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La identidad contra la democracia Fundación para el Progreso (FPP) - Abril 2019

La identidad contra la democracia

La combinación de identidad cultural y política no es nueva, pues la encontramos en innumerables acontecimientos históricos. Esta mezcla explica hitos como las cruzadas, pero también la generación de los Estados nación, la emancipación americana, el auge del nacionalismo fascista, el nacimiento de movimientos como las Panteras Negras o la guerra de Yugoslavia. Algunos de estos hechos resultado provechosos y otros nefastos, pero todos han sido violentos o traumáticos.

La identidad puede tomarse desde dos perspectivas: individual y colectiva. En este caso tocaremos la identidad colectiva entendida como identidad cultural.

¿Qué es la identidad cultural? A diferencia de la identidad individual -tradicionalmente entendida como lo propio y genuino, el ser idéntico a sí mismo-, la identidad cultural responde a una faceta colectiva. Sería “el sentido de pertenencia a un determinado grupo social, la imagen que de sí mismos tengan los miembros de un grupo en el que su cultura es entendida aquí como el promedio estadístico de comportamientos significativos; tal identidad es el complemento lógico necesario de la diversidad cultural, es decir, funciona como criterio para diferenciar(se) de la(s) otredad(es) colectiva(s)” (Fisher, 2014:32). No es solo el “ser”, pues se le agrega el “pertenecer”. Un concepto importante es el de “diferenciación por oposición”, donde “el triunfo propio y la derrota del enemigo es lo que conduciría finalmente a la identidad” (Morandé, 1990).

La identidad es como el fuego. Resulta fundamental para nuestra vida en sociedad, pero su instrumentalización política implica un alto riesgo de sufrir quemaduras. Así lo ha demostrado incansablemente la historia.

"las políticas identitarias hacen eco a las demandas de un grupo determinado, pero no necesariamente se condicen con el bien común."

Su uso es peligroso, pues las demandas de los grupos identitarios tendrán siempre como característica común los intereses corporativos. Con esto se quiere decir que las políticas identitarias hacen eco a las demandas de un grupo determinado, pero no necesariamente se condicen con el bien común. La demanda determina la pertenencia, pues no se puede ser parte de una comunidad sin compartir su propuesta, aun cuando la naturaleza misma de la política está en la controversia y el debate. Aquellas medidas que favorecen a un colectivo movilizado no necesariamente beneficiarán al resto de la sociedad.

El auge de las identidades está potenciado por las redes sociales, pues los algoritmos de búsqueda han permitido construir comunidades más pequeñas y enviarles mensajes más dirigidos. Además, hay menos espacios comunes para la interacción y significación entre los distintos. Así como se van formulando -o reforzando- las identidades culturales de distintos grupos. Dicho de otro modo, cada vez son menos los espacios y símbolos comunes entre un hombre blanco, cristiano y republicano de Texas con una mujer negra, atea y demócrata de Nueva York. Viven en lugares distintos, no comparten significaciones y ni siquiera consumen los mismos contenidos. Si a eso agregamos la agitación de cada identitaria, el abismo se ensancha. Eso lleva a que desarrollen identidades diferentes y que éstas entren en tensión, ya sea con el establishment o entre sí.

Jonathan Haidt (2012) realiza un aporte sustancial en este aspecto al sostener que los seres humanos somos menos racionales de lo que pensamos. Tanto es así que nuestras “intuiciones” guiarían a nuestra razón la mayor parte de las veces, este antecedente resulta clave cuando hablamos de política, pues nunca habíamos sido tan consciente sobre cuán sencillo es apagar nuestro juicio. El uso de la identidad cultural responde justamente a eso.

 

Las corrientes identitarias más importantes de la actualidad pueden dividirse en dos: progresista y nacionalista.

Identaritarismo progresista

Este identaritarismo nació al alero del socialismo progresista, que no vio factibilidad en realizar revoluciones a la usanza de la ortodoxia marxista. Se prefirió utilizar el relato de la lucha de clases y llevarlo a variados ámbitos de la vida social. Es un discurso propio del establishment en gran parte de los países desarrollados.

Se sostiene sobre un relato de opresor-oprimido. Es una épica construida desde la victimización, donde caben todas aquellas personas que tradicionalmente se consideraron marginadas del espacio público. Aquí podemos encontrar a minorías sexuales o étnicas, pero también sectores movilizados dentro de un grupo mayor, como es el caso del feminismo radical.

Este movimiento presenta tres amenazas democráticas:

  • Subordina la razón a la identidad, pues solo será útil en la medida de que refuerce a la segunda. El examen con juicio crítico queda sujeto al objetivo de complacer a un grupo determinado. Esto termina por matar la política, pasando desde una discusión de ideas en torno al bien común para llegar a la mera representación de intereses corporativos. Pasamos del “cómo nos beneficiamos todos” al “cómo se beneficia mi colectividad”.

