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Mi experiencia con la discriminación en Chile Publicado en El Líbero, 10.08.2016

Mi experiencia con la discriminación en Chile

Una de las características que llama la atención a extranjeros al visitar Chile es que la mayoría de los hombres anda encorbatado y de traje azul o marengo, y los más osados visten “ambo” de saco azul y pantalón gris, con una corbata nunca demasiado vistosa. Todos se ven como uniformados, coinciden en comentarme latinoamericanos, estadounidenses y también europeos. Aunque esto ha ido cambiando en los últimos años, la tónica se mantiene. Conviene andar con cierto aire formal, porque muchos creen que los delincuentes usan zapatillas, jeans y parkas reversibles.

Yo he sentido esa discriminación por la vestimenta o, mejor dicho, he recibido la mirada inquisidora de muchos por no llevar traje ni corbata. Confieso que en Estados Unidos me acostumbré a la informalidad en el vestir porque me es cómoda. Cuando empecé a enseñar en la Universidad de Iowa, hace años, una de las recomendaciones a los instructores era evitar la ropa que distancia al maestro del alumno. Es lo que ocurre al menos en universidades del Midwest, porque sólo quien no conoce Estados Unidos se refiere a ese país como un espacio homogéneo y generaliza sobre él.

En fin, me ha quedado claro que no conviene andar durante los días de trabajo con jeans y zapatillas, menos con una chaqueta legere y sin corbata. Resulta sospechoso sobre todo si la persona tiene más de 40 años. El mejor indicador son los sufridos guardias uniformados de los bancos, supermercados y farmacias. Esos desconfían en primer lugar de quien se viste como un profesor universitario del Midwest, pero desconfían menos del señor de ambo y corbata, y mucho menos aún de alguien de traje, corbata, zapatos bien lustrados y peinado con gel.

La discriminación al que se sale de la norma en Chile es evidente. Expertos en repartir miradas cargadas de reproche son los mozos antiguos de restaurantes. ¿Un tipo en zapatillas y jeans, y descorbatado? Allí hay gato encerrado, a menos que sea turista extranjero. Yo no me inmuto. Ya me acostumbré a que en muchos sitios esperan formalidad aunque no se trate de una actividad formal.

Otra discriminación a la que ya me acostumbré es aquella que ejercen los centralistas de Santiago hacia quienes optamos por no vivir allá. ¿Cómo, siendo chileno, se puede no vivir en Santiago? Los más inteligentes captan que uno anda escapando del consumismo desenfrenado y la delincuencia y buscando calidad de vida, pero a muchos les parece insufrible vivir en un país donde (efectivamente) sus ciudadanos son tratados por el poder político central como de segunda clase.

Siento también la discriminación cuando me piden una entrevista. ¿Cómo, no vives en Santiago? ¡Qué simpático! (opinan los más diplomáticos). Cuando se trata de una radio, me cuesta convencerlos de que me hagan la entrevista por teléfono o Skype. No, no, me dicen, debes venir al estudio. Y lo dicen convencidos de que uno está más cerca de ellos que ellos de mi ciudad.

Cuesta mucho que acepten que, aunque uno viva a 120 kilómetros de Santiago, ir y volver en auto a la capital en horas peak puede consumir más de cinco horas, sin contar la entrevista a la que uno lo invitan. A los medios -salvo los escritos- les cuesta mucho adaptarse a las nuevas tecnologías y a los que vivimos fuera de Santiago. Por lo general quieren tenerlo a uno frente al micrófono o la cámara, y se sorprenden que uno no viva en la capital. A menudo les digo que en Estados Unidos la radio y la televisión se arruinarían si tuviesen que trasladar a diario invitados de la Costa Este, estando en la Oeste, o del Oeste, estando en la Este.

Y ya que estamos hablando de vivir fuera de Santiago, ¿qué tal mencionar brevemente la discriminación que sufrimos los que nos identificamos con equipos de regiones? Las radios y canales de TV, muy centralizados, hablan de los tres o cuatro principales cuadros santiaguinos de una forma, pero se refieren al resto casi como sparrings o clubes de otro país. Son simples extras para los comentaristas de Santiago, que tienen programas nacionales.

Otro tipo de discriminación que sufro en Chile es cuando digo que no suelo manejar (en términos prácticos, no tengo auto). Cuando a uno lo ven llegando a pie o en colectivo a un local, la gente tiende a pensar que está en dificultades económicas (más llegando en jeans y sin corbata). No, no es serio, no tener auto e ir caminando o en bus o colectivo a realizar ciertos trámites. Cuando fui ministro, usé varios fines de semana la “micro” local, el troley en Valparaíso, colectivos y buses interurbanos, y algunos amigos me decían que eso no podía hacerse. Fueron viajes gratos y nunca tuve una mala experiencia; por el contrario, la gente se sorprendía y alegraba al reconocerlo a uno.

Antes, cuando al viajar debías llenar en Migración un formulario e indicar tu profesión, y colocaba Escritor, a veces preguntaban: ¿Escritor? Pero, ¿a qué se dedica? Curiosamente, nunca una mujer de la PDI me hizo esa pregunta, por el contrario, varias me dijeron que conocían alguno de mis libros y dos mencionaron a Cayetano Brulé. Sin embargo, nunca nadie me preguntó nada, ni siquiera el rubro, cuando llené el casillero con “Empresario”. (En verdad, creo que un escritor es un gran emprendedor: se enamora de una idea, invierte su tiempo y sueños en ella y después la arroja a los lectores -el mercado-y trata de vivir de su trabajo).

Y con esa última frase llegamos a otra discriminación, que sufren muchos escritores. A menudo me invitan a hablar en los sitios más diversos sobre mis novelas, cultura o política. Cuando uno plantea sus honorarios, algunos reaccionan azorados: ¿Ah, cómo? ¿Usted cobra por dar una charla? No sabíamos. No tenemos presupuesto para eso.

Respondo con diplomacia y mi mejor voz: ¿Usted quiere que yo prepare una charla, viaje ida y vuelta a Santiago, dicte la charla a su gente y lo haga gratis? Me imagino que no le pide a un abogado, dentista, arquitecto o a un gásfiter que se encargue de sus asuntos sin pagarle, de algo debe vivir esa gente. Pero usted es un escritor, me han dicho algunos, y yo pensé que hablar sin cobrar estaba dentro de la función propia de un escritor.

Así es. Pensar que el tiempo de un escritor no vale nada y que debe ofrecer su arte gratis y ver de qué vive, es también una forma de cruel discriminación, cruel como toda discriminación, me digo mientras trato de terminar esta columna.

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Las opiniones expresadas en la presente columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan las de Fundación para el Progreso, ni las de su Directorio, Senior Fellows u otros miembros.

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