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Arde Francia Publicado en El Líbero, 10.07.2023

Arde Francia

Arde Francia en estos días. Ante la situación general de revueltas islamistas, lo primero debiera ser restaurar el orden público. Los poderes del Estado, y al frente de la Presidencia francesa ese paladín de la moderación y la multiculturalidad que es Emmanuel Macron, debieran desplegar toda la fuerza legítima y necesaria para devolver la paz a las calles francesas. Sin orden público, es decir, en presencia de una ruptura violenta de la convivencia, sólo cabe recurrir a la defensa de la ley con todos los medios coercitivos legítimos y proporcionales al alcance del Estado, lo que incluye, por supuesto, el despliegue de las Fuerzas Armadas. 

Conseguida la restauración del orden público, el siguiente paso es abordar las causas reales, no la excusa, de los días de barbarie en los que está inmerso el país. Nada tiene que ver la infortunada muerte de un delincuente juvenil francés de origen argelino que desafió repetidamente a la policía. Hace 40 años que germina en Francia el malestar que estalla periódicamente en forma de automóviles quemados y enfrentamientos con la policía, como los disturbios de octubre de 2005 en Clichy-Sous-Bois, cuando dos jóvenes musulmanes de origen africano murieron electrocutados al esconderse en un transformador huyendo de un control policial.  

«Los políticos de Europa Occidental en los últimos 25 años, y en Francia en particular desde más tiempo atrás, salvo contadas excepciones, han intentado crear sociedades sin identidad, cajas neutras y elásticas».

Sorprende, acostumbrados como estamos, a que la raíz de todos los males de un lado y privilegios del otro sea una causa identitaria, que en este caso se niegue lo identitario de las protestas. Predominan los púdicos eufemismos, que prefieren utilizar el término difuso de «joven» o «barrio popular» y toda la discusión pública se hace sin llamar a las cosas por su nombre. 

Multicausalidad del conflicto

Una sociedad no es un contenedor vacío e infinitamente elástico. Una sociedad no es tampoco un conjunto de individuos al que se pueda dar forma de acuerdo a la voluntad de políticos e intelectuales. Una sociedad es el producto de un devenir histórico, proceso en el que intervienen elementos de carácter cultural, lingüístico, étnico, económico, político… Todos esos elementos, relacionados entre sí, terminan fraguando en algo que podemos llamar identidad. Y aunque se trata de un concepto complejo que conviene no simplificar, tiene cuando menos estos componentes que se conjugan de distinta manera resultando en perfiles con diferentes matices, pero con muchos elementos en común que son ajenos a quienes no pertenecen a ella.

Pues bien, los políticos de Europa Occidental en los últimos 25 años, y en Francia en particular desde más tiempo atrás, salvo contadas excepciones, han intentado crear sociedades sin identidad, cajas neutras y elásticas donde cabe todo cuanto el político, el ingeniero social, desee meter ahí en nombre del progreso, la solidaridad o cualquier otro pretexto, pero siempre con voluntad de ignorar la historia real y de manipular a las personas para dar lugar a una nueva sociedad. 

Para lograr esta gran transformación fue preciso anular todo lo que había antes en la caja, y así se ha asistido a la destrucción de la cultura europea (no es casualidad la proliferación de los movimientos identitarios contra todo lo que representa el hombre blanco), los lazos sociales naturales, los vínculos políticos nacionales (todo aquello que representa el respeto a la nación es tildado de ultraderecha, de facho), la religión y todo eso que en otro tiempo daba nombre a las cajas. En su lugar, se ha pretendido teñir el nuevo contenido con vagas alusiones a la convivencia (vivre ensemble, lo llaman en Francia) y a un imperio de la ley que trata desigual a quienes se pretende hacer iguales mediante la argucia de la pluralidad, la diversidad, la inclusión y lo sostenible. Pero cientos de miles de magrebíes y centroafricanos trasplantados a París, fuera de su sociedad de origen e incapaces de reconocerse en la nueva, en sus normas y prescripciones e inhibiciones, han terminado construyendo un mundo anómico. No cuentan con las tradiciones de origen porque están en Occidente, pero la nueva sociedad no les provee de barreras de contención suficientes y los aúpan con culpa permitiendo sus desbordes. Están en un permanente conflicto consigo mismos: no son ni lo uno ni lo otro. Se convierten en verdaderas sociedades paralelas con sus propias leyes y autoridades, en donde reina la sedición y la impunidad generalizada. Conviene recordar que el varón entre más o menos los 15 y algo menos de los 30 años históricamente ha ido a la guerra, a las conquistas, a las epopeyas más agresivas y arriesgadas, por lo que a menos que tenga sus energías canalizadas adecuadamente es altamente susceptible de volcarlas al conflicto.  

