteligente es capital que en su capacidad de aprender podrá decir mucho de los medios que empleará. Pero no determinará sus fines. Los fines los pone el que usa el capital.

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Guillermo Rodríguez González (autor invitado) es Columnista del PanAm Post, Investigador del Centro Juan de Mariana de Caracas, Venezuela, Coordinador académico y profesor de la Doble Diplomatura en Economía de la Escuela Austriaca de la Universidad Monteávila (Venezuela) en alianza con el CEDICE y el Centro Juan de Mariana. Autor de: El socialismo del Siglo XXI, 2006; El dilema de la política monetaria: una trilogía en V partes, 2010; Libres de envidia: La legitimación de la envidia como axioma moral del socialismo 2015; y De Münster a Kampuchea: el marxismo como religión 2015. @grgdesdevzla

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Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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