 

  • Es revanchista, pues parte del supuesto de que la sociedad ha sido profundamente injusta con estos grupos y por tanto apuntan a saldar “deudas históricas”. Es bajo ese argumento que se justifican medidas como las leyes de cuotas o los escaños reservados, siendo ambas cosas discutibles dentro de una democracia liberal. Más allá del impacto de cada medida, el punto fundamental es que están dispuestos a hacer justicia por fuera de los consensos propios de la sociedad liberal, como la igualdad frente a la ley o la presunción de inocencia.

 

  • Posterga a las masas populares, dejando en evidencia el carácter corporativo de las demandas identitarias. Mark Lilla, académico progresista, ha señalado que la campaña de Hillary Clinton estaba “centrada solo en asuntos de minorías, afroamericanos, mujeres, homosexuales, pero sin dirigirse a votantes tradicionales por su nombre, trabajadores de tradición demócrata. Fue como si se le hubiera olvidado que existían y contaban para el partido” (Lilla, 2018). Esta lógica solo ensancha la distancia entre las minorías y las mayorías, con unos grupos movilizados y otros tantos exaltados. Este aspecto ha generado el caldo de cultivo perfecto para el auge de la extrema derecha, pues se ha pasado desde la crítica elitista a las burlas.

 

Identaritarismo nacionalista

Para esta corriente las características del ser se insertan dentro de algo más grande: la nación. El nacionalismo posmoderno no se enfoca en la raza, sino en la cultura. Es así como ve en la globalización una amenaza a la soberanía, ya sea en lo político -los organismos internacionales- o en lo cultural -modos de vida-. Por eso opera en la contraposición de lo local y lo global. Es la respuesta de quienes sienten invadidos u olvidados por la élite.

A diferencia del identaritarismo progresista, interpela directamente a las grandes masas. Les llama a desestimar sus diferencias y reforzar su pertenencia a la nación común. Les invitan a ser parte de la Historia -con hache mayúscula-. Su agenda se basa en la defensa de lo propio y la búsqueda de una gloria pasada.

Los peligros democráticos que presenta son cuatro:

  • Subordina la razón a la identidad, al igual que su versión progresista. Termina por diluir al individuo en una masa. Pasamos del “cómo nos beneficiamos todos” al “cómo beneficiamos a la patria”.

 

  • Estado de excepción permanente. Su discurso se nutre de un relato bélico, ya sea por la invasión globalista, la delincuencia o la amenaza terrorista. Esto justificaría “estados de excepción” y su consiguiente sacrificio de libertades con el fin de “ganar la guerra” contra al enemigo escogido. El muro de Donald Trump obedece a esa premisa. No opera bajo un criterio de justicia propio de una sociedad liberal, sino de conveniencia para derrotar a los enemigos.

 

  • Aísla a la oposición para ganar fuerza. De ahí que se tilde de “enemigo de la nación” a quien plantee disidencia y se aplaudan excesos de fuerza, ya sea contra opositores o criminales.

 

  • Es personalista, en tanto simboliza el interés nacional en un líder. Eso puede llevar a la discrecionalidad en el uso del poder.

Conclusión

La identidad como herramienta política no es capaz de internalizar las condiciones del contexto. Es así como se puede derivar en la irresponsabilidad, tensar la convivencia social y colocar a la democracia a fuego lento, hasta llegar a la ebullición.

El problema de desarrollar en demasía una visión del “nosotros” es que se olvida a quién se tiene al frente. El “ellos” -como contraparte de un grupo identitario- nunca será visto como alguien que legítimamente posee diferencias, sino como un némesis cuyo objetivo es perjudicar al grupo en cuestión. Esto se agudiza en la medida de que se intenta instalar una agenda política a contrapelo, pues no se busca el consenso sino la imposición, como si de una guerra se tratase.

Es evidente que una vez creada una audiencia, alguien intentará capturarla electoralmente, pues asegura aplausos fáciles, votos seguros y una agenda nutrida. El punto está en tomar esas inquietudes e insertarlas dentro de una visión democrática de bien común, una que no nos considere como una suma de colectivos, sino como lo que somos: ciudadanos.

La diferencia es importante porque el ciudadano está llamado a velar por su interés propio y el de la sociedad en que vive. El comodín de la identidad busca absorberlo, simplificar su realidad y convertirlo en un engranaje para consecución de una demanda. Anular la razón, la individualidad y los matices es un asesinato de la política, pero sobre todo una mezquina instrumentalización de las personas.

Bibliografía:

Fisher, Jaime. 2014. Salamanca. “Liberalismo, comunitarismo, cultura y multiculturalismo”. Revista de Filosofía “Factotum”. Pp 29-46.

Haidt, Jonathan. 2012. The righteous mind: Why good people are divided by politics and religion. New York: Pantheon Books

Morandé, Pedro. 1990. "Problemas y perspectivas de la identidad cultural de América Latina". Santiago: Diario El Mercurio 14/10, E 8-9.

Lilla, Mark. 2018. “Mark Lilla: ‘Me asombra lo identitario, justo cuando la gente es más parecida que nunca’”. Madrid: Diario ABC 23/05. Disponible en: https://www.abc.es/cultura/cultural/abci-mark-lilla-asombra-identitario-justo-cuando-gente-mas-parecida-nunca-201805220059_noticia.html

 

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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