Estos fenómenos de inmigración masiva y descontrolada promovidos desde hace décadas en Francia, Bélgica, Suecia, Alemania y algo menos, en Italia o España, por otra parte, han desbordado la capacidad de resistencia de estas sociedades. Millones de personas han llegado a Europa, y sin voluntad alguna de adaptarse a su cultura y modos de vivir, han usufructuado del sistema de beneficios sociales y adquirido la nacionalidad de los países de destinoLa mera residencia en territorio europeo por un determinado número de años ha permitido la adquisición de la nacionalidad, y con ello la plenitud de derechos civiles y políticos, a personas que desconocen en el mejor de los casos, rechazan en la mayoría y combaten en un cada vez mayor porcentaje, el sustrato moral y espiritual de las sociedades occidentales cristianas.

La izquierda europea, desesperada por el fracaso del comunismo en toda Europa, vio en esta inmigración un medio para un doble fin: socavar los fundamentos políticos y espirituales del orden occidental -familia, nación, fe y cultura compartidas- y la creación de nuevos votantes subsidiados. Los medios, en poder de las oligarquías, y subvencionados por los políticos, atemorizados por el pensamiento único y a su vez difusores del mismo, han ocultado la realidad de las plazas, calles, barrios, escuelas y mercado de trabajo. La plutarquía vio en la inmigración masiva una oportunidad para tener mano de obra barata y los sindicatos bien pagados y al servicio de la izquierda, callados ante el daño al empleo. Los intelectuales de uno y otro pelaje, salvo honradas excepciones como Oriana Fallaci o Michel Houllebecq -vale recomendar su novela «Sumisión», profética para estos días, escrita en el 2015- viven secuestrados por el mito de las sociedades multiculturales, llamando diversidad a la atomización de la sociedad, inclusión al ghetto, y tolerancia al miedo instalado en los barrios más humildes. Todas ellas, élites embobadas con eslóganes y ensimismadas de un buenismo fanático, por pensar bien. 

Francia, en particular, tiene un conflicto con su propia identidad. Los crímenes de la colonización generan la sospecha y el rechazo de todo lo que pueda parecerse a los arrebatos nacionalistas. Italianos, judíos polacos, portugueses, españoles que huían del franquismo se asimilaron en una generación y cortaron los lazos con sus países de origen. Igual ocurre más recientemente con chinos, polacos católicos o ucranianos. No pasó lo mismo con las ex colonias, donde la relación entre las capitales de ambos lados del Mediterráneo sigue marcada por el recelo y el resentimiento, con una permanente exigencia del deber de memoria y el reconocimiento de los males del colonialismo es una herida que es oportunamente explotada por los dirigentes magrebíes. Por mucho que los progres sacralicen la República francesa su republicanismo tuvo una relación innegable con el colonialismo racista de justificación cientifista, una creencia en la superioridad racial inspirada por el pensamiento ilustrado.

La migración como dilema 

El dilema de la inmigración, finalmente, radica entre quienes van a Europa -o a cualquier parte del planeta, que para esto sirve observar lo que nos rodea- a ganarse la vida manteniendo sus costumbres pero respetando las leyes, y los que van a destruir el sistema de valores tratando de imponer los suyos. Una cosa es integrar y respetar, y otra rendirse con armas y bagajes diciendo que quien señala este problema es un fascista al que hay que eliminar de la ecuación política. 

Ante el claro fracaso del multiculturalismo y de tolerar la inmigracion ilegal, se habla de una decena de medidas legales que de manera inmediata podrían implementarse para que en el largo plazo la situación viera alguna vía de normalización. Protección de las fronteras y exigir cumplimiento de la ley de inmigración, expulsión de inmigrantes ilegales que hagan del delito una forma de vida, otorgamiento de la residencia legal en función de permanente examen, lucha contra los núcleos de radicalización islamita, pérdida de ayuda y beneficios sociales a padres cuyos hijos menores cometan delitos, etc. 

Pero fundamentalmente, debiera sonar alguna vez la hora de las responsabilidades: que la élite política, económica y mediática que ha metido a los europeos en ese infierno reconozca su error. Tristemente, esto no pasará. Porque para los responsables, no se trata de un error. Y de ello se deduce que el problema no es sólo -ni en primer lugar- la presencia de una franja de población hostil en el corazón de Europa, sino la hegemonía de esa casta que arma y desarma sociedades a voluntad. Si las élites no cambian, no hay destino para Europa. De esto, también conviene aprender la lección.

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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